De la ociosidad

Acariciar el universo con el intelecto

Entendámonos bien: yo no condeno el trabajo en sí mismo. Sugerir que vivamos de abstracciones y aire y amor sería absurdo; es indiscutible que el ser humano debe trabajar o morir. Lo que discuto es aquel artículo de fe de la moralidad moderna que dice que todo trabajo, sólo por ser trabajo, es bueno.

Glorificarse del reposo es la vanidad del indolente.
—Séneca

Peter Seminck, "Dolce far niente", 1958.

Peter Seminck, «Dolce far niente», 1958.

No hay hombre más desacertado que yo para estimar la ociosidad, pues al ser un ocioso irredimible que espera seguirlo siendo por el resto de sus días, soy juez y parte en el asunto. Quienes me conocen saben que mi placer supremo en la vida consiste en instalarme, a solas o quizás acompañado, en la esquina de un discreto café con vista a la calle y quedarme toda la tarde ahí, hojeando revistas o libros, fumando pausadamente y pensando y bebiendo, primero un café o dos, después cerveza o vino… Todos los demás gozos de mi vida son graduaciones o variaciones de éste.

Además de ocioso soy congruente; por lo tanto, es inevitable que las líneas siguientes hayan sido escritas con la intención de defender la ociosidad y con la esperanza de enaltecer este verdadero y noble modo de vida. También, pretendo entablar una conversación con aquellos de mis contemporáneos que se jactan de llevar varios meses sin haber dormido más de seis horas en una noche, puesto que están muy ocupados en sus miles de proyectos y relaciones y viajes por el mundo y negocios varios. A ellos —esclavos del reloj que tienen que consultar su agenda para saber si cualquier destello de espontaneidad puede ser acomodado— quiero mostrarles que el ocio es elegante, revolucionario y tal vez superior, pero, sobre todo, necesario. Como dijo el maestro Juan de Mairena: “Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad. Por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino”. He ahí el problema de los esclavos del reloj. Al estar inmersos en el trabajo —la maldición de Dios contra Adán y Eva— pierden la perspectiva que únicamente el distanciamiento desapegado puede darles, y confunden lo trivial con lo esencial, lo meramente útil con lo verdadero.

A los ojos de la sociedad respetable e industriosa, alguien como yo, que —en frase de Christopher Morley— emplea la mayor parte de su tiempo “acariciando el universo con el intelecto”, merece únicamente desprecio.

Pero antes de adentrarnos en la cuestión, me parece conveniente aclarar de qué estamos hablando aquí, y creo que el mejor punto de partida para ello es Robert Louis Stevenson, quien en 1876 escribió lo siguiente: “La ociosidad no significa no hacer nada, sino, más bien, hacer muchísimas cosas que no están reconocidas por los dogmas de las clases dominantes”. Hoy, casi siglo y medio después, la ética del trabajo sigue siendo soberana absoluta (a pesar de que los bienes materiales necesarios para llevar una vida digna han dejado de ser escasos hace mucho tiempo), y cualquier actividad que no reporte beneficios monetarios es vista con diversos grados de condescendencia. A los ojos de la sociedad respetable e industriosa, alguien como yo, que —en frase de Christopher Morley— emplea la mayor parte de su tiempo “acariciando el universo con el intelecto”, merece únicamente desprecio. Yo trabajo sin producir dinero y estudio sin conseguir diplomas, doy largos paseos por bulevares empapados de luz de primavera y flores de jacaranda, contemplo por horas la seriedad del gato que juega en el jardín, medito proverbios, imagino utopías. Son todos estos ejemplos de actividades ociosas, de las cuales obtengo enormes beneficios que nada tienen que ver con las ruedas de molino tras las que el grueso de mis contemporáneos corre sin cesar. El ocio del que hablo es aristocrático, solitario y gratuito. Mira con cierto desdén al entretenimiento, a las vacaciones en la playa, las galerías de arte, los festivales de música, la matinée dominical, la infame dinner party. Es por completo distinto a ese estado vegetativo y estéril al que se entrega un conocido mío —el mismo que hace poco me sugirió que “me pusiera a perseguir la chuleta” de una buena vez y me consiguiera una “chamba en condiciones”— en los ratos cuando los negocios no reclaman todo su ser.

