No sé cuál es mi lugar en mi generación, sólo voy con ella, cada vez más rápido y al mismo lugar. Es la generación del 68. Me identifico menos con la tragedia de aquel año que con lo que vino después: la demolición de la herencia de la revolución mexicana, la transición a la democracia, el fin del nacionalismo revolucionario.
Se puede estar de acuerdo con él o no, lo que no se puede regatear es que el doctor Aguilar Camín es un intelectual notable. Sus ideas, ya sean compartidas en diplomados o en charlas, publicadas en revistas, diarios o libros, desatan pasiones. No hay matices. Congregante de talentos académicos, literarios y plásticos, gusta poner sobre la mesa los grandes temas nacionales a debate. Director de la revista Nexos durante 24 años —de 1982 a 1996 y de 2005 a 2015—, nos concede una entrevista en su oficina.
Héctor Aguilar Camín es alto, de voz ronca y sonrisa dibujada —a lápiz, pareciera— siempre en el rostro. Su abuelo materno, don Manuel Camín, fue un asturiano que se vino con su esposa doña Josefa García a probar suerte en América; los dos llegaron a Cuba en 1914, donde nacieron Emma y Luisa, madre y tía, respectivamente. Migraron a México y se estacionaron en Chetumal. Su última novela versa sobre su propio pasado.
Carlos Fuentes decía que Milan Kundera “ha propuesto a la novela como el sitio de referencia para presentar al ser humano como problema”. A propósito del escritor checo que decía que “todo hombre o personaje está cifrado en unas cuantas palabras básicas alrededor de las cuales gira su vida”, preguntamos tres a Aguilar Camín: Madre, infancia, terruño. Su oficina pronto se inunda de olor a café. La charla arranca.
“No me gusta la palabra terruño”, dice el doctor. “Cuando el lugareño crece o se muda temprano a la ciudad, como fue mi caso, a los nueve años, la tierra natal empieza a verse chica. Entonces aparece la palabra terruño. Tiene un toque entre avergonzado y condescendiente. Luego el terruño crece. Entre más años pasan, más grande es el terruño dentro de nosotros. El historiador de los terruños mexicanos, Luis González, bautizó la historia que se ocupa de ellos como historia matria: la historia del lado de la madre, del origen. Es la historia opuesta de la historia patria, la que crece del lado del padre, del pleito con el mundo y su conquista. Todos debemos de salir al mundo con la espada del padre, pero todos terminamos, como Ulises, tratando de volver al terruño después de la guerra. Descubrimos entonces que el terruño no es un lugar físico, sino un lugar del alma, de la memoria: el lugar de la infancia y la madre”.
Su oficina tiene un par de amplios libreros. Aguilar Camín está cómodo en su sillón negro de piel. Libros. Piensa por un momento y responde.
No veo mi obra. Veo libros que fueron saliéndome al paso. No pretendo que se estudien, me basta con que se lean. Y no todos, este libro o aquel, o algún pasaje. Si fuera poeta me conformaría con haber escrito una línea memorable. Me han propuesto hacer una antología personal de lo que he escrito pero mientras más pienso en ella más recuerdo la anécdota de aquel político…
—No veo mi obra. Veo libros que fueron saliéndome al paso. No pretendo que se estudien, me basta con que se lean. Y no todos, este libro o aquel, o algún pasaje. Si fuera poeta me conformaría con haber escrito una línea memorable. Me han propuesto hacer una antología personal de lo que he escrito pero mientras más pienso en ella más recuerdo la anécdota de aquel político que le llevó su discurso al presidente Ruiz Cortines para que le diera su opinión. El presidente le preguntó si podía poner aquel discurso, que tenía seis hojas, en dos. “Desde luego”. “¿Y en una?” “También”. “¿Y en un párrafo?” “Forzándolo mucho, señor presidente”. “No lo fuerce”, contestó Ruiz Cortines. “Suprima también el párrafo. Haga sólo un saludo, de ser posible con la mano, y quedara usted muy bien”.
