El falsificador y el ratero necesitan ir un poco más delante de los avances técnicos en identificación y protección de la obra, para sorprenderlos. No robarán ni falsificarán al azar: necesitan conocer el mercado puntualmente y casi ser parte embozada de él.
a Miguelángel Díaz Monges
Las artes ocultas
El robo y la falsificación de la obra de arte, en toda época, ha sido una disciplina artística paralela a las transformaciones de los estilos. Desde la Antigüedad los impostores han tenido aciertos magnos y aberraciones brutales. El falsificador es quizá el más artista; el ladrón fino suele llegar a artilugios dignos de admiración, tal vez el menos artista. El falsificador y el ratero necesitan ir un poco más delante de los avances técnicos en identificación y protección de la obra, para sorprenderlos. No robarán ni falsificarán al azar: necesitan conocer el mercado puntualmente y casi ser parte embozada de él. De falsificadores y ladrones advenedizos suelen estar llenas las crujías que pertenecen a los otros, a los que están en la jugada del arte.
Mientras el ladrón realiza un asalto de alta calidad, sustrayendo cuadros de autores universales, el falsificador tal vez ya ha empezado a falsificarlos, componiendo en su laboratorio los pigmentos de época. En este sentido, el robo y la falsificación han tendido a crear también una disciplina científica paralela. El falsificador y el ratero ganan cada uno a su manera y, muchas veces, trabajan de acuerdo, formando una sociedad que opera desde hace muchos siglos.
La$ arte$
El mercado del arte adquiere mayor relevancia día tras día. Se manejan sumas enormes de dinero en subastas públicas, como en Londres o Nueva York, o en transacciones privadas y aun clandestinas. Otra parte clave del mercado es el aseguramiento de los cuadros a precios exorbitantes. En 1993 una compañía de seguros pagó 12.5 millones de dólares a Steven Cooperman por el robo de los cuadros La cabaña del aduanero a Pourvillé de Monet y Desnudo ante un espejo de Picasso. El 1998, al encontrarlos en una bodega, se descubrió que había sido un autoplagio en contubernio con James Tierney, abogado de estrellas de Hollywood.
Para el siglo XIX el arte cobró nuevamente un sello gubernativo impreso por los institutos de bellas artes y por las muestras oficiales que imponía el gusto de los coleccionistas, para quienes la pintura implicaba prestigio social con certificación del Estado, fiscalizada por las mafias académicas.
Para llegar al punto fantástico y estratosférico que ahora tiene la valoración de las obras artísticas se ha recorrido un viejo proceso. En la Edad Media el artista era anónimo y su paga la de cualquier artesano o camarera. En el Renacimiento empieza la valoración del artista como individuo; hay contratos que consignaban las cantidades a pagar por una obra y las condiciones de entrega. En tal época apareció la exigencia de garantizar la autoría de una pintura, siendo mayor su valor si era de la mano de “el maestro”. En una manera de falsificación generosa o necesitada esos maestros firmaban algunos trabajos de sus discípulos. Pero antes de llegar a “maestros”, como lo consignan también algunos contratos, debían ir por agua al pozo, limpiar la letrina familiar y tocar el laúd en la morada que lo había contratado como músico.
En medida de que se crearon museos y galerías las obras fueron siendo valoradas sin la coacción que imponía el poder político desde el gusto y los encargos de reyes, cortesanos o de los agentes del poder religioso. A la larga los artistas ya no competirían por la aprobación teológica o la complicidad cortesana, sino por la legitimidad artística, aunque algunos persistieran en buscar la deslucida competición o cultivando al llamado príncipe.
Para el siglo XIX el arte cobró nuevamente un sello gubernativo impreso por los institutos de bellas artes y por las muestras oficiales que imponía el gusto de los coleccionistas, para quienes la pintura implicaba prestigio social con certificación del Estado, fiscalizada por las mafias académicas. El impresionismo significó la demolición de los géneros del oficialismo y marcó el comienzo del mercado actual. Al no ser aceptados en los salones oficiales los nuevos pintores se lanzaron al libre mercado, vendiendo ellos mismos sus obras, o siendo comercializadas por los dueños de galerías privadas o furtivas, o a través de trueques en carnicerías, cantinas y mesones, muriendo, viviendo, o en la locura. El arte, antes “invalorable”, comienza a tener precio, ya fuese en la sala de remates o bien entre los inspectores de seguros. Las obras se convirtieron en elementos de resguardo contra la devaluación, una especie de elegante bolsa de reserva.
