La primavera se anuncia, una musa de aire recorre el mundo y canta una canción de Jane’s Addiction mientras retiembla en su centro la tierra y Alfonso Reyes recuerda al febrero de Caín y de metralla… Pink Floyd, la ebriedad sagrada y otra canción —ésta, de Alberto Cortez.
Atmosféricas. Arrima su hociquillo todavía tierno la primavera y le levanta las naguas a las muchachas con sus primeros vestidos ligeros. Ciertas consabidas floraciones afirman su vigencia, y la ciudad tiende a ponerse allegro ma non… El corredor manifiesta la mejora de las noches con un súbito restallar de los lirios del rincón. El surtidor de colores se demora, misteriosamente, en sus anaranjados, fenómeno que no escapa al ojo implacable del viejo maestro jardinero. En Tipontate cuatro palmas causaron baja a consecuencia de un ataque todavía indeterminado. Despiadadas, las demás plantas se reparten, como en el Gólgota, los retazos de luz aparecidos. Anda una virgen desbalagada; su peana está vacía. Pocos saben que, porque así le viene en gana, la virgen llega puntual cada madrugada y vuelve a ocupar el lugar desde el que hace ocho décadas bendice al mundo. Pero con irónica elegancia, vuelve luego al destierro al que intentaron destinarla los necios: no vaya a ser que se asusten, y ella es supremamente gentil y discreta. Sin embargo, los amigos que llegaron a la terraza hablaban después de la fina factura de una efigie que todos juran haber visto sobre la peana vacía. Cae la tarde y los obsesos por una belleza remota y tan inmediata ahora consideran, a la orilla de la laguna, los mismos paisajes que fueron la fuente primera del celo con el que por estos días guardan las herencias de aquel arquitecto que solía marchar, a caballo, Sierra del Tigre arriba. Sus cerros se vuelven más azules.
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La musa es de aire, es de tremendo trinito tolueno también, es de vientos mansos y trasatlánticos, es de granito inexpugnable, es de lluvias desoladas sobre el canal de la Mancha o jubilosas en los cielos de Río, y es de lumbre. Vivió en Poitiers y en las islas Seychelles, en la Barceloneta y en la sombra del Arco del Triunfo. Miraba a veces el Tepozteco y cortaba flores de jacalasúchil junto al malecón de Chapala, recorre las junglas de Malasia, considera pabellones bajo los almendros del Imperio del Medio, se pierde entre los callejones de Berlín o los parques de Darmstadt; luego parece haber demorado sus pasos frente al Taj Mahal y cupo a sus placeres vestirse de princesa: y el punto rojo en su frente refulgirá por siempre. Vagabundea por Taliesin, se extraña un poco ante la arrogancia de Singapur, mira a un río y sabe que son allí todos los ríos en los muelles de Lyon. Se desviste como llevada por una instrucción terminante en Xilitla: y ella es ahora la heredera universal de Edward James; arriesga un pie en la orilla del mar de la costa indómita de Oaxaca en donde supo hacerse construir una casa de viento. Mira el muro rojo, años antes de morirse, en la casa de Tacubaya: aún puede allí verse, a pesar de las sucesivas capas de pintura, el fulgor apacible de sus ojos oblicuos. La musa es de aire: pero sus huellas livianísimas permanecen en el corazón como las que dejó en la lava un intento, siempre infructuoso, de escapatoria.
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Jane’s Addiction: «I would for you»… La adicción de Juana es una de las bandas fundamentales de todo este recorrido. Perry Farrell sabía de lo que hablaba. Posiblemente había leído en sus años tempranos una sumaria traducción de Ramón López Velarde. De allí supo del corazón adicto. De allí la devoción a estos humos, únicas sustancias capaces de marcar los vuelos del alma, de levantar las arquitecturas del delirio, de apresar los vértigos de la iluminación. No se vive, viviendo de a de veras, sin adicciones. A un humilde rincón de un jardín cualquiera, a dos o tres libros ajados, a una cierta perspectiva de una calle de Santa Teresita, a un llano calcinado por el sol y apresado por los volcanes en donde crece una casa y se oye el rasguño en el viento de los cardos secos, a una música implacable y sonámbula, a algunos amigos delirantes o callados, a un diminuto bosque de maquetas que se asoma al bosque, a una obsesión fija y giratoria por ciertas penumbras en donde arden las veladoras, al gentil desdén de una musa entre todas, a todas las musas del inconquistable e igualmente gentil desdén.
Así que, sin ninguna otra razón aparente, se engancha al aire una canción de la Adicción de Juana: “Por ti lo haría. Dijiste/ esto por ti haría/ si en algo ayudar pudiera/ para devolverte el mundo/ lo que le di/ por ti lo haría/ Dices de mis ojos/ que son ojos dementes/ a veces lo son/ y también lo eres tú/ y si te preguntas/ que es lo que yo haría/ haría cualquier cosa/ si pudiera/ sabes que lo hiciera/ por ti lo haría”.