El escritor sonríe, un poco para sus adentros.
Otra palabra: generación.
—No sé cuál es mi lugar en mi generación, sólo voy con ella, cada vez más rápido y al mismo lugar. Me siento cada vez más parte de mi generación, más hijo de ella. Es la generación del 68. Me identifico menos con la tragedia de aquel año que con lo que vino después, a saber: la demolición de la herencia de la revolución mexicana, la transición a la democracia, el fin del nacionalismo revolucionario. Si algo da coherencia a los afanes colectivos de mi generación, desde la izquierda y desde la derecha, en las costumbres y en la política, en las emociones y en las ideas, es la pasión de sacudir la historia heredada, desafiar la hegemonía del PRI, terminar con el monólogo oficial y la autocomplacencia política.
El historiador
Escribió Octavio Paz que Alfonso Reyes no era sólo un escritor sino una literatura. Escribió Enrique Krauze que don Luis González y González no era un historiador sino una historiografía. Hay mucho de cierto en esa afirmación. Don Luis no agotó el oficio de historiar en la escritura de libros. Alumno de los transterrados españoles como Gaos, Iglesia, Miranda, de los mexicanos Zavala, O’Gorman y de los franceses Febvre, Bataillon, Chevalier, don Luis fue maestro de generaciones de historiadores en México. Miembro activo de El Colegio de México y fundador de El Colegio de Michoacán, su quehacer como docente fue incansable. Su tratado Sobre el oficio del historiador es lectura obligada para todo estudiante de Historia. Esas tres últimas palabras son las que responde Aguilar Camín.
—Estudié historia por razones alimenticias. Había la posibilidad de obtener una beca para estudiar el doctorado en El Colegio de México. Habían abierto una convocatoria al doctorado para gente que nunca hubiese estudiado historia. Así llegamos a aquella generación de El Colegio gente que antes había estudiado contabilidad (Estela Zavala), economía (Álvaro López Miramontes), ingeniería (Enrique Krauze), teología (Primitivo Rodríguez) y comunicación (yo mismo). El Colegio de México estaba entonces en la calle de Guanajuato, junto a la Plaza Ajusco, en la colonia Roma. Yo vivía a sólo unas calles, frente al Parque México en la colonia Condesa. La beca del Colegio de México alcanzaba para lo básico, que entonces incluía una botella de ron cuando acababa la semana.
Desde entonces Aguilar Camín ha combinado tres oficios: historiador, escritor y periodista. “He escrito un solo libro como historiador profesional, La frontera nómada. Sonora y la Revolución mexicana, y muchos ensayos de historiador diletante”, confiesa el autor de la novela Morir en el Golfo. “Quizá reúna los ensayos en un volumen. Quizá no. He vuelto a leer La frontera nómada para una reedición. Compruebo que no hay nada tan poderoso y fresco como la materia histórica que viene de los archivos, eso que los historiadores llaman fuentes primarias. Lo demás es filosofía o diletancia. Luego de La frontera nómada yo he sido más un diletante de la historia que un historiador”, dice.
Es común que durante la escritura de un libro el escritor se deje acompañar por otros pares que, a través de la lectura de sus obras, se reafirmen, rechacen o se rehagan las ideas. Así ocurrió cuando elaboraba su última novela sobre su pasado familiar. Edward Gibbon, considerado el primer historiador moderno, acompañó sus noches de desvelos. De igual forma Lucas Alamán, que además de historiador fue naturalista, escritor, político y hombre de negocios. Aguilar Camín narra:
—Recientemente he llegado a la conclusión de que Luis González y González, mi maestro en El Colegio de México, es el mejor historiador que ha tenido México, porque es el que ha cubierto todas las épocas y el que mejor ha escrito. He gozado a Braudel, a O’Gorman, a Cosío Villegas, a John Womack, a Jean Meyer, a Friedrich Katz, a Enrique Florescano, al Octavio Paz de Sor Juana o las trampas de la fe y al Carlos Fuentes de El espejo enterrado. También a otro no historiador, sino sociólogo, Fernando Escalante Gonzalbo, autor de un libro histórico: Ciudadanos imaginarios. En la colindancia generacional con Escalante, Mauricio Tenorio, lo que Cortázar llamaría un cronopio de la disciplina histórica. Mi última adicción es Claudio Lomnitz, un antropólogo que ha escrito una recreación total de la vida de los hermanos Flores Magón. Antes de Lomnitz, Antonio García León, que hizo con el Golfo de Veracruz lo que Braudel con el Mediterráneo.