En este punto, sin duda, la sociedad respetable e industriosa exclama en mi contra: “¡Está muy bien eso de los gatos y las jacarandas, pero se te olvida la sabiduría de los antepasados! ¿Acaso no recuerdas la fábula de Esopo, esa de la hormiga y la cigarra, la que advierte sobre las graves consecuencias de la indolencia?” Agradezco entonces el reclamo y aprovecho el ejemplo para mostrar que la enseñanza de aquella célebre obra ha sido distorsionada maliciosamente a lo largo de los siglos, y que su villano ha sido convertido en héroe y modelo. No hace falta ser muy perspicaz para saber que sólo una hormiga (o un champiñón, como diría el Principito) repudiaría tan maravillosa ocupación como “acariciar el universo con el intelecto”. De todos modos, reflexionar sobre la historia de esta tergiversación seguramente nos resultará provechoso.

Al menos para mí, es claro que un hombre como Esopo habría sido incapaz de sugerir que la aterradora crueldad de la hormiga con la cigarra —cuando en invierno, a fin de vengarse de su feliz y artística vida, le niega refugio y comida, condenándola a una muerte segura— debiera ser entendida como ejemplo de virtud. Más bien, el mensaje de la fábula es que nunca se debe confiar en aquellas personas que sólo piensan en trabajar, y que el ocio es una necesidad espiritual, pues permite la existencia de una vida interior rica y proporciona el tiempo y el espacio imprescindibles para cultivar las facultades humanas más elevadas, como, por ejemplo, la compasión. Cegada por las preocupaciones de este mundo, la hormiga es incapaz de ver el panorama más amplio y darse cuenta de que la vida del prójimo tiene precedencia sobre cualquier mezquina noción de lo bueno y lo malo. Nada le hubiera costado mostrar un poco de caridad e invitar a la cigarra a calentarse cerca del fuego y compartir unos granos de trigo. Entonces, ¿cómo se volvió posible pregonar la antimoraleja que todos conocemos y que, por cierto, no deberíamos permitir que ningún niño escuche de nuevo?

Acariciar el universo con el intelecto. Foto © Sergiu, /www.fotoplazza.com

Acariciar el universo con el intelecto. Foto © Sergiu, www.fotoplazza.com

Ésta es una cuestión difícil. Para resolverla sería necesario analizar una red complicadísima de factores históricos, empresa que excedería por mucho mis capacidades. Pero afortunadamente, tengo a mi lado La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber, y gracias a mi ociosidad he tenido tiempo de leer esta obra de lucidez escalofriante que explica cómo la Reforma puritana erigió sin proponérselo la Iglesia del trabajo, bajo cuya sombra aún vivimos. Todo pasó más o menos de la siguiente manera.

En contra de la Iglesia medieval, Lutero proclamó que la salvación no se consigue mediante las buenas obras y que el creyente debe concentrarse exclusivamente en tener fe en la gracia divina. A diferencia de hoy, en la época de la Reforma la salvación del alma era la preocupación fundamental de la vida; podemos entender, entonces, la angustia que la eliminación de las garantías externas de no ir al infierno produjo en la mente del protestante promedio. Vino después la doctrina calvinista de la predestinación doble, según la cual Dios de antemano elige a algunos y condena a otros, y la angustia alcanzó proporciones gigantescas. Para atenuarla, surgió la idea de que se puede discernir si alguien está predestinado a ser salvado mediante la observación de su modo de vida: el hombre que trabaja celosamente y por lo tanto genera dinero en la vocación que Dios le ha asignado en el mundo está sin duda en la lista del paraíso. He ahí, a grandes rasgos, la ética protestante.

