¿A dónde han ido los fantasmas tradicionales, las monstruosidades, los espantos en los que se recreó —no sin cierta fascinación morbosa— la imaginación de nuestros padres? ¿Qué fue de los viejos del costal, de las nahualas y los guajalotes rojos?
Al fondo de la escena, un grupo de mujeres se lava las manos en un río inexistente, tienen la cara pintada, el pecho pintado. Todas, salvo una, llevan el cabello recogido en una complicada suerte de trenza reposando sobre el cráneo. Una música de fondo inunda la Plaza Fundadores del centro de la ciudad de León. Un escueto pero eficiente juego de luces crea sobre el templete la pantomima de una noche al borde del río. La luna no aparece aún; se atisba, eso sí, bajo un aire inesperadamente frío. Las mujeres rompen el encanto de la semiinmovilidad con las primeras notas de lo que se adivina un huapango. Desde el proscenio, en ese plano intermedio e indeterminado que es su hábitat natural, la mujer bella, la del cabello suelto y desordenado, se limpia el rostro con el antebrazo, se acerca hacia los rostros expectantes del público y, desde lo más profundo de su ser, lanza un grito sordo, ligero, ineludible…
Ni falta que hace decir más, ¿o sí? No, no hace falta. No hace falta y más allá de la eficacia de la escena, antes que la alusión inscrita de manera casi genética en el lector nacional, por encima de nuestro código consuetudinario del horror, hay una certeza ácida flotando (ella sí, espectral, difusa y hasta por momentos terrorífica) en la consciencia tácita de cada uno de los espectadores: la escena no les dice nada. No funciona. Simple y llanamente ya no funciona.
¿A dónde han ido los fantasmas tradicionales, las monstruosidades, los espantos en los que se recreó —no sin cierta fascinación morbosa— la imaginación de nuestros padres? ¿Qué fue de los viejos del costal, de las nahualas y los guajalotes rojos? Más allá de pensar, obviedad de obviedades, en la progresiva y ambivalente incursión de fantasmagorías provenientes de otras latitudes en el imaginario nacional, la mexicanidad reconstituida, la noción de lo mexicano que día a día tratamos de armar como sociedad, debiera ocuparse en la reflexión sobre los nuevos símbolos del miedo que alimentan nuestra lengua cotidiana. Nuestro posfolklor.
Engendros modernísimos por excelencia (desmodernos, se atrevería a enunciar ese monstruo de nuestra inteligencia que es Bartra), las nuevas criaturas de la noche mexicana asumen y entrelazan elementos de diversas cunas. Si, como propone Luigi Amara en su amplia disertación sobre la obra de Stevenson (y, particularmente, sobre la simbología inmersa en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde), la invención de nuevos mitos, y aún más, la de nuevos espantos, no corresponde únicamente a una reflexión nueva sobre el viejo y gastadísimo tema de la lucha entre bien y mal, sino que además, y de manera mucho más reveladora, representa una dialéctica entre tiempos antagónicos sobrepuestos en un mismo momento histórico,1 entonces la transformación de los terrores que apresan al mexicano corresponde, precisamente, a la encarnación del conflicto entre las representaciones de tiempos históricos distintos, así como, casi sobra señalarlo, a la disputa entre los proyectos de nación que estos tiempos representan.
Más allá de pensar, obviedad de obviedades, en la progresiva y ambivalente incursión de fantasmagorías provenientes de otras latitudes en el imaginario nacional, la mexicanidad reconstituida, la noción de lo mexicano que día a día tratamos de armar como sociedad, debiera ocuparse en la reflexión sobre los nuevos símbolos del miedo que alimentan nuestra lengua cotidiana. Nuestro posfolklor.
Atrapado por su imaginería, el mexicano abandona los ríos y canales poblados de Catrinas Lloronas, avanzando a pasos agigantados hacia las noches dominadas por momias y vampiros, primero; por Pejezombies y Prinosaurios, después. Este traslado, que en el presente texto se ve estructurado en tres pasos principales, representa, como sugeriría Carlos Fuentes,2 un espejo fiel del proceso de madurez por el que (hacia lugar alguno) avanza la identidad nacional.