De joven fue lector de Marx y Engels mas no fue seducido por los postulados del marxismo, aunque reconoce que “Marx es un escritor gigantesco. Lo mismo Freud. Me he perdido a Pierre Villar y he rechazado a Althousser en todos los órdenes intelectuales, en el del conocimiento y en el del lenguaje, pero no en el de su tragedia personal: despertó de un trance psiquiátrico una mañana y había ahorcado a su mujer. Su relato de ese momento me estremeció, me reconcilió con su vida, no con su obra”.
Fue alumno también de ese otro gigante de la docencia historiográfica, Miguel León Portilla, quien lo introdujo al mundo de la historia prehispánica. León Portilla es un historiador querido por todos. Puede ser que el gusto por la historia y la docencia lo haya heredado de su tío, Manuel Gamio, padre de la antropología mexicana, o también de su otro tío, Manuel Gutiérrez Nájera, iniciador del movimiento modernista en México. Aguilar Camín extrae de su memoria el siguiente recuerdo.
—Una clase suya fue memorable para mí. Nos presentó la figura de Tlacaélel, el poder tras el trono azteca, y describió la forma en que Tlacaélel dispuso que los notables mexicas eligieran al tlatoani, la forma secreta pero negociada en que los tlatoanis eran elegidos. Mientras León Portilla describía los ritos de la sucesión azteca, uno iba escuchando en parte los ritos del PRI de aquella época (1970). Fue una clase de historia viva.
La Cristiada —escribió Christopher Domínguez Michael— es de aquellas obras que aparecen muy ocasionalmente en la historia de la historia y se convierten en episodios, casi milagrosos, de restitución. Jean Meyer, el autor de la obra y alumno también de Luis González, registró el origen, el fragor y las consecuencias de una guerra civil que duró siete años y que costó la vida de 250 mil personas. Jean Meyer ha sido congruente y fiel, a través de sus libros, a sus maestros: el trascendental Fernand Braudel, el incansable Pierre Chaunu, el coleccionista de historias matrias Luis González y el cronista de las Cruzadas Steven Runciman. El autor de La guerra de Galio rememora.
—Yo empecé a dudar de la versión liberal jacobina de la historia de México después de leer La Cristiada de Jean Meyer. Particularmente, luego de escuchar de un gran intelectual universitario que la impresionante reconstrucción de Meyer de aquella guerra civil, una guerra civil no reconocida de nuestra historia, era fruto de una visión clerical. Las anteojeras jacobinas nos impedían ver el enorme hecho político, militar y religioso de La Cristiada. Meyer lo hizo visible, al menos para mí, y con eso hizo visible otra verdad como un muro, que liberales y jacobinos ignoran con ceguera clerical: la catolicidad histórica del pueblo de México.
Yo empecé a dudar de la versión liberal jacobina de la historia de México después de leer La Cristiada, de Jean Meyer. Particularmente, luego de escuchar de un gran intelectual universitario que la impresionante reconstrucción de Meyer de aquella guerra civil, una guerra civil no reconocida de nuestra historia, era fruto de una visión clerical.
Friedrich Katz fue un imprescindible del estudio de la historia en México. Llegó a nuestro país debido a la persecución de los judíos europeos cuando tenía trece años; su padre, Lieb Katz, fue un periodista y escritor comunista austriaco. El doctor Lieb, opositor socialista a la primera Guerra Mundial, manifestante activo en la gran huelga general de Viena en 1918, cambió su nombre al de Leo. Perseguido por los nazis, huyó a Francia. Militante activo, ayudó a la República Española introduciendo armas. En 1938 fue expulsado de ese país y llegó a Estados Unidos, donde le fue negada la residencia, y la familia se trasladó a México, donde Lázaro Cárdenas les dio asilo. La formación del niño Katz radica en los constantes exilios, el comunismo, el judaísmo, el aprendizaje de nuevas historias y distintos lenguajes.
