De novelas y más novelas

Despierto hasta el final

A Vargas Llosa le tocó contrastar inevitablemente su vida y obra con otro genio del boom latinoamericano y premio Nobel, Gabriel García Márquez. Quizás el contraste entre ambos sirva para definir mejor el peso específico de Vargas Llosa en el panorama intelectual de épocas pasadas y recientes.

García Márquez y Vargas Llosa, en los viejos tiempos.

La partida de Mario Vargas Llosa removió sentimientos y resentimientos en portales, foros y redes sociales. Mientras el premio Nobel peruano para unos representaba un modelo de liberalidad, para otros no pasaba de ser una decepción, o hasta un extraño enemigo ideológico. Tal y como ocurrió a la muerte de Jorge Luis Borges, no faltó quien generosamente reconociera sus valores literarios, creando una condescendiente distinción entre el genio de las letras y el “conservador de derechas”, ese que décadas atrás se deslindó del castrismo y “traicionó” a la izquierda, ahora con un nuevo y sorprendente reclamo desde el lado opuesto del espectro político: Vargas Llosa osó posicionarse en contra del nuevo caudillo populista, Donald Trump, y la derecha hispana no dudó en llamarlo “comunista de clóset”. Un verdadero caos de etiquetas al término de vida de un hombre notable que, como pocos entre las celebridades del pensamiento mundial, jamás se conformó con los deleites de convicciones pasadas ni se aferró a creencia estática alguna.

A Vargas Llosa le tocó contrastar inevitablemente su vida y obra con otro genio del “boom latinoamericano” y premio Nobel, Gabriel García Márquez

Así como Borges tuvo su amistad enemistada por décadas con Sabato, o fue némesis frontal de Pablo Neruda —incluyendo pelea por una mujer—, también a Vargas Llosa le tocó contrastar inevitablemente su vida y obra con otro genio del “boom latinoamericano” y premio Nobel, Gabriel García Márquez.

Quizás el contraste entre ambos sirva para definir mejor el peso específico de Vargas Llosa en el panorama intelectual de épocas pasadas y recientes.

La intersección

Siempre he creído que García Márquez escribió algunas novelas, entre 1955 y 1967, y que después —ya montado en la buena fama propia y del boom, y a partir de El otoño del patriarca— se dedicó a fabricar best sellers. Con Vargas Llosa fue diferente. Quizás La ciudad y los perros, aun siendo un temprano libro sólido, no resultó tan copiosa, densa y polisémica como Cien años de soledad, ni se regodeaba con esos ambientes, entre realistas y mágicos, del universo sudamericano. La mística del peruano apostaba más a la psicología personal, a las experiencias, no tanto a efectos épicos.

Mientras el reto del Gabo fue seguir encantando, encandilando con recursos literarios de éxito garantizado, Vargas Llosa se mantuvo despierto, desarrollando historias mayormente ancladas en alguna realidad, propia o ajena, poética o grosera. Arriesgándose a fallar.

Ambos monstruos de la literatura hispana vivieron su madurez, por demás, con éticas divergentes, y aunque el momento climático pudo haber sido aquel famoso puñetazo en 1976, las razones de la bronca pudieron haberse movido entre el presunto acoso a Patricia Llosa y las crecientes divergencias en torno al proceso castrista en Cuba. Para el colombiano se volvería canon el coqueteo con el dictador, un inequívoco signo de acomodo mental, de preservación ideológica, de negativa a la posibilidad de poner en riesgo sus creencias previas. En tanto don Mario insistía en cuestionar, en reconocer la naturaleza falsa de sus viejas fascinaciones, entre los dos se creaba una intersección, una bifurcación que se prolongaría hasta el final de sus vidas. Eso me lleva al convencimiento de que el hombre de Arequipa, el marqués de Vargas Llosa, nunca se sentó a teclear best sellers, sólo novelas y más novelas.

Muchos suponían que al octogenario Vargas Llosa no le quedarían cartuchos, al maestro todavía le faltaba por sacar Cinco esquinas (2016), Tiempos recios (2019) y Le dedico mi silencio (2023).

Haciendo una apretada selección, desde La casa verde (1966), Conversación en la catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977), La guerra del fin del mundo (1981), de la época más popular, hasta cuando ya muchos creían que no iba a producir otras obras notables, y bam, aparecen El pez en el agua (1993) y La fiesta del chivo (2000), su parte de la promesa, hecha entre los del boom, de entrarle a la biografía de un dictador, el tipo de personaje más retorcido y trágicamente repetido en nuestra historia continental.

Para cuando ya había fallecido García Márquez (detenida su producción en 2004, diez años antes), y muchos suponían que al octogenario Vargas Llosa no le quedarían cartuchos, al maestro todavía le faltaba por sacar Cinco esquinas (2016), Tiempos recios (2019) y Le dedico mi silencio (2023), prácticamente cumpliendo su deseo de que la muerte lo encontrase escribiendo.

Legado inapelable

En 2018, cuando una señora intelectual, miembro del Colegio de Sonora, sugirió públicamente hacer una pira fascistoide para quemar los libros de Vargas Llosa, a raíz de que éste cometiera el imperdonable pecado de criticar a su caudillo Andrés Manuel López Obrador, ya el peruano llevaba décadas siendo fustigado por los militantes de la nostalgia, los convencidos de que existen dictaduras malas y dictaduras buenas, terrorismo malo y terrorismo bueno. Y nada de eso le cercenó un solo milímetro de coherencia. Nada lo intimidó.

Por suerte para nosotros, no solamente nos queda una obra descomunal preservando el legado de Mario Vargas Llosa —como el de Borges, inapelable— sino también un modelo de congruencia personal, de resistencia al llamado reaccionario de cualquier rebaño. ®

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Publicado en: Libros y autores

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