Arte-robo
Paralelo a los procesos de conceptualización del valor artístico marcha embozado el arte del crimen del arte, si puede llamársele así; denomínesele plagio, falsificación o exterminio. El robo fantástico de la Mona Lisa, en 1911, representa el primer nexo de la larguísima cadena de crímenes de arte en el siglo XX. Según un informe del FBI esta actividad ilícita es la más recurrente después del tráfico de drogas: anualmente mueve de seis a ocho billones de dólares.
A veces el crimen puede ser conducido por la concupiscencia pura, por una mórbida admiración artística. Algunos ladrones no roban sólo por la ganancia económica; codician el objeto artístico para su disfrute personal, hedonista, que puede convertirse en la peor morbidez: el malsano deseo de cobrar notoriedad eterna. Heróstrato, cuando incendió el templo de Éfeso, o el hombre que atacó a martillazos La piedad de Miguel Ángel. Puede estar motivado por riñas políticas y oposiciones ideológicas; tal podría ser el caso de las cuchilladas que recibió una tela de Picasso o las amenazas de dinamitar la Torre de Pisa, lanzadas desde la tenebrosidad de La Mafia. Quizá los mayores plagiarios de arte de este siglo hayan sido los nazis, entre ellos Goering, Himmler y Hitler, que entre los años treinta y cuarenta acumularon un número incalculable de arte de todo tipo.
En la actualidad las ligas del mercado artístico —abiertas o cerradas— con el narcotráfico se profundizan; el negocio allí es redondo porque el narco crea una especie de gigantesca bolsa de reserva como lo hicieran los inversionistas a finales del siglo XIX; monedero enorme que podría tomar dos caminos: se crean museos en Latinoamérica o las obras caerán en manos de la corrupción, o de autoridades estadounidenses y europeas, como ya ha estado sucediendo.
Los ladrones y falsificadores de arte que no provienen del poder suelen detentar un grado de inteligencia superior al promedio. En ocasiones son expertos en disciplinas relacionadas con el mantenimiento y la remodelación de obras artísticas. Es posible que trabajen o estén en contacto con las empresas encargadas de la seguridad de las piezas. De este modo el ladrón y el estafador se auxilian de la infraestructura institucional para cometer los crímenes de la sustracción y lo falaz. Un caso relevante de ladrón docto es el de Stephen Blumberg, un especialista en el latrocinio de libros antiguos y raros quien, debido a su notable sagacidad, logró acumular cerca de 21 mil manuscritos de alto valor económico. Quizá, en el fondo, Blumberg no era más que un mórbido atesorador de libros que se transformaba en el sagaz y elegante Stephen “Fantomas” Blumberg.
Arte falaz
La falsificación es uno de los artísticos crímenes artísticos, si es posible decirlo así, más recurrentes y lucrativos en el mercado negro y abierto del arte. El año pasado fue muy comentada la posible falta de legitimidad de Jardin en Auvers, cuadro atribuido a Vincent van Gogh, comprado en 1992 en 10.4 millones de dólares.
La falsificación es uno de los artísticos crímenes artísticos, si es posible decirlo así, más recurrentes y lucrativos en el mercado negro y abierto del arte. El año pasado fue muy comentada la posible falta de legitimidad de Jardin en Auvers, cuadro atribuido a Vincent van Gogh, comprado en 1992 en 10.4 millones de dólares.
La falsificación nos viene de los romanos, quienes hicieron reproducciones del arte griego durante largo tiempo. Algunas fueron tan exactas que al experto Thomas Hoving, exdirector del Museo Metropolitano de Arte, le hacen reconocer que es casi imposible saber cuáles son piezas de la Grecia antigua y cuáles falsificación romana. De entonces a nuestros días la falsificación de arte también ha alcanzado esos grados de excelencia; es tan alta la cantidad de obra fingida que, según el mismo Hoving, “existen tantos falsificadores que a veces creo que hay tantos trabajos falsos como genuinos”. Hoving observó cerca de 50 mil obras y comprobó que 40% eran reproducciones de los originales. Número sumamente elevado, si se piensa que eran exhibidas en elMuseo Metropolitano de Arte.
El falsificador suele colindar con la fina perversión; prefigura, mientras elabora sus rudimentos, el instante en que la lente del experto va a calificar la autenticidad de la pieza. Sabe el camino que va recorrer la falsificación, entre radiografías fluorescentes —que captan moléculas—, pruebas de pigmento, especulaciones y luego ser puesta en la sala de exhibición o execrada. El falsificador se entrega a la oscuridad, mira desde el silencio, en quizá dolorido anonimato. Seguro fue enorme la plenitud que sintió Francisco Pallás y Puig (1859-1926), reconocido copista y restaurador, ante Su Dama de Elche, puesta en el Louvre hacia 1897. Luego, junto con una Inmaculada Concepción de Murillo, los archivos de Simancas y unas coronas visigóticas, fue canjeada por unos cartones de Goya, un Greco y un Velázquez, piezas que el Museo del Prado entregó a París. El falsificador Pallás y Puig, sin proponérselo, se adelantó al posmodernismo y creó un símbolo del espíritu y el sueño españoles en conexión con su prehistoria. Así, pues, no falsificó por el puro deseo de fastidiar al prójimo. El delirio desmedido, impulsado por una obsesión recóndita, crece en el ánima de los falsificadores, rebasándolos, yendo sus piezas hasta la mesa de discusiones de expertos internacionales y puestas después en la historia del arte o defenestradas.