Antropólogo e historiador, Friedrich Katz se cultivó en distintas universidades. A finales de los cuarenta regresó a Austria, donde vivían sus padres. Se doctoró y se afilió al partido comunista. Vivió veinte años allá, en Austria, Alemania Democrática y Francia. La experiencia de la vida lo convenció de que el socialismo no era una realidad en la Europa Oriental. En 1968 criticó la invasión soviética a Checoslovaquia. Promotor del socialismo con rostro humano, siguió la huella de Ernest Fischer.
De regreso al continente americano, en 1970, Katz escribe ensayos y libros, una obra fundamental para entender el pasado de México. Aguilar Camín fue amigo cercano de Katz. Nostálgico, recuerda una anécdota con él.
—Con motivo de una reunión de historiadores en la Universidad de Chicago, donde Friedrich Katz era un profesor celebérrimo y también un hombre sencillo y hospitalario, fue a recogerme al aeropuerto en su coche. En el camino de regreso a la universidad equivocó una salida del freeway y fue a dar al corazón del gueto negro de Chicago, que colinda con la universidad. Naturalmente, Katz desconocía las calles del gueto y, de pronto, estaba perdido. Yo entendí lo que era la verdadera tensión racial, y su proximidad con la violencia, en el nerviosismo de Katz. No hacía lo lógico como chofer extraviado: detenerse y preguntar. Daba vueltas buscando la salida por ensayo y error. Las miradas que recibíamos de los grupos de hombres y muchachos del gueto cuando pasábamos en el automóvil frente a ellos no invitaba precisamente a detenerse. Algunos saltaban a la calle cuando pasábamos para increparnos, supongo que por el hecho intolerable de que estuviéramos hollando su territorio. Nunca he tenido tanto miedo a bordo de un coche.
Durante el recuento de sus memorias con la historia, tres palabras se repitieron constantemente: historia, biografía, libros. Pronto Aguilar Camín da tres respuestas: “Creo que era Karl Kraus el que decía: ‘La Historia es el arte de dar sentido a lo que no tiene sentido’. Los biógrafos suelen ser verdugos vestidos de aliados. Los libros son el único lugar donde puede conversarse largamente con los muertos”.
El periodista
Desde muy joven fue un personaje muy reconocido. En la década de los ochenta y Manuel Becerra Acosta, director y fundador del periódico unomásuno, cuando hablaba de Aguilar Camín se refería al “exégeta”. Lo hacía con el ánimo de reconocerlo como el mejor intérprete de la política mexicana. El también periodista narra: “Manuel Becerra Acosta vive en una estela nostálgica y amistosa de mi memoria, pese a que terminamos en un pleito cerval. Tengo nostalgia de aquellos años, en particular del año 1978, que fue el de mi inmersión en el unomásuno, el diario que fundó Becerra Acosta. Ese año, 1978, es un año clave para mí. Es el año en que conocí el diarismo. El año en que conocí y empecé a vivir con Ángeles Mastretta, el año en que empezó a circular la revista Nexos”.
Héctor Aguilar Camín se define como un “socialista liberal”, a la “manera de Manuel Azaña, ‘socialista a fuerza de liberal’”. Otra palabra se asoma: prensa. “Creo muy importante el papel de la prensa, citando a Alexis de Tocqueville, ‘más por los males que evita que por los bienes que procura’. No sé de mejor consigna para una prensa libre que la que le oí una vez a Juan Luis Cebrián, fundador de El País. Los diarios, dijo, deben ser dogmáticos con los hechos y liberales con las opiniones”. Se detiene un poco y contextualiza: “Creo que no hay que respetar las opiniones, sino a las personas, y a los hechos. Es sospechosa la prensa que insulta y calla sus fuentes”.