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México. Vuelve a temblar, vuelve el timor et tremor de tan hondas resonancias. Veinte millones de almas en vilo gracias a dos grietas que se reacomodan, como tremendas y veleidosas ninfas subterráneas que buscan su lugar bajo el sol. El más eficaz e inmediato medio de comunicación que jamás ha habido, que nunca habrá: la Tierra llama a sus hijos, les recuerda su ineludible destino. Con un instante, el sismo hace presente y pone en común entre todos los vivientes la ley del universo: ahora estabas aquí, y con unas cuantas sacudidas más serás parte de todo lo que el planeta se ha llevado… por mientras, dice el temblor al oído de cada uno, considera a tu alrededor todo lo que si me da la gana puede ser un simple montón de polvo, vive al fin, en lo que las sacudidas disminuyen y nomás dejan una marca más de la inescrutable fatalidad en la cara de quienes sobreviven. Un cierto sabio griego del siglo XVIII afirmaba que la verdadera edad de un hombre se medía por los temblores vividos, y parece que Lord Byron retomó la idea para una oda ahora perdida. Bajo la poderosa nave de la iglesia de los Carmelitas una vieja señora espera, sentada sobre una sillita. El que pasa se acerca, la señora se pone de pie, extiende la mano y traza una cruz en la frente que se inclina y acata la fórmula inmemorial: Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris. Junto a la puerta lateral un señor que cada año viene ese día de Ixtapan de la Sal expone su impecable tendido de facturas de madera. Cuatro huevos cambian de manos y la mañana sigue. Desde lo alto de la torre de la esperanza los muchachos saludan al fantasma de la emperatriz, a la ciudad toda. Y ríen. Luego vuelven a las mesas de trabajo.
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Nueve de febrero, día marcado por siempre por ese inmenso poeta que fue también Alfonso Reyes. Día en el que un tapatío cargado de gloria y furia fue ametrallado en una imposible carga contra Palacio Nacional. Día en el que la lamentación universal por el padre, caído en el campo de batalla o en el final lecho, encuentra una esencial pronunciación.
¿En qué rincón del tiempo nos aguardas,
desde qué pliegue de la luz nos miras?
¿Adónde estás, varón de siete llagas,
sangre manando en la mitad del día?
Febrero de Caín y de metralla:
humean los cadáveres en pila.
Los estribos y riendas olvidabas y,
Cristo —militar, te nos morías…
Desde entonces mi noche tiene voces,
huésped mi soledad, gusto mi llanto.
Y si seguí viviendo desde entonces
es porque en mí te llevo, en mí te salvo,
y me hago adelantar como a empellones,
en el afán de poseerte tanto.
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“Did you exchange a place in the war for a leading part in a cage?” Es una de las preguntas clave que Pink Floyd dejó dichas para las últimas generaciones de muchachitos desencantados y acomodaticios. ¿Cambiaste un lugar en la línea de guerra por un papel estelar dentro de una jaula? Alguna vez, en Woodstock, unos muchachos dijeron, con mayor o menor lucidez, que no, que declaraban una florida guerra al sistema, bajo la bandera del círculo con tres rayas. Había inocencia y bravura, rabia y ternura mientras cientos de jóvenes chapoteaban en el lodo y cantaban contra la lluvia que llegaba a querer apagar la fiesta de sus vidas. Era el poder de las flores, era el amor loco y los estados alterados, la mariguana y sus prestidigitaciones, la enseñanza de las noches pasadas a campo raso, la ebriedad sagrada de una música que jamás habría de repetirse. Quedan unas cuantas fotografías que aseguran que todo aquel milagro pasó. En una de ellas, la pareja primigenia se baña en aguas concéntricas y doradas. En otra se mira el vasto campo de batalla y sus despojos, y dos muchachos se abrazan bajo una cobija llena de lodo. La liza había sido pareja, y reinaba la certeza de la derrota: allí había naufragado la más noble armada del siglo, en las playas de un feroz y astuto establishment que los engulliría con rapidez.
Queda la voz de Arlo Guthrie, el requinto de Townsend llamando a una nueva carga por un mundo mejor, las distorsiones de Hendrix que ayudaban a ver el mundo al derecho, las armonías ácidas de C, S, N & Y mientras cantaban a los barcos y sus singladuras, la epilepsia sagrada de Joe Cocker clamando por la asistencia de los amigos, y el llamado de la sirena absoluta, de Joan Baez; y la pirotecnia eléctrica, directamente desde Autlán, Jalisco, de Carlos Santana… Ah, their finest hour. Todo esto pudo o no estar en la mente de los Pink Floyd cuando hicieron su pregunta: ¿rebelión o satisfecho conformismo enjaulado? Cada generación deberá ir sacando sus cuentas, mientras sus días se acortan, mientras John B. Sebastian sigue cantando, desde el aporreado tocadiscos, al sueño que una vez tuvo.
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Por ninguna razón y por todas viene ahora a cuento un fragmento de una vieja canción del muy apreciable Alberto Cortez, compositor y poeta certero:
Quien quiera beber conmigo
Tiene una copa en mi mesa
Compartirá mi alegría
Pero también mi tristeza
La alegría por quien tiene
Un solo amor y le alcanza
A quien entrega desnuda
La posesión de su alma
La tristeza por aquellos
Que siempre cambian de casa
Queriendo llenar sus vidas
Consiguen solo vaciarlas.
(Pues eso, nomás.) ®