Cabe aquí destacar que, al realizar una somera y preliminar reflexión en torno a la genealogía del espanto en la mexicanidad, me remito única y exclusivamente a ese periodo de la vida nacional que sobreviene de la gesta revolucionaria de principios del siglo XX hasta nuestros días; entendiendo en todo caso que la construcción de lo mexicano parte en buena medida de este momento histórico. Con especial ahínco en lo relacionado con el tema del terror nacional, la mayor parte de lo que consideramos como componente de nuestra tradición proviene de esta etapa formativa.
Paso 1. Calaveras y Diablitos, la obra de Posada
A principios del siglo XX el inventario de monstruos en los que se recreaba la imaginación nacional correspondía, de manera fidedigna, a la herencia de las culturas prehispánicas, por un lado, y de la superchería ibérica difuminada a lo largo del territorio nacional por medio de la acción de la iglesia católica. Calaveras y Diablitos, para usar una afortunada imagen que hermana y unifica el imaginario de Latinoamérica en su conjunto, inundaban el corazón, los temores y, en buena medida, las esperanzas de los mexicanos de la época. Calaveras de un tzompantli enorme extendido como tapete de huesos sobre el suelo mexicano aún caliente de la sangre insurgente y a punto de ebullición por la sangre revolucionaria; Diablitos de fiesta de pueblo, de amenaza perpetua. Calaveras como picarescas literarias que en algo le roban una sonrisa al espanto; Diablitos como patronos paganos de la alegría y el miedo de ser y estar en este mundo.
Icónicas hasta el hartazgo, las calaverasde José Guadalupe Posada aprehenden en buena medida la significación que la época otorga a los monstruos nativos. En ellas vemos el carácter trágico e ineludible de la muerte, la monstruosidad del destino inamovible, la tragedia del yugo que nos somete en vida y nos persigue, indoblegable, después de muertos. El panadero muerto es panadero aun en la muerte, sin punto de conciliación; los destinos finitos del mortal se desdoblan al infinito de lo inmortal e incluso ahí nos acechan. El problema de un borracho, pensaría el imaginario colectivo de la época, no es que muera de borracho sino que vive la muerte, después de la muerte, borracho. Lo mismo se repite, casi sobra decirlo, con cada uno de los arquetipos de la sociedad de la época.
De entre los diversos habitantes de la imaginación posadiana, una calavera aprehende y escenifica con virtuoso histrionismo los dramas de la mexicanidad del momento. La Garbancera, como se le denominó en su momento, o La Catrina, como pasaría a la historia tras su breve pero sustanciosa aparición en la obra posrevolucionaria de Diego Rivera; la dama del vestido europeo, la estola de serpientes y la mano fría. Más allá de la elegancia altiva desde la que nos mira, lo representativo en este personaje es su capacidad de síntesis. De origen indígena, se esfuerza por adquirir una apariencia que no le resulta propia; se adorna con vestimentas europeas bajo las cuales, sin embargo, la fisonomía amerindia resalta incluso en la fría calavera. Como todos los personajes de Posada, La Garbancera representa un destino manifiesto, a la vez que una burla (en el sentido de mofa) de ese mismo destino; las calaveras asumen en muerte la misma esencia que les acompañó en vida y la disfrutan, convencidas de que una vez pasado el umbral no hay nada que la voluntad personal pueda modificar, ni nada por lo que valga la pena realizar esfuerzo o sacrificio alguno. Como ningún otro personaje, La Catrina representa la voluntad tragicómica de romper relaciones con ese destino; la odisea emprendida con la intención de burlar (en el sentido de esquivar, de eludir o, más aún, de birlar) el origen propio y, con esto, el destino y el camino que se supondrían naturales. En este sentido, La Catrina es también La Llorona y El Diablito. Llorona porque su drama es el de la mujer que se atreve a soñar con el paraíso de una vida nueva y termina sacrificando todas sus esperanzas; Diablito porque su forma de acceder a esa oportunidad es, no puede sino ser, la seducción de la otredad por medios falsos y artificiales, a través de virtudes impostadas que no le son propias.