El historiador va por su segundo un espresso cortado. Tiene tres palabras más sobre la mesa: vida, obra, muerte. “Sobre la vida, me parece buena la pregunta de Paz: “la vida, ¿Cuándo fue de veras nuestra? Sobre la obra, esto, de Renato Leduc: ‘No haremos obra perdurable, no tenemos, de la mosca, la voluntad tenaz’. Sobre la muerte, la arenga de José Gorostiza: ‘Anda, putilla del rubor helado; vámonos al diablo’”.
Una generación que se va apagando, la suya. Los años pasan y los escritores mueren. El tema de la muerte, la muerte propia es algo que “ocupa mi mente todos los días”, confiesa. Otro sorbo a su café y recuerda.
—Mi maestro Luis González decía que el arco del reconocimiento póstumo tiene veinticinco años. Al morir los autores vigentes en su tiempo, luego de los elogios fúnebres, desaparecen de la atención de sus contemporáneos o disminuyen radicalmente su presencia. El tiempo pasa y sí, pasados veinticinco años, sus obras no regresan a la atención de las nuevas generaciones, entonces la inmortalidad de ese autor es el olvido. Pero si algo sucede y regresan, si sus obras conectan con la sensibilidad de las generaciones que el autor no conoció en vida, entonces lo probable es que su inmortalidad sea un poco más larga y se propague en las generaciones siguientes. Son muy pocos los que saltan el foso del tiempo.
Continúa: “Las creencias no son para siempre, quien no ha cambiado de creencias en su vida no ha dejado que la vida entre en él”. Sentado sobre su sillón, enfundado en su chamarra color tabaco, parece una estampa de Hemingway. “Las percepciones cambian mucho con la edad, pero el cambio mayor se da cuando uno entiende que tienes más pasado que futuro”.
La vejez:
—Envejecer en el fondo no es más que una forma de irse poniendo triste. Añadiría que ponerse triste es una manera tímida de invocar a la muerte. Freud, que fue un gran escritor, dijo que en nuestro interior luchan Eros y Tánatos. Eros es el instinto de vida (“pulsión de vida”, traducía mi amigo José María Pérez Gay); Tánatos, el instinto de muerte. Ambos están en nosotros, combaten dentro de nosotros, en los individuos y en las sociedades. La muerte no viene de fuera, viene de adentro, del interior de los individuos y de las sociedades, que la desean. Su sentimiento anticipatorio es la tristeza, la melancolía. Nostalgia de la muerte, decía Xavier Villaurrutia. El hecho es que algo profundo dentro de nosotros quiere la muerte, la busca, y, como se ve, la encuentra siempre. Es el tema subterráneo de mi novela Un soplo en el río, la historia de una pareja unida oscuramente por la pulsión de la muerte.
No hay remedio. Con el avance férreo de la edad, los recuerdos nos invaden, las añoranzas nos envuelven, nos llenamos de anécdotas y al final nos morimos de tristeza. Aguilar Camín no está del todo de acuerdo con esta percepción. Frunce un poco el ceño y explica: “Morimos tristes pero no de tristeza. El envejecimiento es una enfermedad aparte. Se lleva todo, inmisericordemente. Seca nuestro cuerpo y nuestra mente. Borra, deforma, evapora, es una enfermedad sin cura ni regreso. Bette Davies dijo: ‘Growing old is not for sissies (Envejecer no es para miedosos)’. Pero todos somos miedosos ante la vejez y la muerte”.
Con la mirada perdida en sus adentros el periodista revela: “Me entristece dormir poco. Y pensar en Bette Davies”.
