De cómo el experto en imaginarios urbanos del miedo recupera la paz interior con la ayuda de un maestro zen disfrazado de carabinero

“Lo peligroso que es Chile”

No deja de ser paradójico que una pareja de mexicanos —tapatíos, para más señas— sufra en la capital chilena un robo sorpresivo, a pesar de haber sido alertados insistentemente por buenos ciudadanos locales.

Línea 5 del Metro de Santiago.

Ya nos habían advertido de “lo peligroso que es Chile”, especialmente Santiago, la capital. Desde que llegamos al aeropuerto de Santiago nos dispusimos a buscar un bus que nos llevara a Valparaíso, nuestro destino final. Entonces, una señora que también viajaba a “Valpo” nos recomendó que no nos moviéramos en transporte público, mucho menos en el Metro santiagueño —según sus incendiadas palabras, una sucursal del mismísimo infierno—. Ante tamañas descripciones, yo, en mi calidad de “experto” en imaginarios urbanos del miedo —mi erudita tesis de doctorado puede dar fe de ello—, adopté una posición más bien de incredulidad. Mis ojos se cerraban en algo parecido a una mirada irónica.

Cuando la señora nos convenció —en realidad a mi esposa— de que, al llegar a Valpo, pidiéramos un taxi desde el interior de la Central, sin salir a la calle, de plano me imaginé a los chilenos como hordas de enfurecidos saqueadores y trogloditas, acechando a los recién llegados para cometer con ellos toda clase de tropelías. Más por darle gusto a mi media naranja que por convencimiento propio, seguimos las instrucciones del miedo que nos había dictado aquella mujer menudita y llegamos al hotel en un segurísimo taxi que nos cobró nueve mil pesos chilenos por acercarnos diez cuadras a nuestro destino…

Nuestra estancia en Valpo ocurrió sin percances. Algunos colegas chilenos, al enterarse de que iríamos cuatro días a Santiago, nos repitieron, en una versión más “académica”, el mismo manual de peligros a los que forzosamente nos expondríamos en la capital nacional. Yo, de nuevo reacio a creer aquellos cuentos de terror, sólo asentía complaciente la cabeza y agradecía los consejos de sobrevivencia.

De inmediato me di cuenta de que cuatro tipos, que también habían abordado, se me repegaban por los respectivos costados, con el pretexto del gentío. Pude ver que dos de ellos llevaban trapos que ocultaban sus manos derechas y eso me alertó.

Llegamos a Santiago. Entonces, con mi carga de incredulidad —¿debo decir ingenuidad?— y una reluciente tarjeta para el Metro “bip!”, nos dirigimos por el atestado subterráneo a la estación Tobalaba, Línea 1, con la peregrina idea de comprar un charango en el muy lujoso mall Costanera Center. Por supuesto que no encontramos ni media cuerda del dichoso charango, pero sí un montón de referencias de dónde buscarlo y, sobre todo, dos grandes bolsas de compras que mi media naranja se había encargado de llenar en las tiendas “cuicas” (fresas) del mentado centro comercial.

Así, con mi backpack en la panza, por seguridad, y las dos bolsas llenas de mercancías diversas, nos metimos al Metro, en la estación Los Leones, dispuestos a regresar al hotel con nuestro botín de guerra. Cuando el vagón abrió sus puertas mi esposa se metió a la carrera y yo detrás de ella. De inmediato me di cuenta de que cuatro tipos, que también habían abordado, se me repegaban por los respectivos costados, con el pretexto del gentío. Pude ver que dos de ellos llevaban trapos que ocultaban sus manos derechas y eso me alertó. De pronto, los cuatro brincaron hacia afuera, medio segundo antes de que las puertas del vagón cerraran… Entonces, preso de la sospecha —y con el Metro ya moviéndose—, palpé mi pantalón y descubrí que mi cartera había cambiado de dueño. Alcancé a ver a los cuatro tipos alejarse por el andén con toda la tranquilidad del mundo —del mundo del hampa…

Entré en pánico. Le dije a mi amorcito que me habían robado la cartera y balbucée algo sobre “…los cuatro cabrones que se habían bajado”. La gente nos miró con una mirada inescrutable. Nos bajamos en la siguiente estación, Pedro de Valdivia, y, preso de la desesperación, les dije a los vigilantes lo ocurrido. Me miraron con la peor actitud fatalista de “aceptar el destino” y sólo me recomendaron hacer la denuncia con los carabineros, como llaman por esos lares a los policías… Me sentí más perdido. Me senté en un rincón, con ganas de llorar, de maldecir a Chile y, sobre todo, me sentí un pendejo por haber descuidado el flanco de los bolsillos del pantalón. Fui injusto conmigo. ¿Por qué culparme? Había sido víctima de una banda de profesionales, bien entrenados en el azaroso arte del “pickpocketing”.