El México de principios del siglo XX se encontraba, tal y como las calaveras de Posada, inmóvil entre dos terrores contrapuestos: la imposibilidad de modificar su destino y la terrible responsabilidad de intentar (a empujones, ridícula, risiblemente) modificarlo.
De tal manera, las calaveras de la obra posadiana abarcan en buena medida los terrores históricos de la sociedad mexicana de la época. Por un lado, el cuerpo social como conjunto, la masa convencida ciegamente de que los destinos individuales y colectivos son constructos acabados de los que es imposible escapar; el terror a lo inminente, a lo ineludible. Por otro lado, la voluntad de escapar de esa predeterminación nativa; el terror de abandonar el propio origen, la cuna primera, como único camino posible para la construcción de un futuro aceptable. El México de principios del siglo XX se encontraba, tal y como las calaveras de Posada, inmóvil entre dos terrores contrapuestos: la imposibilidad de modificar su destino y la terrible responsabilidad de intentar (a empujones, ridícula, risiblemente) modificarlo. Estos dos terrores adquieren imagen y sentido en las representaciones de Posada y poco, muy poco después de la muerte del autor, el proceso revolucionario se encargaría de rencontrarlos y reordenarlos en nuevas configuraciones.
Paso 2. El Santo contra las Momias de Guanajuato
Desde el lejano año de 1942, y durante aproximadamente cuatro décadas, el hidalguense Rodolfo Guzmán Huerta, mejor conocido como El Santo, colmó las fantasías de eso que, no sin artificio, se ha dado por conocer como “la familia mexicana”. Ejemplo a seguir para los niños, camarada entrañable y apoyo incondicional de los padres, a la vez que símbolo sexual para las madres, El Santo representa en sí mismo la incursión de la ficción mexicana (y con ella la de sus monstruos) en la atiborrada y supermoderna faceta del siglo XX.
Especialmente, la estela fílmica de este personaje (compuesta por cerca de medio centenar de producciones) muestra un amplio abanico de amenazas contra las que debe pelear el mexicano moderno. Desde las herencias de su pasado colonial o, incluso, precolombino (Santo contra el poder satánico, Atacan las brujas, Santo contra los jinetes del terror, La venganza de la Llorona, El tesoro de Moctezuma o la icónica Santo contra las momias de Guanajuato), hasta la incursión de los nuevos terrores provenientes de una cada vez más fuerte presencia del mundo moderno anglosajón en el yo mexicano (Santo contra las mujeres vampiro, Santo contra la hija de Frankenstein, Santo y Blue Demon contra Drácula y el Hombre Lobo), pasando, sintomáticamente, por el terror infundido por las nuevas realidades que se enfrentan en las décadas de los sesenta y setenta (Santo contra la invasión de los marcianos, Santo contra los asesinos de otros mundos, Santo contra la mafia del vicio y, el sello de oro de esta serie, Santo contra el asesino de la televisión).
A lo largo de su dilatada carrera tanto en el enlonado como en la pantalla, El Santo enfrenta un entramado de amenazas cada vez más complejo y nutrido. Recordando la premisa inicial de Amara, la invención (o, en este caso, adopción) de nuevos terrores representa una abstracción de potencialidades emergentes enfrentadas por una sociedad en un momento determinado; lo que presenciamos en la épica del enmascarado de plata no es sino el reflejo de una sociedad progresivamente aquejada por un mayor número de amenazas internas y externas. Por medio de El Santo el mexicano reta lo mismo a la emergencia de las culturas juveniles subalternas, a la amenaza de las nuevas tecnologías, al terror de las invasiones extranjeras o a la agonía de una identidad nacional en proceso continuo de envejecimiento.