El escritor
Dice Rafael Pérez Gay que Pasado pendiente es un libro que inaugura un género: la historia conversada. El autor del libro agradece la referencia y aclara: “Una de las grandes novelas cortas de Tolstoi, La sonata a Kreutzer, es una historia conversada, es decir, una historia que alguien cuenta durante una conversación con otro. Yo lo que hice fue usar ese mecanismo de las historias conversadas para dar salida a cosas que me habían sucedido, como si dijéramos, a medias, y que requerían, por decir así, una terminación. Si estuviéramos hablando de albañilería, diríamos que a esas historias les faltaba el acabado, estaban en obra negra. Las nociones de albañilería, obra negra y acabado le quedan bien al proceso de escribir ficción. Escribir ficción es como construir una casa invisible, una casa de palabras con las propias manos. Flaubert era un albañil talentoso que se martirizaba con la imperfección de sus acabados”.
No creo en el destino como fatalidad, pero sí creo que elegimos oscuramente lo que ha de pasarnos. Somos cómplices de nuestro destino, cualquiera que éste sea. Éste es un tema favorito para mí. Está en la raíz de la imaginación novelística. O al menos de la imaginación novelística que me interesa.
En la obra del escritor hay un hilo conductor en todos sus personajes; ¿qué tan libre es uno para elegir la vida que uno quiere y desea y cuántas veces uno se pone obstáculos para impedir ese destino? El escritor guarda silencio un momento y responde.
—No creo en el destino como fatalidad, pero sí creo que elegimos oscuramente lo que ha de pasarnos. Somos cómplices de nuestro destino, cualquiera que éste sea. Éste es un tema favorito para mí. Está en la raíz de la imaginación novelística. O al menos de la imaginación novelística que me interesa. No me interesan las tramas que se resuelven al margen de las emociones de los personajes, por factores externos a ellas. Digamos mediante muertes accidentales o enfermedades súbitas. A mí me gustan las novelas cuyo desenlace sale de la conducta de los personajes, de sus emociones, de la relación entre la conducta y las emociones, y de éstas con su entorno. Madame Bovary no sólo se suicida, teje paso a paso la red para la que no encontrará después otra salida que quitarse la vida. Ésta es la esencia de la imaginación novelística: cada personaje resulta de alguna manera cómplice de lo que sucede, todos son reos de sus actos, responsables de su destino.
La vida es corta, pero bien alcanza para hacer todo. Si ese todo excluye las autobiografías, le digo.
—No me interesa escribir mis memorias —responde—. No, me atrae la idea de recordar historias que podrían volverse novelas o relatos. De mi paso por el diario unomásuno recuerdo, por ejemplo, a un exiliado guatemalteco. Escribía los editoriales internacionales del diario, sin firma, con el tema que yo le pedía. Era mi trabajo encargar y corregir los editoriales de la casa, los no firmados. Este hombre acepta sin chistar los temas y las ideas que yo le daba. Traía luego un texto con lo que él pensaba, normalmente distinto, y mejor, de lo que yo sugería. Se llamaba José Manuel Fortuny. No supe bien quién era sino hasta el año pasado en que leí la historia de Piero Gleijeses sobre el golpe de Estado contra el gobierno de Jacobo Arbenz, en Guatemala, en 1954. Fue el primer golpe de Estado inducido por la CIA en América Latina. Un golpe contra los comunistas que, según la CIA, eran dueños del gobierno de Arbenz. Fortuny era el secretario del Partido Comunista de Guatemala en ese tiempo y el amigo más cercano y el asesor más escuchado de Arbenz. Un hijo mayor, con toda la barba, de la historia centroamericana. Bueno, quisiera echar atrás el tiempo y ponerme a conversar con Fortuny, escribir con su relato una historia conversada. Preguntarle si conoció a otro exiliado guatemalteco. Era un militar que había desertado del ejército para hacerse guerrillero. Vivió un tiempo como huésped en mi casa de la colonia Condesa, esperando el momento de regresar. Mi hermano, Luis Miguel, hizo una gran semblanza de él. Años después vino su esposa a contar que lo habían matado. Como se ve, dos historias sin acabar.
Ahí están dos palabras más: el amor y la amistad. El escritor habla.