AntiCrimen del Arte, Inc.
La frecuencia de los atentados contra obras artísticas se estima de por lo menos uno por día; desde el incendio que exterminó un Rubens hasta la desportilladura de la fuente de Zeus hecha con un fierro por un esquizofrénico. Esto ha sido causa de una industria de defensa completa, precisa; se han perfeccionado los métodos para salvaguardar las obras e instaurado laboratorios que, apoyados en técnicas de punta, moldean y ponen en práctica códigos metodológicos que pueden confirmar la autoría real de las obras con un grado de acierto muy alto.
Estos analistas son exhaustivos, ingeniosos, objetivos en su quehacer; un ejemplo podría ser el llamado método de “análisis de activación del neutrón”. A partir de muestras microscópicas se identifican los elementos que las constituyen; obtienen indicios inconfundibles de la constitución específica de la obra y deducen las técnicas pictóricas que utilizaron y el año en que fueron realizadas. Este sistema se ha desplegado principalmente en la Universidad de Wisconsin-Madison, donde se encuentra el reactor nuclear adecuadamente acondicionado a recibir a Rembrandt, Warhol, Tiziano, Toulouse-Lautrec o Filippo Lippi. No es extraño que ataquen a estos autores, pero en especial a las piezas de tema arquetípico. En la mente organizada-desorganizada del atacante se incorporan los arquetipos primigenios o de autoridad: La piedad, Zeus, La Mona Lisa, Guernica, Marilyn Monroe.
El comercio ilícito de arte en Estados Unidos se ha incrementado tanto que el FBI ha fortalecido una oficina con el viejo nombre de Registro de Pérdida de Arte, dedicada a investigar los casos relacionados con el robo artístico. Como los empresarios estadounidenses podían deducir impuestos con obra artística se formaron muchísimas colecciones. No son pocas las que sólo tienen falsificaciones u obra de pésima calidad; el fiscal ha aceptado los montos que el deudor le presenta. Esto se ha vuelto un vicio, como robar a los viciosos.
De Wisconsin a Latinoamérica
Es un hecho que la época es determinante para la valoración de la forma en que se expresa la obra artística. Pero en el mismo movimiento y, a veces por los mismos pasillos, se desplazan el falsificador y el ladrón. En Latinoamérica con dificultad podrá haber algún día uno de estos laboratorios como el de Wisconsin. La picaresca de este continente aprovecha la anterior imposibilidad con el fin de darle entrada a nuevos timadores y rateros. Actualmente parece ser que el arte obedece más a la valoración económica que le asigna la ley de la oferta y la demanda que al potencial artístico contenido en la obra. Es más, con sobreprecios que levantan los grandes subastadores y el mercado negro. Perdiendo todo resabio sagrado, el arte se anda moviendo ya por la globalización.
En el caso del robo de la obra de Tamayo se siguió el anterior principio, adquiriendo el oaxaqueño un mayor auge publicitario por el hecho delictivo. El mismo día del robo de sus obras —valuadas en 27 millones 900 mil pesos— se efectuó otro en Dinamarca. Se trataba del cuadro de Rembrandt Retrato de una dama, de 1632; su precio asciende a 16 millones de dólares. Esta noticia alarmante no fue mencionada en México. Retrato de una dama vale más o menos cinco veces los doce tamayos juntos. Esto no quiere decir que no interesen los Tamayos, sino que también es importante reportar la pérdida de un Rembrandt en sitios preferenciales.
El mercado del arte, el cual ha tendido a dar valores sobrepreciados a las obras, puede ser también el infortunio de las obras. Es posible que sean recordadas no por su valor artístico sino por la saga de balazos, secuestros —como los telones desaparecidos de Nelly Campobello, pintados por Mérida y Orozco—, transacciones enmascaradas y las consecuencias trágicas que han traído los billones de dólares, como los dibujados por el pop art en la vida poscontemporánea. En el año 2011 se conmemoraron los cien años del robo de La Mona Lisa, y hay quienes dudan de que la que se exhibe en el Louvre sea la original. ®