Si las calaveras de Posada escenificaban la disyuntiva entre la eternización de un sistema de desigualdad social consagrado por siglos de explotación lineal, y el necio, voluntarioso, pero no pocas veces ridículo ímpetu por modificar el destino individual y colectivo, la gesta heroica emprendida por el primer superhéroe mexicano (contra todo y contra todos) simboliza, a su vez, la voluntad guerrera de nuestra nación, debatiéndose, revolcándose, escapando de una amenaza para enfrentar a la siguiente. Es el mexicano acorralado en el tumulto de la modernidad que, finalmente, ha terminado por hacerse presente y erigirse como el gran depredador, el monstruo definitivo del siglo XX.3
Entre el imaginario de Posada y el de El Santo media la industrialización del país; media el “liberalismo conservador” posrevolucionario (la voluntad de que todo cambie para que todo siga igual); la convicción fáctica de que toda huida es en realidad un camino hacia el origen; la síntesis macabra de que la voluntad de cambio de La Catrina no sólo le es insuficiente para diferenciarse del resto de las calaveras, sino que, en el colmo de los males, es esa misma voluntad de diferenciación la que termina por convertirla en el ícono de la actitud que aborrece. Entre uno y otro media, sobre todo, la orfandad; orfandad rota y absoluta; orfandad como expresión última y más elaborada del desamparo; la orfandad como certidumbre de que el mexicano se encuentra solo, desarraigado del pasado agrícola y desprotegido en el presente urbano, exiliado, de antemano, de un futuro poblado por marcianos, zombis y científicos malditos. Por eso, ante la inminente multiplicación de las pesadillas, el mexicano se convierte en héroe, mejor aún, en superhéroe. Se calza las botas, la malla brillante, la capa de circo y remata su imagen con la máscara; la máscara como elemento dominante de la representación del yo; la máscara como orfandad, como escudo que afirma su identidad sólo en la medida en que la niega, sólo mientras le permite pronunciar su nombre sin la determinante fatalidad de su destino ni la torpe voluntad de su empeño.
Paso 3. De monstruos a héroes; de héroes a antihéroes; hacia nuevos paradigmas
Si el inventario del terror por medio del cual se recrea el mexicano actual se nutre, por un lado, de la disputa entre la eternización de un régimen estático y las aspiraciones de movilidad social, y, por el otro, de la épica del yo desamparado y autoninguneado (héroe que se nombra a sí mismo sólo en la medida en que nombrarse a sí mismo es también negarse), ¿cómo se configura en la actualidad esta nueva manera de entender el terror, de codificar nuestros monstruos y demonios comunes?
El mexicano de los albores del siglo XXI, tal como sus connacionales de hace dos o tres décadas, se ha visto atravesado por procesos históricos que han rebasado la parsimonia con que enfrentaba épocas anteriores. Ante la incertidumbre de cambiar o no cambiar el destino de su osamenta, el mexicano vio a la modernidad atravesarse sin previo aviso y arrasar tanto con los modelos de los que trataba de escapar como con aquellos en los que buscaba refugio. De un plumazo perdió vigencia el sistema poscolonial del siglo XIX pero, terriblemente, con él desapareció también el modelo anhelado de principios del siglo XX, entregando a los sobrevivientes a una batalla campal en contra de demonios propios y ajenos. A su vez, el modelo de ficción enfrentada por El Santo, la modernidad como monstruo totémico, perdió valía; devorada por su propia hambre, terminó por extraviarse en su vorágine y, de tanto reinventarse para repetirse, terminó por perder fisonomía.
Ante la incertidumbre de cambiar o no cambiar el destino de su osamenta, el mexicano vio a la modernidad atravesarse sin previo aviso y arrasar tanto con los modelos de los que trataba de escapar como con aquellos en los que buscaba refugio.
Si la imagen de La Catrina resumió con violenta maestría todos los espectros de la mexicanidad, la metáfora de El Santo introdujo en escena la voluntad empedernida, la voluntad invencible en tanto que se encuentra vencida de antemano. Con una aprendimos a reírnos de la desgracia propia y ajena, a perpetuar nuestros esquemas, a enamorarnos de nuestros errores; con el otro volteamos la mirada y aprendimos la agridulce admiración por nuestra imagen en disputa perpetua, combatiendo una marejada de espantos futuros en medio de su desolación por el presente y el pasado. Ahora el héroe está desolado. Tras años de lucha intensa e ininterrumpida, los múltiples monstruos que poblaron la imaginación de mediados de siglo han terminado por convertirse más bien en parte del paisaje; los hemos naturalizado, arrancándoles con ello cualquier potencia amenazante.