—El amor es Ángeles. Vivir con Ángeles Mastretta es la mejor cosa que me ha pasado en la vida. Y me pasa todos los días. La amistad es el amor sin erotismo. También es lo que dice el filósofo español George Santayana: “La unión de una parte de la mente de alguien con una parte de la mente de otro. La gente es amiga por segmentos”.
Dice Cicerón que “la vida de los muertos está en la memoria de los vivos”. Aguilar Camín —uno de los más cercanos amigos de Carlos Fuentes— ha cultivado en su memoria la vida del escritor mexicano. Para él, Fuentes “es la encarnación de una época que se esta yendo con él. El mayor escritor de México y uno de los mayores de la lengua española. El último de estos grandes intelectuales como al estilo de Víctor Hugo que tenían credibilidad para hablar a nombre de una sociedad, para conmoverla, para establecer puntos de referencia de la opinión pública. Ésta es parte de la época que se fue con Carlos Fuentes”. Y pronto traza una anécdota.
—A los veinte años Carlos Fuentes era un joven suelto y reventado. Descubría la Ciudad de México y sus placeres. Pasaba los días en dispendios, durmiendo de día y viviendo de noche. Su padre, diplomático serio, preocupado por su primogénito, lo reconvenía una y otra vez, instándolo a terminar la carrera de leyes, a conseguir un trabajo, a preparar su futuro. Una noche el joven Fuentes bajó arrastrándose de un taxi frente a la puerta de su casa, ante la mirada de su padre. Al día siguiente fue citado a comparecer en el tribunal de su padre, quien le dijo: “Qué lástima. Has terminado en fracaso”. Son las palabras menos proféticas que un padre haya pronunciado sobre un hijo. Ni su padre ni Fuentes lo sabían pero aquellos días sin huella, inaceptables para el padre, el hijo recogía los materiales que vertería de forma torrencial en La región más transparente.
Cuenta Aguilar Camín sobre la muerte de los grandes personajes.
—Hay una cita que me gusta pero ya no recuerdo de dónde la tomé… “Los héroes de la antigüedad pedían a los dioses una vida larga o corta pero una muerte rápida”. Carlos Fuentes tuvo una muerte rápida pero una vida plena.
Otro de sus grandes amigos fue Carlos Monsiváis. De él el historiador cuenta.
—Monsiváis fue un escritor torrencial siendo por naturaleza un aforista, y un hombre de una enorme vida secreta, siendo el más público o el más visible de los escritores mexicanos. Fue un verdadero heterodoxo, un escritor que se instaló precozmente en la corriente torrencial de la cultura mexicana en ejercicio de su triple marginalidad: social, sexual y religiosa. Hijo del oficio periodístico y de la imaginación literaria. Fue un genio barroco en la piel de un cronista del cambio.
También nos regala una anécdota.
—Yo conocí a una periodista llamada Ángeles Mastretta en una fiesta de cumpleaños de Carlos Monsiváis, en febrero de 1978. Cinco meses después, en julio, Ángeles y yo empezamos a vivir juntos. Y hasta ahora. La fiesta fue en un departamento que Monsiváis tenía en la Zona Rosa, en una privada de la calle Hamburgo. Hubo algo de fatalidad en el desenlace amoroso que tuvo el encuentro: Ángeles y yo éramos los únicos heterosexuales del festejo.
Amigo muy cercano también de José Emilio Pacheco, el historiador narra.
—Fue un editor exigente y cuidadoso de sí mismo. Al mismo tiempo un escritor torrencial de colaboraciones periodísticas y el maestro involuntario de varias generaciones de lectores que aprendieron en sus columnas de diarios y revistas lo que es imposible aprender en el aula o en otros autores.
Nuevamente, concede una anécdota más.
