Del año 2024 viajamos al siglo XVII y, de una sola zancada, nos plantamos en 1991. En la trama intervienen extrañas criaturas marinas que habitan en las profundidades del mar Caribe, deidades de la religión yoruba, bucaneros, predicadores, personajes atormentados y sexo narrado sin prejuicios.
Supongamos que Rita Indiana y Michael Jordan se quieren hacer una selfie juntos. Si se colocan uno al lado del otro, no será necesario que Michael Jordan se agache ni que Rita Indiana se suba a un taburete. La diferencia de estatura entre la escritora dominicana y el exjugador de la NBA es mínima: apenas siete centímetros. En una ocasión le preguntaron: ¿Quién es Rita Indiana? Ella contestó —estirando la última palabra como una cinta elástica—: “Rita Indiana es una mujer altísima”.
Cuando tenía dieciséis años, su madre la inscribió en una academia de modelaje. Rita Indiana —Santo Domingo (1977), pelo corto, ojos vivarachos, manos gráciles— fue modelo durante un tiempo, pero sus intereses apuntaban hacia otra dirección. En los años noventa era una jovencita que soñaba con ser escritora. Rodaba por las calles de Santo Domingo a bordo de un skateboard, llevaba piercings en las cejas, escuchaba música heavy metal y escribía cuentos que luego publicaba en una revista literaria. Alcanzó la popularidad en el medio artístico dominicano como compositora y cantante de Rita Indiana & sus Misterios. Hace seis años que reside en la isla de Puerto Rico, de ahí su acento con marcado dejo boricua. Rita Indiana escribe de lo que vive, de lo que ve. Sus historias hablan del mar, de la pobreza, de la belleza camuflada en lo feo y lo sucio, de la mafia, de hijos ilegítimos, del egoísmo y la compasión, de abusos de poder, del amor y también del odio. En 1996 escribió su primera novela, La estrategia de chochueca. Su segunda novela, Papi, es una historia autobiográfica que la autora compara con un rap interminable. Tras la publicación de Nombres y animales (Editorial Periférica, 2013), Rita Indiana llega a la Feria Internacional del Libro de Bogotá con una nueva propuesta: La mucama de Omicunlé (Editorial Periférica, 2015).
Rodaba por las calles de Santo Domingo a bordo de un skateboard, llevaba piercings en las cejas, escuchaba música heavy metal y escribía cuentos que luego publicaba en una revista literaria. Alcanzó la popularidad en el medio artístico dominicano como compositora y cantante de Rita Indiana & sus Misterios.
La mucama de Omicunlé es una ventana abierta a diferentes épocas: del año 2024 viajamos al siglo XVII y, de una sola zancada, nos plantamos en 1991. En la trama intervienen extrañas criaturas marinas que habitan en las profundidades del mar Caribe, grabados de Goya, deidades de la religión yoruba, bucaneros, artistas plásticos, predicadores, personajes atormentados y, como en todas las novelas de la autora, sexo narrado sin prejuicios y mucha música. La historia empieza en el apartamento de Esther Escudero, conocida como Omicunlé, santera que asesora al presidente dominicano y que sirve fielmente a la diosa Yemayá. Acilde Figueroa es su mucama, una joven de aspecto andrógino que fue apartada de la prostitución por Eric Vitier, amigo íntimo de Esther y personaje determinante en el curso que seguirá su insospechado destino.
—¿Cómo y cuándo empezó a visualizar la trama de esta novela?
—Cuando vivía en Ithaca, Nueva York, se despertó en mí un interés todavía vigente por estos temas, la santería afrocubana y la cultura bucanera en el Caribe. Leí casi todos los textos fundamentales sobre ambos temas con la sensación todavía vaga de que utilizaría esa información en una novela. Ambas son culturas marginales que se originaron en las orillas de la colonización.
—Oiá y Oshún son los nombres de dos deidades de la religión yoruba: la diosa de los ríos y la diosa de las tempestades. Usted lleva sus nombres tatuados en un brazo. ¿De dónde proviene su fascinación por las tradiciones religiosas afroantillanas?
