Neal Cassady pasó por todo y de todo: huérfano, arquetipo beatnik en la década del cincuenta, vago infatigable, ladrón de autos, expresidiario, esposo conflictivo y amante múltiple, asistente recurrente a la Universidad de Columbia, fue la más fuerte irradiación en la escritura de Jack Kerouac.
Tuve de pronto la visión de Dean, como un ángel ardiente y tembloroso y terrible que palpitaba hacia mí a través de la carretera, acercándose como una nube, a enorme velocidad, persiguiéndome por la pradera como el Mensajero de la Muerte y echándose sobre mí. Vi su cara extendiéndose sobre las llanuras, un rostro que expresaba una determinación férrea, loca, y los ojos soltando chispas; vi sus alas; vi su destartalado coche soltando chispas y llamas por todas partes; vi el sendero abrasado que dejaba a su paso: hasta lo vi abriéndose camino a través de los sembrados, las ciudades, derribando puentes, secando ríos. Era como la ira dirigiéndose al Oeste. Comprendí que Dean había enloquecido una vez más.
—Jack Kerouac, En el camino
Hace medio siglo —un dos de febrero de 1968, Día de la Candelaria en México—, en las afueras de San Miguel Allende, colapsó junto a las vías del tren Neal Cassady, estandarte de la Generación Beat, artista inédito e iconoclasta, compañero de Jack Kerouac y modelo y punto de partida para uno de los personajes más entrañables de la literatura del siglo pasado: Dean Moriarty, el arrebatado coprotagonista de la torrencial novela En el camino.
Casi todos reconocemos el delirante inicio de la novela de Kerouac, o “El Rollo”, como la llamaba él: un chico tan vital como atrabancado, ávido de vida y conocimiento atraviesa Norteamérica para ir hasta Nueva York en pos de un desconocido al que sólo conoce por medio de referencias en cartas de amigos comunes. Aquel muchacho febril se presenta y le pide al narrador que lo enseñe a ser escritor. El mismo Kerouac / Sal Paradise escribe–narra: “Con la aparición de Dean Moriarty comenzó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera”.
Así empezó la leyenda de On the road, la obra cumbre de Jack Kerouac.
Una escritura delirante que su autor había empezado a escribir en francés y se había planteado ininterrumpida para mantener su agilidad —para ello se había abastecido con un inmenso rollo de teletipo de 36 metros de largo que había introducido en la máquina de escribir, el cual le permitía una vaciamiento continuo sin pausas que rompieran “el ritmo” ni el aliento de su narración. Escritura que según la leyenda completó en apenas tres semanas encerrado, abastecido con sendas botellas de alcohol y altas dosis de efedrina.
Estación México
Al igual que muchos otros autores extranjeros que también sintieron una extraña fascinación por nuestro país —Ambrose Bierce, D. H. Lawrence, Malcolm Lowry, B. Traven, los poetas Arthur Cravan y Hart Crane, Graham Greene, Antonin Artaud, Aleister Crowley— los Beats encontraron en México un campo salvaje propicio para su delirio. William Burroughs fue el primero en llegar. Venía huyendo de la ley por falsificar recetas para comprar estupefacientes, acompañado de su esposa Joan Vollmer y sus dos pequeños hijos: era el año de 1949. Se instalaron en la calle de Orizaba núm. 210, en la Colonia Roma; barrio que quedaría innegablemente unido a su tragedia dos años después. Ahí Burroughs escribió su célebre novela Queer, también en una cantina de Insurgentes y Álvaro Obregón partes de The Naked Lunch. Fue también a principios de los años cincuenta —antes de su segunda fuga— cuando el resto de los Beats empezaron a visitarlo: Kerouac, con quien ya mantenía una relación de amistad y a quien el autor de Los vagabundos del dharma apodaba con admiración “Old Bull”, además de Lawrence Ferlinghetti, Gregory Corso y Allen Ginsberg. Una foto hecha en 1956 en la Plaza Luis Cabrera testimonia la estancia de ellos en la colonia Roma.
Del infatigable intercambio epistolar con Cassady éste se contaminó de su estilo digresivo, espontáneo, hecho de florituras, sentimental; una prosa al mismo tiempo cándida y dura soportada en la más desnuda experiencia vital, vertida en esa suerte de corriente de conciencia.
