Es una tarea imposible jibarizar en una reseña, por extensa que ésta sea, un trabajo como el que la psicóloga estadounidense Susan Pinker ha hecho en La paradoja sexual, cuyo subtítulo da alguna pista sobre su contenido: De mujeres, hombres y la verdadera frontera del género.
Aunque quizás lo de “verdadera” quede como palabra bien intencionada, ya que en las diferencias entre hombres y mujeres, cuanto más sabemos, más nos percatamos de lo mucho que aún nos queda por conocer. Pinker da una pista clave sobre estos misterios al titular el capítulo 10 “Las cosas no son lo que parecen”. Ni falta que hace, añadiría.
Es el libro que más recomiendo a mis conocidos y amigos en estos últimos tiempos. Pinker —no la confundan con su hermano Steven, otro gran divulgador científico— desglosa en él los últimos avances en neurociencia y economía, pero aplicados según el género. La pregunta que mueve todo el ensayo es “¿Por qué las mujeres no pueden parecerse más a los hombres?” Por supuesto, Pinker no entra en ningún momento en las avanzadillas filosóficas de las teorías queer, como la de Beatriz Preciado (filósofa y profesora de Teoría del Género de la Universidad París VIII), que sostienen que el concepto “hombre y mujer” está trasnochado y es fruto de la imposición cultural, de tal modo que todos seríamos, en infinitas combinaciones de genes y factores ambientales, un poco femeninos y un poco masculinas.
Los pasos para contestar a la pregunta formulada son sinuosos. En la introducción la autora hace un breve repaso al “maltrato” del género femenino a lo largo de la historia en las relaciones de poder en la sociedad. La principal conclusión es que, en palabras de Camille Paglia, “no hay un Mozart femenino porque tampoco hay un Jack el Destripador femenino”. Esto es, la verdad biológica nos enseña que hay más hombres extremos que mujeres, aunque ambos sexos sean equiparables en la mayoría de los ámbitos, incluyendo el de la inteligencia. Si ustedes siguen a los clásicos, la ciencia ya habría demostrado que la “aurea mediocritas” de la que hablaba Horacio la ha conseguido el género femenino, mientras los hombres somos más impredecibles, más volubles. Pero eso no quiere decir que alguno de los géneros sea una versión truncada o defectuosa del otro. No hay contrarios, no hay blancos y negros, buenos ni malos. Esas simplificaciones no caben en la ciencia, aunque nos las impongan tan a menudo las religiones y los políticos.
La pregunta que mueve todo el ensayo es “¿Por qué las mujeres no pueden parecerse más a los hombres?”
Otra pregunta espinosa que se hace Pinker es si el sexo débil realmente es el género masculino. Trae a colación una demoledora sentencia del antropólogo Richard Bribiescas, de la Universidad de Yale, que resumió las fases de la vida del hombre en “semental, inútil y a la tumba”. Las diferencias entre las tasas de mortalidad de los hombres y de las mujeres no cesan de aumentar. Los demógrafos han demostrado que en los últimos 250 años, en veinte culturas distintas, los varones estamos programados para madurar más tarde, competir a lo bruto y morir más jóvenes. ¿No hemos aprendido nada? Parece que no: ahora seguimos bebiendo y fumando más, nos gustan más que a las mujeres las armas con las que nos matamos, pasamos de ponernos cinturones de seguridad en los automóviles, protección solar al ir a la playa… Demos una vuelta por nuestras residencias de ancianos: más bien son residencias de ancianas.
Hay un capítulo dedicado a los varones disléxicos que triunfan en la vida, otro a los empollones con síndromes raros como el de Asperger y un tercero dedicado a genios que tienen trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Pinker aprovecha estas circunstancias, que documenta y razona, para citar que los cerebros de las mujeres son más pequeños pero mejor conectados para las funciones lingüísticas y, sobre todo, mucho mejor dotados, fruto de la evolución, para la empatía. ¿Cómo suplieron los disléxicos su desventaja? Con determinación y obstinación, cualidades que destacan más entre los varones a nivel competitivo. ¿Por qué? Porque las mujeres no están interesadas en alcanzar las mismas metas que los varones. El capítulo donde explica las razones por las que abandonan el barco de grandes empresas o meteóricas carreras académicas muchas mujeres es tremendamente interesante, aunque va a disgustar a más de un progresista de salón y a más feministas de la vieja escuela. Sin embargo, los datos son obstinados y ya Pinker apunta antecedentes muy valiosos, como las sociedades de los kibutz creadas por los israelíes a principios del siglo XX: aquella comuna que buscaba la perfecta igualdad entre los géneros y las clases sociales nunca dio resultado. Luego de décadas de educar a niñas y niños para hacer los mismos oficios, ninguna niña quería ser mecánica ni minera, pero el doble de ellas —con respecto a los varones— quería ser enfermera o educadora. Los estudios científicos sobre el asunto siguen hoy concluyendo lo mismo: disponer de la oportunidad y de la capacidad para dedicarse a un trabajo no implica que la persona quiera hacerlo.
