De reaccionarios y neoconservadores, de indignados y paranoides, de cómo Cabrera Infante se opuso a la dictadura de Fidel Castro.
El naufragio revolucionario
El 26 de julio de 1953 Fidel Castro y un grupo de jóvenes nacionalistas y democráticos asaltaron el Cuartel Moncada con el fin de derrocar al dictador Fulgencio Batista. El asalto fracasó, Castro cayó en prisión pero fue aministiado dos años después y fundó en la clandestinidad el Movimiento 6 de Julio. Exiliado en México, organizó la guerrilla que se embarcará a Cuba en 1956 y empezará la lucha armada contra Batista. El 1 de enero de 1959 los guerrilleros tomaron el poder. Ahí empezaría una historia de exilios, traiciones, encarcelamientos, juicios sumarios y fusilamientos —en los que el Che Guevara fue muy activo—, restricciones a las libertades, racionamiento, escasez, campos de concentración para disidentes y homosexuales (las Unidades Militares de Ayuda a la Producción), fracaso de la economía y la dependencia de la Unión Soviética.
Adolfo Hitler dijo en 1944: “Alemania jamás se hundirá”. En los primeros meses de la revolución Fidel Castro, al ver los miles de ciudadanos que escapaban del régimen de terror y represión que se imponía en la isla, afirmó algo parecido después de equiparar a los que huían con las ratas que saltan de una nave que se va a pique: “Este barco nunca se hundirá”. Estas dos citas provienen de Mea Cuba, el libro de crónicas políticas de uno de los mayores escritores de la lengua española, Guillermo Cabrera Infante (1929-2005).
“¿Qué hace un hombre como yo en un libro como éste?”, se pregunta el autor de piezas magistrales como Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto. “Nadie me considera un autor político ni yo me considero un político. Pero ocurre que hay ocasiones en que la política se convierte intensamente en una actividad ética. O al menos en motivo de una visión ética del mundo, motor moral”. Durante más de cuarenta años, hasta su muerte, la dictadura de Castro y su infamia cotidiana fueron la obsesión de Cabrera Infante, quien no vivió para ver el final de un sistema totalitario que cumple estos días más de medio siglo y que, completamente esclerosado, calumnia y trata como delincuentes a los que se atreven a exigir libertad y hasta son capaces de morir por ello.
Entre los periodistas que simpatizaban con la revolución estaba Tomás Eloy Martínez (1934-2010). El periodista y novelista argentino entrevistó a Cabrera Infante, que había sido director del Consejo Nacional de Cultura, funcionario del Instituto de Cine y editor del semanario cultural Lunes de Revolución antes de dejar Cuba definitivamente en octubre de 1965. (Las divergencias con el régimen revolucionario empezaron cuando el cortometraje P.M., de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera, filmado a fines de 1960 y que mostraba escenas de la bohemia vida nocturna habanera, fue prohibido por Castro en 1961. Hubo una polémica en Lunes de Revolución hasta que el suplemento fue suprimido ese mismo año. En el discurso “Palabras a los intelectuales”, el 30 de junio de ese año, Castro sentenció: “Dentro de la revolución todo, contra la revolución, nada”.)
Cuando en 1964 a la bibliotecaria de la Casa de las Américas, Olga Andreu, se le ocurrió poner en una lista de recomendaciones la reciente novela Tres tristes tigres fue despedida; al poco tiempo se suicidó (Cuba tiene la tasa de suicidios más alta de América Latina, según la OMS).
La entrevista de Eloy Martínez, que Cabrera Infante respondió por escrito, fue publicada en 1968 en el semanario argentino Primera Plana, del que Eloy Martínez era jefe de redacción. El periodista le envió a Cabrera Infante las pruebas de imprenta a Londres, donde vivía exiliado; lo desconcertante es que había enviado antes otro juego a La Habana, no se sabe si a petición de ellos o por iniciativa propia. En esas pruebas “desaparecieron” las menciones a las arbitrariedades y actos de represión de la joven revolución —por ejemplo, contra Heberto Padilla y su “contrarrevolucionario” poema Fuera del juego—, algo que en un tono afable y elegante Cabrera Infante le reprocharía a Eloy Martínez: “Tú no sabes, Tomás, lo que es vivir en un país sin constitución, sin derechos individuales, donde el enorme aparato represivo (mis estadísticas, también suprimidas, no están, créeme, inventadas) está al servicio no de una idea o de un régimen, sino de la biología de UN SOLO individuo”. “Esto es”, le escribía el cubano, “mientras más lo pienso, una monstruosidad histórica”.
Ironía del destino, Eloy Martínez partiría al exilio en tiempos de la dictadura, primero a Venezuela y luego a Estados Unidos —¡el Imperio!—, donde dirigió el Programa de Estudios Latinoamericanos de la Rutgers University de Nueva Jersey.
Las preguntas que Eloy Martínez le hizo a Guillermo Cabrera Infante son: ¿Por qué está fuera de Cuba?, ¿Cómo trabaja fuera de su país?, ¿Por qué eligió Londres? y ¿En qué condiciones volvería? Vale la pena volver a leer sus documentadas respuestas en Mea Cuba [Plaza y Janés, 1992].