Es curioso cómo la historia forma relaciones imprevistas que terminan por tener consecuencias enormes: una creencia restringida al principio a algunas sectas puritanas influye decisivamente en el ascenso del capitalismo moderno, y se convierte, con la progresiva secularización de las sociedades occidentales, en una ley misteriosa e implacable que hoy en día estructura nuestras vidas

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Y, claro, estas ideas sobre el propósito de la vida le vinieron como anillo al dedo al incipiente sistema económico que por entonces estaba reemplazando al feudalismo. Pues el espíritu del capitalismo es básicamente la ética protestante del trabajo desvinculada de su religiosidad original. Weber lo define como aquella idea moral, característica de la cultura capitalista, según la cual el deber del individuo consiste en seguir su vocación y estar comprometido con su actividad profesional, cualquiera que ésta sea; por supuesto, la principal manera de valorar el compromiso del individuo con su vocación profesional es medir el dinero que éste genera al trabajar en ella. Es curioso cómo la historia forma relaciones imprevistas que terminan por tener consecuencias enormes: una creencia restringida al principio a algunas sectas puritanas influye decisivamente en el ascenso del capitalismo moderno, y se convierte, con la progresiva secularización de las sociedades occidentales, en una ley misteriosa e implacable que hoy en día estructura nuestras vidas. Precisamente por eso Weber habla de un espíritu, de una entidad inmaterial con la capacidad de penetrar cada rincón de la existencia y que limita gravemente el margen de decisión del individuo. En sus propias palabras:

El puritano quería trabajar en una vocación, pero nosotros estamos forzados a hacerlo. El orden económico actual [1905] es un cosmos monstruoso en el cual el individuo nace y que en la práctica es simplemente algo dado en donde tiene que vivir. Este orden está ahora atado a las condiciones económicas y técnicas de la producción industrial que hoy determinan las vidas de todos los individuos nacidos bajo este mecanismo, no sólo aquellos directamente involucrados en la adquisición comercial, con una fuerza irresistible. Quizás las siga determinando hasta que la última tonelada de combustible fósil sea quemada. Según Baxter, la preocupación por los bienes externos sólo debería pesar sobre los hombros del santo como una túnica ligera que pueda ser desechada en cualquier momento. Pero el destino decretó que la túnica se convirtiera en una jaula de hierro.

Me he permitido la excursión sociológica anterior únicamente con el fin de exponer que la ideología que exalta el valor del trabajo por encima de todo es nada más —pero también nada menos— que eso, una ideología. Seguramente, muchas cosas buenas pueden decirse sobre la industria y la diligencia; el problema, sin embargo, es que la Iglesia del trabajo posee un monopolio sobre la manera en la que interpretamos nuestras vidas: por ejemplo, trabajo significa exclusivamente un medio de producir dinero, y dinero es sinónimo de éxito, luego, alguien que pinta un cuadro hermoso y no consigue venderlo es un holgazán fracasado. Mi esperanza es que los súbditos de la Iglesia del trabajo comprendan que esta manera de ver el mundo es un mero accidente histórico: las cosas no siempre han sido así, y la humanidad ha conocido mejores tiempos que los nuestros; un cristiano medieval o un griego antiguo verían nuestra intensa preocupación por el trabajo y el dinero como una obsesión diabólica. Con respecto a esto, Aldous Huxley, en su libro sobre el padre Joseph, mano derecha de Richelieu, escribió: “La mayoría de la gente hoy en día da por sentada la validez de la aserción pragmatista, que la finalidad del pensamiento es la acción. Pero hay otra filosofía, la filosofía de Tomás de Aquino y otras personas de estatura comparable, que revierte esa aserción, proponiendo que la contemplación es el fin supremo, y que la acción es únicamente valiosa en la medida en que facilite este fin”.