—En Santo Domingo se practica una religión sincrética llamada vudú dominicano, muy similar al haitiano, con el que comparte casi todas sus deidades, los llamados Misterios o Luases. La forma en que se sirve a estos seres (igual que en la santería) es muy vistosa y compleja. Creo que lo primero que me atrajo fue eso, el envoltorio y luego, al profundizar, la filosofía y la forma en que estas creencias han sobrevivido de forma oral durante siglos.
—¿En su manera de contar historias hay influencias de la tradición oral dominicana?
—Por supuesto. La familia de mi padre viene de Moca y tiene un talento especial para contar historias fascinantes. Sobre todo mi abuela y mi tía Chong. Mi abuela era comadrona y era también una colección viviente de historias fantásticas.
De los dieciséis caracoles que lanzó sobre la estera cuatro cayeron con la abertura hacia arriba. “Iroso”, dijo Esther, que era el nombre del signo que surgía del oráculo, luego levantó la vista, el refrán del signo: nadie sabe lo que hay en el fondo del mar.
—¿Hasta qué punto tuvo que sumergirse en el mundo yoruba para incorporar la lengua lucumí y los ritos religiosos que incluyó en esta novela?
—Los ritos de la novela son ficción. Hay elementos que tomo no sólo de la santería, sino de otras tradiciones, para construir las ceremonias literarias.
—Toda su obra literaria se desarrolla en el Caribe, concretamente en República Dominicana. Una de las principales características del Caribe es su diversidad étnica y sociocultural, pero también hay rasgos comunes entre los países que lo integran. Algunos críticos literarios y profesionales de diferentes áreas han desarrollado estudios para demostrar, o desmentir, que el Caribe tiene una identidad propia. ¿Existe una literatura caribeña?
—Las etiquetas existen porque son útiles para la academia, el bibliotecario o la publicidad. Definitivamente existe una literatura caribeña, pero no es un paquete homogéneo.
Donde los demás veían paisaje, Linda Goldman veía desolación. Donde otros escuchaban el relajante silencio subacuático, ella escuchaba los alaridos de un recurso degradado. Donde los demás veían un regalo de Dios para el disfrute del hombre, ella veía un ecosistema víctima de un ataque sistemático y criminal.
—Las preocupaciones medioambientales de Linda Goldman tienen un tono apocalíptico. A través de este personaje vislumbramos el Caribe devastado, totalmente desnudo de sus riquezas naturales. ¿Considera que es una amenaza real, que traspasa los límites de la ficción?
—En los últimos cincuenta años, gracias al calentamiento global, la pesca indiscriminada y la contaminación, ha desaparecido 50% del coral y 90% de los peces grandes. Esto es serio. El mar produce la mitad del aire que respiramos y vamos a la playa y no sabemos ni cómo se llaman esas cosas que forman un arrecife. En países pobres, como el mío, esta crisis no tiene muro de contención, no contamos con los recursos para hacerle frente a la crisis económica y de salud que se nos va a venir. Seguimos pensando que el océano es un saco sin fondo y vamos por muy mal camino.
—Los viajes de ida y vuelta en el tiempo suceden de forma trepidante en esta novela. ¿Fue difícil construir una trama de estas características?
—Fue muy divertido trabajar con un personaje que tiene el poder de estar en dos épocas distintas al mismo tiempo. Es un poco lo que hace el escritor mientras va dándole forma a su obra mentalmente.
Giorgio captó su interés con unas fotos de Ana Mendieta. En una, la artista aparecía desnuda y cubierta de plumas; en la otra, la silueta de su cuerpo en la tierra cogía fuego. Algo conectaba estos gestos extraños con los héroes animados que habían encendido su obsesión infantil; el cuerpo, como en el field de pelota, era el protagonista y se presentaba ante la vista de todos con una furia elemental y mágica, como una bola de fuego.
—Alusiones al arte conceptual, menciones de figuras como Velázquez, Lucian Freud, Matthew Barney, Goya, Ana Mendieta, ¿son un reflejo de su afición por el arte?
En mi adolescencia conocí a Omar Payano, un amigo que me hizo saber que Oscar Wilde, Rimbaud, Walt Whitman, Lorca y William Burroughs eran gays. Estoy muy bien acompañada.
—Yo estudié Historia del Arte, carrera que abandoné, y mis mejores amigos son casi todos artistas plásticos. Esto se refleja en un afán estético a veces excesivo en mi trabajo literario.