Cuando en 1964 a la bibliotecaria de la Casa de las Américas, Olga Andreu, se le ocurrió poner en una lista de recomendaciones la reciente novela Tres tristes tigres fue despedida; al poco tiempo se suicidó (Cuba tiene la tasa de suicidios más alta de América Latina, según la OMS). Desde entonces, en ninguna biblioteca de la isla se encuentra ningún libro de otros autores cubanos disidentes, como Virgilio Piñera, Reynaldo Arenas, Severo Sarduy y tantos más…
El furor de la intolerancia
I. “Derechistas”, “reaccionarios” y hasta “ultraconservadores” son los adjetivos que eligen quienes se consideran “progresistas” y de “izquierda” —y que aún creen en el hierático Apóstol nacional-populista como encarnación de la patria— para descalificar a quienes piensan que los supuestos fraudes electorales son un mito de López Obrador y que buena parte de esa excrecencia estalinista-priista-sindicalista está perdida en el laberinto de la sinrazón. Por supuesto que hay reaccionarios y conservadores y hasta neonazis en el espectro ideológico nacional, pero no puede decirse lo mismo del liberalismo democrático que apuesta por la razón, la reflexión y la discusión.Para esa izquierda no existen los matices. Investidos de una autoridad moral que ellos mismos se han comprado, increpan a quienes no están de su lado. Indignados, asumen la pureza de sus convicciones izquierdistas sin enterarse de que tal cosa no existe, pues quienes son de izquierda en algunos aspectos lo son de derecha en otros, y viceversa, como escribió Gabriel Zaid en “Al cielo por la izquierda” [Letras Libres, febrero de 2011]; véanse, si no, las posturas del santiguado López Obrador frente al aborto, los matrimonios gays y la legalización de la mariguana. Infalibles, acusan a los otros de ser “neoconservadores” por el solo hecho de ofrecer argumentos contra el populismo y otras tendencias autoritarias y violentas que desean para México un régimen como el cubano o el venezolano.
Si la izquierda prima la justicia por sobre todas las cosas, los gobiernos de izquierda de la Ciudad de México —de Cárdenas a Mancera— no han sido mejores que los de sus antecesores priistas en esa materia, como lo han demostrado casos como los linchamientos de Tláhuac, los videos de Ahumada, los adolescentes muertos en la discoteca New’s Divine, el desaseado juicio de Antonio Zúñiga —el Presunto culpable—, la corrupción del sistema penitenciario, los jóvenes secuestrados del Heaven y el notorio aumento del narcomenudeo y la delincuencia, entre muchísimos más de 1997 a la fecha: ¡dieciséis años de gobiernos de izquierda!
II. La historiadora estadounidense Avital H. Bloch —profesora en la Universidad de Colima— trató de demostrar que Octavio Paz y otros escritores de la desaparecida revista Vuelta no eran reaccionarios sino… neoconservadores. En su forzado ensayo “Vuelta y cómo surgió el neoconservadurismo en México” [Culturales, UABC, no. 8, 2008], Bloch, entre otras pataletas retóricas, confunde el viejo anticomunismo con el liberalismo y soslaya graciosamente que este pensamiento plural se opone a toda forma de totalitarismo. (Para una documentada y amena historia de la revista de Paz léase Viaje de Vuelta, de Malva Flores, FCE, 2011.)
Todo esto viene a cuento porque hace unos días leí en Facebook a un “amigo” —editor de una sofisticada revista, para más señas— que se lamentaba porque la revista Letras Libres publicó en su edición de agosto a la polémica crítica de arte Avelina Lésper: “Letras Libres fichó a Avelina Lésper como su nueva crítica de artes. Se espera una nueva época de fundamentalismo figurativo pendejón”. La tramposa y ofensiva declaración —pues no es la “nueva crítica de artes” de esa revista— tuvo eco entre los que detestan a Lésper, quienes se solazaron con los consabidos dicterios: mediocre, reaccionaria… Eso escribió, por ejemplo, un furibundo artista autor de un “Proyecto de demolición del Museo de Antropología” —el cual consistió en llenar de escombros una sala de la galería Kurimanzutto— y que incluso ha escrito en esa revista y recibido opiniones favorables de María Minera, ella sí con una larga permanencia en la sección de arte de Letras Libres; “Dan lástima esos libres”, concluyó, demoledoramente, el conceptual. Una “crítica de arte verdadera”, como la definió galantemente su esposo para oponerla a Avelina Lésper, escupió este galimatías: “Extraño hubiera sido que Letras Libres, en el ultraconservadurismo que siempre ha ostentado (sic), apostara por un poco más de materia gris”. (¿Conocerá la “crítica verdadera” la revista nazi Timón, que dirigió José Vasconcelos en los años cuarenta? Esa sí que era ultraconservadora.) Una búsqueda rápida en Google de esa “crítica verdadera” arrojó dos tristes resultados, ambos referidos a un árido artículo sobre, irónicamente, “un proyecto de arte emergente en la red”. El marido y escritor de marras, al que sus buenos amigos elogian complacientemente, además de odiar a Avelina Lésper, también vende su materia gris con alguna frecuencia a Letras Libres —esa revista ultraconservadora que cuenta en su consejo editorial a Juan Villoro y a Antonio Ortuño, quienes al parecer no se han dado cuenta del peligro que corren entre las fauces del lobo neoliberal.
Dijo el casi olvidado poeta Robert Southey, “El furor de la intolerancia es el más loco y peligroso de los vicios, porque se disfraza con la apariencia de la virtud”. Nada más cierto. ®