En plena Revolución industrial William Morris dijo que la única manera de trabajar digna del ser humano contiene una triple esperanza. La esperanza, primero, de que el momento de descansar llegará, y de que el descanso será placentero, libre de ansiedad y más que suficiente para recuperar nuestras energías físicas y espirituales; segundo, la esperanza de producir algo útil mediante nuestro trabajo…

Entendámonos bien: yo no condeno el trabajo en sí mismo. Sugerir que vivamos de abstracciones y aire y amor sería absurdo; es indiscutible que el ser humano debe trabajar o morir. Lo que discuto es aquel artículo de fe de la moralidad moderna que dice que todo trabajo, sólo por ser trabajo, es bueno. Pues me parece evidente que así como el trabajador puede ser ennoblecido por sus labores, éstas pueden también denigrarlo, esclavizarlo, embrutecerlo. En plena Revolución industrial William Morris dijo que la única manera de trabajar digna del ser humano contiene una triple esperanza. La esperanza, primero, de que el momento de descansar llegará, y de que el descanso será placentero, libre de ansiedad y más que suficiente para recuperar nuestras energías físicas y espirituales; segundo, la esperanza de producir algo útil mediante nuestro trabajo, algo necesario y hermoso, que nosotros mismos podamos disfrutar y que nos beneficie a todos, que eleve la calidad de la vida cotidiana, y tercero, la esperanza de que nuestro trabajo será placentero, de que emplearemos en él nuestras habilidades creativas, físicas e intelectuales. A este tipo de trabajo lo llamó “trabajo útil” (useful work) y lamentó que la mayoría de la gente estuviera consumida por nada más que “esfuerzo inútil” (useless toil), cuyo resultado era la producción y el consumo de objetos y servicios horribles e innecesarios.

Burocracia.

Burocracia.

Gracias a mi experiencia he conocido tanto el esfuerzo inútil como el trabajo útil. Esfuerzo inútil, cuando pasé buena parte de un año encerrado en el sótano de la Universidad de Madrid, archivando manualmente cientos y miles de papelillos burocráticos por orden alfabético y numérico. Comprendí que estaba enloqueciendo solamente cuando una cucaracha me propuso lanzar mi cigarrillo a un montón de papeles que llevaban ahí desde al menos 1960: “A ver si incendiamos todo el edificio y les enseñamos con quiénes se están metiendo… colega”. Trabajo útil, cuando limpié con escoba y recogedor, cubeta, cepillo y trapo la catedral de un monasterio cisterciense en un pueblo tarragonés, alistándola para una boda que una pareja que jamás conocí celebró esa tarde. Invertí todo el día en aquella ocupación, y en la serenidad de ese monumento del siglo XIII, empapado de la luz que chorreaba a través de los ventanales coloreados, entendí lo que me dijo el monje con sonrisa irónica al entregarme el equipo de limpieza: “Estos, meu estimat germà son los instrumentos de la santificación”. Me he prometido a mí mismo nunca jamás involucrarme en nada que se asemeje remotamente a los días de los archivos; mi tiempo en el mundo deberá alternar entre periodos de ocio aristocrático y de trabajo útil, cuyo valor mediré únicamente a través de la esperanza que contenga. La vida es demasiado corta para desperdiciarla en cualquier ocupación inferior.

Pero, desde mi librero, Séneca me lanza una mirada para recordarme que ya hemos hablado de esto varias veces, y me increpa: “¿Es en verdad la vida demasiado corta?” Vuelve a mi mente aquella famosa carta a Paulino y retiro lo dicho, pues la vida es de hecho bastante larga y nos ofrece tiempo de sobra para realizar cosas grandes. Nosotros la hacemos corta al entregarnos a vicios varios, ocupaciones estúpidas, negocios, amistades falsas; nos zambullimos en el tiempo, en el flujo inexorable de las formas; olvidamos la magnitud de la eternidad que nos antecede y nos sobrevive; le damos demasiada importancia a nuestras alegrías y tristezas, a nuestros proyectos y victorias; nos gloriamos en honores y placeres relativos que siempre tienen un costo demasiado alto: nuestra libertad.

