Número cero es la historia de un periódico que nunca pudo imprimirse, pero que existe en diversas latitudes aunque con diferentes nombres y por ello contiene severas críticas a todos los medios de comunicación del mundo.
Umberto Eco reseña aquel proyecto editorial recurriendo a varios personajes truculentos que conviven algún tiempo con el imperativo de ponerse de acuerdo según el dictado de los intereses económicos y políticos del dueño del diario, quien nunca da la cara sino que tiene intermediarios. Número cero es el proyecto de crear un instrumento para las disputas políticas con altos dividendos financieros y en donde “la información” es materia de ataque al adversario, indulgencias con el aliado o pretexto para el chantaje.
Una de las rutas del escritor italiano sigue la conocida ironía de Mar Twain: “Conoce primero los hechos y luego distorsiónalos cuanto quieras”, lo mismo para obtener la indulgencia del poder que para atentar contra éste siguiendo los lineamientos opositores del caso: el aplauso corresponde a unos medios y la propalación del odio corresponde a otros, señala Simei para poner en orden a los integrantes de la mesa de redacción.
Así es que Número cero no sólo nunca discurrirá contra su propietario, el Commendatore, sino que promoverá siempre sus incumbencias aunque recurra incluso a inventos de luchas de epopeya y al aliento del rencor contra quienes no coinciden con esas enterezas heroicas; en otra tesitura; Eco también alude a esa dirección que omite o distorsiona las noticias que pueden resultar inconvenientes a los hombres de la cúspide en el poder y, claro, al dueño del diario.
Con esas cartas en el teclado Umberto Eco registra el arte de cómo hacer noticias de lo que no es noticia, la estratagema del lenguaje subrepticio para que sólo lo entienda quien lo debe entender y, así, la ruta del chantaje o el escarnio contra el enemigo. Y entre el cotilleo de los integrantes de ese diario, por supuesto, no puede faltar la advertencia de estructurar términos que no le exijan al lector elaboración intelectual sino que le pidan creer; el empleo de las palabras, dice otra vez Simei, es para decirle al lector sus convicciones, incluso aunque éste todavía no se hubiera dado cuenta de que las tiene.
Con esas cartas en el teclado Umberto Eco registra el arte de cómo hacer noticias de lo que no es noticia, la estratagema del lenguaje subrepticio para que sólo lo entienda quien lo debe entender y, así, la ruta del chantaje o el escarnio contra el enemigo.
Vale decir que la atmósfera del intercambio editorial no es ni apocalíptica ni integrada, que en tal sentido el autor de El nombre de la rosa no ejerce el arte de la tripodología felina (que, como él mismo ya dijo, consiste en buscarle tres pies al gato) sino que al narrar lo que sucede en Número cero sin darse golpes de pecho y sin dobleces morales, permite el registro de la ética en los medios y de su función en la disputa pública.
Con divertimentos propios de un gran escritor como lo es Umberto Eco, asistimos al denuedo invencible de los periodistas por jamás, jamás reconocer errores y menos los “desmentidillos” de quienes osan mandar alguna carta de aclaración al periódico. Entre las caracterizaciones de la dinámica periodística el hilo conductor de la novela es la sospecha como el recurso principal del profesional de la comunicación para eslabonar ataques por consigna mediante conjeturas creíbles (es decir, que esas conjeturas se soporten en hechos sin relevancia —el pasaje del funcionario fumador es emblemático porque de ahí puede desprenderse la hipótesis de que es un neurótico). La sospecha es un derecho que Braggadocio ejerce no sólo para presentir que no existe un auto adecuado para él porque existe una conjura en su contra, ni sólo para decir que el hombre jamás estuvo en la Luna o algo parecido, sino para asegurar que un personaje no murió sino que hubo un doble de él para aparentar su fallecimiento, mediante un complot bien calculado.
El autor de Número cero registra este drama hasta con sentido del humor (y no solamente para decir que los libros —como el suyo— son muchas veces reseñados por quienes ni los leen y que a veces ni los reseñistas los leen en realidad). La alegría de este hombre de 83 años se vuelca en advertir cómo los consumidores de los medios de comunicación son despreciados por los propios medios. Y cómo no, si cualquier confabulación tan disparatada (pero muy bien expuesta) como la que hizo Braggadocio puede ser creída por quien sea. Sí, aunque eso signifique imaginar a Mussolini caminando en los pasillos secretos del Vaticano, burlándose de los tontos que lo creemos muerto con grandes carcajadas. ®