—Creo que hay tres prolíficos autores llamados José Emilio Pacheco. Uno es el que ha publicado en forma de cuidadosos y revisados libros. Otro es el que no ha sido puesto en libros y está esperando quien lo recoja en los periódicos, revistas y suplementos donde JEP publicó, inagotablemente, algunas de las mejores cosas que escribió: crónicas, efemérides, historias. Registros periodísticos que, en su caso, eran sólo otra forma de la concisión y la excelencia literaria. Creo que hay un tercer José Emilio, apabullante, totalmente inédito, que está por salir a la luz. Es el escritor de su diario. Le dije alguna vez que cuándo iba a empezar a publicarlo, él, que había sido editor excepcional del Diario de Federico Gamboa. Se lo dije como dando por descontado el hecho de que escribía un diario. Me dijo que no tenía nada, que no había escrito diarios. Le pregunté un día a su hija Laura Emilia: “¿De veras tu papá no llevaba diarios?”. Se rió y corrió la mano frente a mí de un lado a otro diciendo: “Paredes de diarios”.
Como escritor, frecuenta sus propios autores consentidos, autores que guían su pluma, y de vez en cuando le proporcionan un consejo. Aguilar Camín dice quiénes son “cada vez los más austeros, los Chejov. Cada vez menos los abundantes, los Rabelais”.
Hay veces que la escritura de un libro no es más que el terco deseo de corregir al mundo para que se ajuste a nuestros anhelos. El autor de La conspiración de la fortuna responde.
—Es la obsesión de la literatura: añadir historias al mundo, corregirlo, crear mundos ficticios a la medida de los deseos y las necesidades del autor. Hay soberbia en pretender que se añade algo al mundo. Individualmente esa pretensión no significa mucho, pero colectivamente es lo que define a la especie humana. La especie humana es la única capaz de añadir a la naturaleza cosas que no existen en ella: la rueda, la agricultura, El Quijote. Es imposible imaginar el mundo sin El Quijote o sin la agricultura, pero en realidad es que el mundo vivió siglos sin que esas cosas se hubieran inventado y nadie las echaba de menos.
Es la obsesión de la literatura: añadir historias al mundo, corregirlo, crear mundos ficticios a la medida de los deseos y las necesidades del autor. Hay soberbia en pretender que se añade algo al mundo. Individualmente esa pretensión no significa mucho, pero colectivamente es lo que define a la especie humana.
En una entrevista, Héctor Aguilar Camín habló sobre una de sus debilidades como escritor y era que adjetivaba de más. Incluso dijo que “los adjetivos son cosas que, como el alcohol, sólo se deben ingerir en medidas adecuadas”. Al leer esa confesión saltó a la cabeza aquella anécdota de Julio Scherer y Gabriel García Márquez, en la cual el Nobel le dice al primero que “no abuse de los adjetivos, porque alguien, a sus espaldas, los irá recogiendo y algún día se los tirará en el rostro”. Aguilar Camín está de acuerdo.
—García Márquez tiene razón en esto. Como en casi todo lo que dijo sobre la carpintería del oficio literario. Los adjetivos son la gloria y el infierno del idioma. Hay que ir a ellos con desconfianza, usar los menos posibles. Si yo tuviera un taller de escritores empezaría por hacerlos escribir sin adjetivos. Luego, les dejaría usar sólo los que ayudan a describir las cosas por sus propiedades sensoriales: forma, olor, color, sabor, sonido. Había una mesa redonda y roja, por ejemplo. Quedarían prohibidos para siempre los que califican positiva o negativamente los objetos. Por ejemplo: había una mesa elegante o había una mesa horrorosa. La mayor trampa adjetival es la que entrega un juicio en vez de una descripción, la que empieza por las conclusiones. Por ejemplo: Era una mujer bellísima. Este superlativo, lejos de mostrar la belleza, la suple y la oculta, ahorra la descripción de la mujer, de su pelo, de sus brazos, de sus ojos, de todo lo que el lector tendría que ver para llegar por sí mismo a la conclusión: “Esta mujer es bellísima”. Si yo pudiera reescribir mi obra lo haría quitando adjetivos.
La charla termina, las palabras se despiden. Al final una sola queda, paciente, esperando su turno: Dios. “Pienso muchas cosas sobre y de Dios, confiesa Aguilar Camín, pero no creo ninguna. No soy hombre de fe religiosa”. ®