Algunas feministas, ante estos datos de abandono de grandes carreras y trabajos por parte de la mujer para dedicarse a la familia o a profesiones distintas a las que estudiaron, caen en un retrógrado paternalismo (¿maternalismo quizás?) y señalan que las mujeres no saben lo que quieren por la educación todavía patriarcal o machista. Pinker es clara en esto: “Las mujeres son seres independientes que saben lo que quieren”, al menos en los países considerados avanzados.
Empatía: una de las claves diferenciadoras
Los últimos estudios en neurociencias sugieren que la mujer tiene una hormona, secretada en mayores cantidades al tener bebés, que les aporta un grado superior de empatía con respecto a los hombres. Aquello que antes se llamaba “sexto sentido”, esa mayor capacidad para ponerse en el lugar del otro o de captar sus emociones, es claramente superior en las hembras humanas. Esta cualidad tiene sus ventajas, pero también grandes inconvenientes: las mujeres sufren más estrés y ansiedad, en las mismas condiciones, que los hombres. Es también una de las razones por las que no les interesa nuestro nivel de competición en muchas áreas de la vida. Una explicación a que muchas de las organizaciones de caridad, o ambientalistas incluso, estén conformadas en su mayor parte por féminas.
El papel de las hormonas en nuestro comportamiento, según seamos hombres o mujeres, es otro tema apasionante que aborda Pinker. Los efectos de la testosterona y de la oxitocina podrían aclararnos por qué somos tan distintos, o por qué reaccionamos de forma tan diferente ante hechos parecidos. Se da casi por sentado que es la testosterona la clave de que los hombres seamos más competitivos y más agresivos que las mujeres a todos los niveles, aunque ellas también compiten, pero más entre ellas que con todo el mundo. La agresividad femenina también existe, pero aún faltan datos. Por el momento, somos nosotros los que llenamos las cárceles, los que más competimos en cualquier deporte y los que más participamos en juegos de suma cero. Ellas tienen sus propias jerarquías, con menos probabilidades de morir, tanto para los demás como para ellas mismas.
Esta lucha femenina por alcanzar trabajos tan bien pagados como los de los hombres, por tener una carrera académica similar o triunfar socialmente, ha destapado un problema —por ahora poco estudiado— de inseguridad en las mujeres que llegan lejos.
Desde el punto de vista de la economía, Pinker cita, entre otros ejemplos, el libro del economista británico Richard Layard La nueva felicidad, donde se llega a la conclusión de que los niveles de felicidad de las mujeres se han reducido al tiempo que han mejorado sus salarios y sus oportunidades laborales. ¿Por qué ocurre esto? Antes de su masiva incorporación al trabajo las mujeres se comparaban con otras mujeres (amas de casa como ellas, normalmente) pero ahora se comparan con hombres y con mujeres que a su vez compiten con ellas. Una asignatura pendiente en la mayoría de sociedades avanzadas es la conciliación entre trabajo y vida familiar, pendiente para la mayoría femenina, pues los hombres seguimos sin concederle demasiada importancia (y suelen ser los hombres los que legislan, miren la composición de los parlamentos).
Otro de los capítulos fascinantes es el titulado “Ocultar a la impostora interior”. Esta lucha femenina por alcanzar trabajos tan bien pagados como los de los hombres, por tener una carrera académica similar o triunfar socialmente, ha destapado un problema —por ahora poco estudiado— de inseguridad en las mujeres que llegan lejos. Muchas creen que son unas impostoras, que realmente no se lo merecen. En parte se debe a la propia estructura del cerebro en hombres y mujeres: parece que nos engaña de distinta manera. A nosotros, los varones, nos hace sentirnos —deben ser esos chutes de testosterona que varían según la hora del día y la estación del año— con una mayor autoestima aunque seamos un absoluto fracaso (no sé por qué me acuerdo al escribir esto del anterior presidente de Estados Unidos, George W. Bush). Ellas, no obstante, tienen un cerebro que las lleva a un pesimismo defensivo: en lugar de pensar que todo va a ir bien, pase lo que pase, como hacemos nosotros, se dedican a imaginar lo que podría ir mal y a intentar evitarlo, lo cual les hace reducir su ansiedad. Esto es, aplican lo que en catalán llaman el “seny”, en gallego decimos “sentidiño” y en castellano se conoce como “sensatez”.