Un año antes, a través de 242 coros, influido por la estética y el ritmo del jazz, en el número 205 de la misma calle de Orizaba, Kerouac había buscado atrapar “el aire” de la ciudad en su delirante poema México City Blues. También entre 1955 y 1956 había escrito Tristessa, novela ambientada en los rincones más sórdidos de la capital, diario de un adicto a la morfina, novela costumbrista sobre la autodestrucción de una prostituta de nombre Esperanza, a quien el autor rebautizó como Tristessa; ejercicio budista —como él mismo se refirió a su libro muchos años después—, la novela es también un lamento, un grito y una oración:
Ay, Señor ¿qué les estás haciendo a tus hijos? Tú, con tu rostro compasivo y hermoso, no osaría decir lo contrario. ¿Qué estás haciendo con tus niños perdidos, por qué nos robas el derecho a participar de tu mente después de modelar las nuestras a imagen y semejanza de la tuya? ¿Es por aburrimiento o porque ya no te importamos? No debiste hacerlo, Señor que todo lo iluminas, no debiste de jugar de esa forma mortal con el sufrimiento de tus propios hijos, mente de tu mente, no caigas en tu propia ensoñación y deja que suene la música y silba para que bailemos, solos, en una nube, aullándole a las estrellas que tú mismo creaste, oh Dios.
Cassady–Moriarty
Caótico, vital y quizá una de las figuras literarias más influyentes de la literatura norteamericana y que paradójicamente, a su vez, escribió demasiado poco —El primer tercio recogió de manera póstuma sus cartas—, Neal Cassady (Salt Lake City, Utah, 8 de febrero de 1926) pasó por todo y de todo: huérfano, arquetipo beatnik en la década del cincuenta, vago infatigable, ladrón de autos, expresidiario, esposo conflictivo y amante múltiple, asistente recurrente a la Universidad de Columbia —aunque nunca se inscribió—, fue la más fuerte irradiación en la escritura de aquel exjugador de futbol americano llamado Jack Kerouac. Del infatigable intercambio epistolar con Cassady éste se contaminó de su estilo digresivo, espontáneo, hecho de florituras, sentimental; una prosa al mismo tiempo cándida y dura soportada en la más desnuda experiencia vital, vertida en esa suerte de corriente de conciencia. Del enorme rollo de papel–experimento de Kerouac, se sabe que el malintencionado Truman Capote opinó: “Eso no es escritura, es mecanografía”.
Pero la influencia ni el papel modélico de Cassady se agotaron en On the road: media docena de novelas de autores tan indistintos como Tom Wolfe, Hunter S. Thompson o Ken Kesey se ocuparon de él, y en alguna otra de Kerouac aparece como Cody Pomeray. Vago, delirante chofer que jugaba a conducir el transporte de los Merry Pranksters sin pisar nunca el freno —“fastestmanalive” lo apodó Kerouac— fue sujeto de canciones de los Grateful Dead, los Doobie Brothers y Tom Waits.
Los gringos viejos de San Miguel cuentan todavía que a Cassady le gustaba meterse a tomar a sus antiguas cantinas. Que, invitado por Corso, estuvo en el pueblo desde principios de los sesenta. Que rentaba una vieja casa en la calle Beneficencia núm. 17, al lado de una hippie de 23 años procedente de California, solamente conocida como J.B.
Desde ahí, lo que era la estación está lejos, casi en las afueras del pueblo: “941 kilómetros a Laredo. 549 kilómetros a México” reza un anuncio. Cassady caminó esas vías de tren una noche de febrero de 1968. Dicen que había estado en la fiesta de una boda en una ranchería cercana. La versión local afirma que estaba muy tomado, que bailó y comió y luego se perdió en la oscuridad. Decía que tenía que ir a Celaya para recuperar su maleta o “bolsa mágica”, donde guardaba una biblia y viejas cartas de sus amigos beats. A la mañana siguiente fue encontrado a un lado de las vías y llevado inconsciente al hospital, donde la autopsia reveló grandes cantidades de droga y alcohol en su cuerpo —otras versiones precisan pulque y seconal. En el documento oficial el doctor encargado de la necropsia escribió: “Congestión general de todos los sistemas”.
Ubicuo, caótico, demencial, Cassady–Moriarty desde entonces es material de leyenda: que si fue amante de Kerouac y de Ginsberg, que a su vez propició el romance del primero con su propia esposa (situación que terminaría por desgastar su amistad), que si Howl en realidad fue dedicado a él y no a Carl Solomon (“N.C., héroe secreto de estos poemas, follador y Adonis de Denver”), que si luego de su muerte su viuda y su novia se repartieron sus cenizas a partes iguales; que esta última en un extraño ritual “se lo fumó”, que si antes de su muerte contaba los durmientes de la vía, y que mientras agonizaba dijo: Sesentaycuatromilnovecientosveintiocho.
Lo único cierto es que su cuerpo fue encontrado en el kilómetro 25, rumbo a Celaya. Faltaba menos de una semana para su cumpleaños 42. ®