—Acilde es un personaje que nos muestra el sufrimiento que puede padecer una persona que es rechazada por su orientación sexual. En una de las columnas que escribe para el diario español El País contó que, cuando eran adolescentes, usted y sus amigos jugaban a identificar cuáles personajes de las series de Disney eran gays, como ustedes. Escribió, refiriéndose a la homosexualidad, que la invisibilidad mediática es una señal de tránsito hacia el armario. ¿La literatura puede contribuir a la desaparición de esta invisibilidad?
—Todas las artes pueden hacerlo. Uno va creando su identidad a partir de referentes. En mi adolescencia conocí a Omar Payano, un amigo que me hizo saber que Oscar Wilde, Rimbaud, Walt Whitman, Lorca y William Burroughs eran gays. Estoy muy bien acompañada.
—Las referencias musicales en sus novelas son constantes y muy variadas. ¿Qué lugar ocupa la música en su proceso creativo?
—La música es una forma de conectar de un modo directo con otras sensibilidades, otras dimensiones. En la actualidad es muy difícil escapar a la música —por cierto, no la mejor— con que nos bombardean en tiendas, cafés y desde los carros, en la publicidad y la que consumimos a todas horas gracias a plataformas como Pandora y Youtube. No sé cómo contar la contemporaneidad sin ese elemento persistente.
—Usted defiende la música popular y ha puntualizado que las masas son menospreciadas.
—Beethoven, Bartok, Stravinsky, utilizan motivos sacados de la canción popular, en los cantos de taberna, en las nanas y los ritmos folclóricos. Yo no defiendo toda la música popular, hay mucha mierda, y la hay porque se cree que el público sólo puede consumir lo repetitivo, lo conocido, lo vulgar.
—Han pasado cuatro años desde que anunció su retirada de los escenarios. Eligió ser escritora en el Caribe, donde la música está mucho más integrada en la vida de la gente que la literatura. ¿Qué le aporta la escritura?
—Me ofrece un refugio y una soledad imposible en la tarima, me gusta trabajar sola, detesto la colaboración.
—Subir a una tarima, volver a cantar, ¿se lo ha planteado?
—No.
—En 2011 su nombre figuró en la lista de las cien personalidades latinoamericanas más influyentes, según El País. Si tuviera que elaborar su propia lista, ¿qué figuras latinoamericanas no dejaría de referir?
—Las figuras influyentes en Latinoamérica son casi todas políticos corruptos y narcotraficantes.
La habitación de Acilde en casa de Esther es uno de esos cuartuchos obligatorios de los apartamentos del Santo Domingo del siglo XX, cuando todo el mundo tenía una sirvienta que dormía en casa y, por un sueldo por debajo del mínimo, limpiaba, cocinaba, lavaba, cuidaba niños y atendía los requerimientos sexuales clandestinos de los hombres de la familia.
—Sus narraciones retratan las condiciones de vida de las personas más desfavorecidas por el sistema de su país: empleadas domésticas, inmigrantes haitianos, niños que viven en la calle. ¿Hay una intención en este gesto?
—Es mi vida, son gente que conozco, que he visto sufrir y que quiero. La intención artística en mi caso va de la mano de la compasión, sin ella no hay empatía y sin empatía la literatura es imposible.
Tener un apellido haitiano en República Dominicana se ha convertido en una maldición. Hace dos años, una sentencia de la Suprema Corte de Justicia buscaba desnacionalizar a todos los hijos de haitianos nacidos desde 1929…
—En varias ocasiones ha condenado el trato que reciben algunos inmigrantes haitianos en República Dominicana. ¿Qué significa ser haitiano en su país?
—Tener un apellido haitiano en República Dominicana se ha convertido en una maldición. Hace dos años, una sentencia de la Suprema Corte de Justicia buscaba desnacionalizar a todos los hijos de haitianos nacidos desde 1929, ¿te imaginas? El truco legal es que los padres de esta gente habían venido como trabajadores, es decir, que estaban “en tránsito”. Lo que pasa es que este supuesto tránsito es, en la mayoría de los casos, cincuenta o sesenta años trabajando en un ingenio en condiciones de semiesclavitud.
—¿Qué tan difícil resulta desnudarse a través de la escritura?
—La vida es difícil, la literatura no. Para mí, escribir es un placer permanente. ®
Una versión breve de esta entrevista se publicó en El Espectador.