Huérfano de monstruos, el héroe perdería sentido y debiera resignarse, él mismo, a desaparecer. Pero ello sería una derrota definitiva y el mexicano es un ser acostumbrado a las derrotas parciales y continuas. Por ello, ante la falta de enemigos, ante la carencia de nuevos marcianos o la inocuidad de los científicos malditos (ante todo, frente a la mucho más preocupante carencia de mujeres vampiro), el héroe deviene en antihéroe; el caballero recuerda al pelado que le dio origen y sentido. El Santo, en resumidas cuentas, se convierte en El Santos.4 Este personaje de la (ya ni tan) nueva historieta mexicana representa un paso definitivo en la hibridación como proceso característico de la construcción de lo mexicano monstruoso. Por medio suyo, el imaginario se reinventa e incorpora nuevos elementos; la comedia abierta (nueva característica en el terror nacional) permite una alegre mezcla en la que los malos persiguen a los buenos, el futuro le aplica la tapatía al pasado y la armonía se construye (todos contra todos) a fuerza de chingadazos y raciones de alucinógenos. Abiertamente impugnador político, descaradamente crítico social, El Santos enfrenta las nuevas amenazas que abaten al mexicano; desde su lucha contra el Peyote Asesino hasta su encarnizada y perenne disputa contra las fábulas tradicionales (los tres cerditos, Caperucita Roja y la Rata Maruca). El Santos enfrenta además el terror primigenio y permanente del mexicano actual: el horror que produce el nuevo papel, protagónico y desinhibido de la mujer, representada por su complemento y némesis eterno, la Tetona Mendoza.
A manera de corolario, y como ventana de acceso que retoma la premisa original para la puesta en marcha de futuras reflexiones, propongo al Sanx como punto de partida en la vigente construcción de los nuevos monstruos que atormentan nuestras noches, nuestros días y nuestros bolsillos. Si, como menciona Luigi Amara, un nuevo monstruo es la representación del debate entre dos tiempos antagónicos, la mexicanidad actual combate desde el presente una guerra con dos frentes; la construcción del yo (héroe o antihéroe) se ve amenazada por la incertidumbre de un futuro caótico y novísimo, un futuro compuesto de postulados incomprensibles y no pocas veces desatinados; una amenaza que deambula hacia la izquierda y que bien pudiera resumirse en la imagen del Pejezombie, bestia-humano cuya individualidad adquiere sentido sólo en la masa, cuyas acciones y multiplicación amenazan la estabilidad (precaria, en todo caso) del presente. Por otro lado, el mexicano duerme su terror bajo la sombra amenazante del Prinosaurio, bestia antediluviana acostumbrada a ejercer su poderío sin miramientos, a destrozar ciudades con la galanura de su inconsistencia. El uno representa el terror por el futuro; el otro, el pánico ante la reedición de un pasado que tiene de todo menos de ideal. La consagración del futuro o la reinvención del pasado, y el mexicano en medio, con la máscara o sin ella, defendiendo (como dios le da a entender) su presente.
Si el primer terror, la primera acepción de la monstruosidad en nuestro país puede bien resumirse en la imagen de un niño aterrorizado hasta los huesos por la voz del viento silbando su nombre entre los árboles; si el terror de mediados de siglo XX es una parvada de monstruosas alucinaciones inconexas, atormentando insistentemente la figura bofa de un huérfano con máscara; la imagen primigenia del terror actual, la estampa que define los horrores más profundos del mexicano moderno, no puede sino ser la visión de un niño flaco pero panzón, sucio, montado en los no más afortunados hombros de algún hermano, haciendo la pantomima de la alegría, simulando el baile bajo un semáforo en rojo. Con la cara oculta, por supuesto, bajo la máscara de algún presidente o expresidente de eso que algunos llaman nación.
Y usted, querido lector, ¿qué espanto piensa llevarse a la cama esta noche? ®