Reconstruí todo el episodio y me di cuenta de que fui “seleccionado” en el andén desde antes de que llegara el Metro. Mi inocencia de fuereño, mi estado más bien relajado y los muchos paquetes que cuidaba en ambas manos me marcaron como la víctima ideal: de haber tenido ocho brazos, como el dios Shiva, hubiera cuidado mi cartera, los otros bolsillos de mis jeans y hasta me hubieran sobrado manos para repartir cachetadas a los amantes de lo ajeno. Pero no soy ningún dios hindú y aquellos eran una banda organizada y conocedora de su oficio y su lugar de trabajo: todo ocurrió en diez segundos y brincaron justo antes de ser mordidos por las puertas —asegurándose así de que nadie los seguiría—. Me los pude imaginar entrenando en alguna casa de Santiago, tomándose el tiempo con cronómetro y repartiéndose tareas. Sabiendo qué hacer en caso de imprevistos… Me sorprendió no haber sentido la mano que extrajo la cartera de mi pantalón. Yo, que me he preciado de mi sensibilidad corporal, fui incapaz de registrar unos dedos ajenos dentro de mi ropa… ¿Fue una violación a mi intimidad, aun si no fui consciente de ello?

Salí de la comisaría con una denuncia, literalmente, en blanco… “Usted llénela, señor Zarazúa”, me dijo el sargento segundo, como un consumado maestro zen que da indicaciones absurdas a sus alumnos.

Mientras mi esposa en el cuarto del hotel me ayudaba a bloquear mi tarjeta de débito, yo me dirigí a la Primera Comisaría de Carabineros, a pocas cuadras del hotel. Ahí, después de esperar casi una hora —tiempo en que maldije un millón de veces a Chile, a los carteristas del Metro y a los policías locales—, por fin fui atendido por el sargento segundo Barletti. Desde un principio me aclaró que la denuncia no conduciría a ninguna recuperación de mi credencial del INE, mi tarjeta de débito Santander, mi credencial de profesor de la UdeG o mis dos memorias USB, pero que sentaría un “precedente jurídico…”. Los setecientos pesos mexicanos y las dos lukas chilenas también se fueron al limbo. En cambio, me prestó su celular para comunicarme con Santander. Cuando lo hacía me llegó un wasap de mi mujer, avisándome que mi hermana, en Guadalajara, ya había cancelado mi tarjeta. Salí de la comisaría con una denuncia, literalmente, en blanco… “Usted llénela, señor Zarazúa”, me dijo el sargento segundo, como un consumado maestro zen que da indicaciones absurdas a sus alumnos. Abandoné a los carabineros sin esperanzas de recuperar mi vieja cartera, pero con una extraña y agradable sensación de sosiego. Creo que mi charla con el sargento sobre los tipos de delincuencia en Chile y en México, sus consejos prácticos para no exponerse a lo tonto y hasta las diferencias urbanas y climáticas entre Valparaíso y Santiago tuvieron un efecto terapéutico.

Llegué al Hotel Santa Lucía, en la calle Huérfanos, zona centro de Santiago, sin tener de vuelta mi vieja cartera, con una denuncia en blanco, para llenarla al gusto, pero, paradójicamente, con una tranquilidad súbitamente recuperada. ®

Compartir:

Publicado en: Apuntes y crónicas

Apóyanos:

Aquí puedes Replicar

¿Quieres contribuir a la discusión o a la reflexión? Publicaremos tu comentario si éste no es ofensivo o irrelevante. Replicante cree en la libertad y está contra la censura, pero no tiene la obligación de publicar expresiones de los lectores que resulten contrarias a la inteligencia y la sensibilidad. Si estás de acuerdo con esto, adelante.