El ocioso estudia y asimila el arte de vivir, tiene tiempo para soñar y observar. Para él, el tiempo es sólo tiempo, no dinero ni ninguna otra cosa. Es capaz de llevar sobre sus hombros el peso infinito de las horas, de asumir sin angustia el diminuto y fugaz papel que juega en el teatro de la vida.

No hay mejor antídoto contra aquellas lacras que el ocio. El ocioso estudia y asimila el arte de vivir, tiene tiempo para soñar y observar. Para él, el tiempo es sólo tiempo, no dinero ni ninguna otra cosa. Es capaz de llevar sobre sus hombros el peso infinito de las horas, de asumir sin angustia el diminuto y fugaz papel que juega en el teatro de la vida. Sentado en primera fila, decide, tras bien meditarlo, si debe saltar sobre el escenario o, por el contrario, si ha de permanecer observando las piruetas de la comedia humana. Se da cuenta de que las satisfacciones que los demás obtienen de sus proyectos y actividades son por lo general bastante ridículas y aplica este conocimiento a sus propias empresas. Se ríe de sí mismo. Sabe que la creación entera está contenida en una gota de agua y que no hace falta viajar a reinos distantes o perderse en la erudición para encontrar la sabiduría. Juzga el valor de su vida según sus propios principios, pues ha aprendido que ser respetado y ser respetable son dos cosas muy distintas. Dentro de sí mismo encuentra interlocutores agradables y exigentes, y aunque muestra indiferencia ante la sociabilidad elaborada, siempre está dispuesto a cerrar su libro o interrumpir su paseo para mirar dentro de alma de alguien más. El ocioso es, en fin, humilde, libre e independiente, y en consecuencia, feliz.

Pero más allá de todo lo que hasta ahora he dicho —meras sofisticaciones, tal vez, para justificar mi propia indolencia—, la verdad es que yo no puedo ser feliz sin ser filosófica y deliberadamente ocioso. Sé además que únicamente las personas felices pueden ser beneficiosas a los demás y a ellas mismas: son una prueba en carne y hueso de que la vida es buena y de que no hay por qué desesperar. Por lo tanto, he de permanecer ocioso, buscando promover la ociosidad de quienes me rodean, convencido de que en nuestra frenética era no hacer nada es la mejor manera de convertir el mundo en un lugar mejor. ®

Fuentes y referencias
Huxley, Aldous, Grey Eminence, Harper, 1941.
Machado, Antonio, Juan de Mairena Alianza Editorial, 2009.
Morley, Christopher, “On Laziness” [1920]. Quotidiana.
Morris, William, “Useful Work vs. Useless Toil” [1884], Marxists Internet Archive.
Séneca, “De la brevedad de la vida”, en Tratados filosóficos y Cartas a Lucilo, Porrúa, 2003.
Slouka, Mark, “Quitting the Paint Factory”, Harper’s Magazine, noviembre de 2004.
Stevenson, Robert Louis, “An Apology for Idlers” [1876]. Quotidiana.
Weber, Max, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism, Penguin, 2002.
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Publicado en: Ensayo, Julio 2013

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  1. Sobrinazo, tu ensayo me ha quedado como anillo al dedo, en estos días en que completo 70 años de vida.
    Yo, que nunca paro de crear y producir, y cuya obra no ha sido admitida por una sola colección privada de nuestro México, siempre cité -tal vez de manera equivocada- a Marshall McLuhan (¿alguien recordará sus postulaciones?) quien podría haber dicho que el pescador y el artista nunca trabajan (never toil) pues para ganarse el pan hacen siempre lo que quieren y gustan hacer.
    Ya tendremos tiempo para con ocio platicar más sobre el asunto. Mientras tanto, te abrazo desde São Paulo

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