Aunque algunos atribuyen la cita a Sócrates, el archiconocido “Conócete a ti mismo” era la inscripción que se podía leer en la entrada del oráculo de Delfos. Esta obra de Susan Pinker les ayudará —y mucho— en ese objetivo, sean mujeres u hombres. ®
susi
«Una asignatura pendiente en la mayoría de sociedades avanzadas es la conciliación entre trabajo y vida familiar, pendiente para la mayoría femenina, pues los hombres seguimos sin concederle demasiada importancia .»
Claro, y luego cuando vienen los divorcios y las separaciones pq la mujer acaba harta de trabajar dentro y fuera entonces empiezan los lloros y las quejas por tener que pasar pensión, por la custodia compartida, q si que injusto es para el hombre q le quitan todo….¿qué os espráis? ¡qué pretendéis? Que os den la custodia compartid cd habéis pasado del tema y los marrones se los ha tenido que comer la mujer soportando malas caras de sus jefes, (eso si no la han puesto de patitas en la calle)? Sois muy listos: lo que queréis es seguir teniendo chacha y niñera como vuestros padres y abuelos, pero que además traiga dinero a casa (por supuesto, menos que vosotros, q tenga algún «trabajillo», si, pero que el vuestro sea el sueldo principal).
Es decir, queréis las ventajas de ser hombre antaño y las ventajas de serlo ahora. Pues va a ser q no
Pablo Santiago
Gracias por la aportación, Ileana. Estoy muy de acuerdo con tu exposición y, una vez que leas el libro, todavía estarás más asentada y con más argumentos sobre tu reflexión. Como hizo decir a un dios inventado el gallego Curros Enríquez -ateo del XIX-: «Se eu fixen tal mundo, que o demo me leve» (Si yo hice tal mundo, que el diablo me lleve). Igual que las religiones crearon los dioses que les convenían para mantener sujeta a la mayor parte de la gente todo el tiempo posible, así nos ha salido este modelo patriarcal en todas las esferas donde las mujeres, al imitar lo que hacemos los hombres, os frustráis.
Me hace mucha gracia cuando oigo hablar -sobre todo a hombres entrados en años y que tienen o han tenido poder, da igual que sean de izquierdas o derechas, conservadores, liberales o mediopensionistas- de que estamos «perdiendo valores». No, estamos cambiando, aunque muy lentamente. Nos vamos dando cuenta de que tanta patria, tanto esfuerzo militar, tanta «alta cultura» nos arrastra cada poco a la guerra, al saqueo de unos países por otros, a la matanza entre hermanos. Los alemanes coetáneos de Hitler se tenían por los más cultos de Europa. La nación guerrera y saqueadora de USA -con la que colaboran nuestros gobiernos- se tiene por la más avanzada científicamente del globo. ¿Para qué?
Veo que compartimos lecturas: Krishnamurti siempre me ha gustado mucho. Aunque, más que sus respuestas, me entusiasma su capacidad para plantear preguntas interesantes. Él mismo se daba cuenta de que no hay respuestas universales pues el cambio es permanente. Ahora podemos ser todo lo que no hemos sido.
Ileana
Pues habrá que buscar este libro enseguida!
Está claro que el problema no está en cómo somos las mujeres. Sino en ese mundo competitivo. La «feminización» del mundo consistirá en hacerlo precisamente menos competitivo, más habitable, más humano.
Que las mujeres nos intentemos «adaptar» y hasta triunfar en un mundo así, es patológico. Es el mundo masculino extremo el que ha llegado a cuotas de patologización increíbles, precisamente quizás por dejar fuera de él a las mujeres. Como decía Krishnamurti, una persona sana no puede adaptarse a un mundo enfermo.
El error del «feminismo de la igualdad» ha estado en plantearse querer jugar con las mismas reglas en un mundo diseñado por los hombres ACRITICAMENTE, sin criticar ese mundo competitivo testosterónico que ha superado en mucho las reglas «naturales». No se ha dado cuenta de que las reglas para «triunfar» en este mundo han estado diseñadas dejando a las mujeres afuera, y que por tanto, no podemos tomarlas acritícamente como lo positivo y superior.
¿Quiero «triunfar» en el mismo mundo donde triunfan Berlusconi, Mario Draghi, Esperanza Aguirre o Luis de Guindos? ¿Con sus reglas del juego? Ya no por ser mujer, sino simplemente por ser una persona «sensata».
Al final, de lo que estamos hablando cuando hablamos de valores «femeninos» o «masculinos» no estamos hablando de sexos, ni siquiera de géneros, sino de valores amorosos, cooperativos, empáticos y solidarios, frente a valores competitivos, guerreros, egoístas y neuróticos. De eso se trata al final.
Salud!