Es el descenso y el ascenso del alma por la belleza
lo que me propongo realizar ahora:
¿te atreverías a emprender el viaje conmigo?
—Leopoldo Marechal
Era esa edad en la que estás grandecito para sentirte niño y al mismo tiempo nadie te considera grande en absoluto. Una especie de limbo etario en la que la mayoría de las personas que te rodea ignora tu existencia. La edad perfecta.
Vivir era como cantar. Podías desafinar, equivocarte y empezar de nuevo. Dejarte llevar por la letra y la música de la existencia; repetirte con la alegría de un estribillo pegadizo.
La infancia, esa canción remota e infinita entonada entre el cielo y el infierno.
Luminosa como las naranjas apretadas y sorbidas al sol; acalorada como la piel del verano, gratuita y dulce como el agua de los arroyos que ignoran que un día, tarde o temprano, llegarán al mar o se secarán regando la tierra en el intento.
Oscura y temblorosa infancia como las noches de tormenta; aterradora como las amenazas de guerra, como el no saber y el miedo a la orfandad. Difícil de conservar como la arena entre los dedos.
***
De pie, alumnos, dijo la señorita Adriana. Recién entonces hizo entrar al nuevo. Hacía como una semana que habían empezado las clases; no sé por qué no vino el primer día de sexto; nunca le pregunté.
***
Lo presentó profiriendo alguna frase con un dejo de burla, no recuerdo exactamente; la señorita Adriana era un ser injusto y despectivo. Yo me había ganado su displicente respeto a fuerza de ser una de las mejores alumnas. Pero a él no lo quiso nunca; no dejaba de mortificarlo o ponerlo en falta ante los otros cada vez que podía. Para su fastidio —o justamente por ello— era el alumno más inteligente, el más sensible de los varones y, por lejos, el más locuaz.
En reiteradas oportunidades volvía de la Dirección arrastrando los pies con algún castigo, pero no sin haber aprovechado la ocasión para conversar con el cura o la directora de asuntos y temas que para los otros niños eran un misterio o un aburrimiento: el cosmos, la música, la religión.
En reiteradas oportunidades volvía de la Dirección arrastrando los pies con algún castigo, pero no sin haber aprovechado la ocasión para conversar con el cura o la directora de asuntos y temas que para los otros niños eran un misterio o un aburrimiento: el cosmos, la música, la religión.
Ahí estaba ese primer día de clase, de pie, las manos en los bolsillos, balanceándose sobre los mocasines en la puerta del aula. Encantador chico malo. Alto para su edad, los ojos castaños y el pelo corto con un remolino de niño terrible. Aunque estaba limpio, su guardapolvo no era del todo blanco. Ahora me doy cuenta de que ese detalle lo hacía parecer más grande. Todos los demás lo traían absurdamente almidonado y nuevo; les sobraba manga y hombro por esa manía del talle de más, comprado para aguantar el estirón de los once a los doce.
A él el guardapolvo le quedaba pintado, corto y canchero, baqueteado, con un agujero en el ruedo. Fue como si un James Bond, un héroe desaliñado que acaba de salvar al mundo, cayera de pronto entre un grupo de aburridos y minúsculos empleados bancarios.
No obstante su arrogancia, ese día descubrí ese gesto suyo por primera vez: cuando está aterrado o nervioso aprieta los labios y sonríe como si todo se tratara de un chiste.
***
Los varones lo detestaron de inmediato. Las chicas se hicieron amigas. Y aparte, estaba yo.
***
Es un barrio rarísimo. Una inmensa jaula verde de decenas de hectáreas alrededor de la facultad de Agronomía (Mirá si seremos centralistas, los porteños, que para aprender del campo, hay que estudiar entre Villa Urquiza y Villa Devoto, en plena ciudad de Buenos Aires).
El caso es que nos criamos entre el asfalto, el tráfico y el cordón de la vereda, por un lado, y los campos de alfalfa, las moreras y los higos, los corrales de pavos y ovejas, por otro.
Para salir de la ciudad y entrar al campo había que caminar apenas dos cuadras, cruzar la avenida Beiró y atravesar el molinete. Al final del caminito podías cruzar la vía hacia los campos sembrados o quedarte de este lado. No era fácil pasar en bicicleta. Ibamos con Almendra. La perra se adelantaba impaciente, esperando a que levantáramos las bicis por encima del molinete.
Atravesar ese umbral giratorio de fierro era arribar a la embajada de la libertad.
El domingo solía arrinconarnos en una parte medio escondida, justo enfrente de las vías, al lado del paso a nivel. Ahí está —todavía— el roble que extiende su brazo inmenso y corcovado, paralelo al suelo como un gigante que te invitaba a ver el mundo un poco por encima. Nos sentábamos y conversábamos durante horas; de tal modo se nos pasaba el tiempo que alguna vez mi vieja nos vino a buscar, asustada y furiosa de que nos hubiera pasado algo. A veces nos encajaban a mi hermanita, que ni quería venir ni servía de mucho para controlar el nivel hormonal al que supuestamente creían que tal vez osaríamos llegar.
La inocencia nos valía. Nos echábamos a leer sobre el pasto. Contiguos y en silencio. En parte allí, enterrada en la alfalfa o sentados espalda con espalda, y en parte en mis muy tempranas noches de insomnio, devoré los tomos de la colección Robin Hood —todos los lomos amarillos que había en la biblioteca— y a Vasconcelos, Calvino, Tolkien, Poe, Dickens y Bradbury. Y Hesse, claro, cómo no. Hesse, de pe a pa.
***
Hace un tiempo lo soñé. Teníamos once o doce, como antes, pero no éramos niños. Éramos cachorros jugando una carrera a ver quién llega primero al otro lado del campo de alfalfa. Corríamos a carcajadas pero ladrando, mascando la hierba como hacen los perros y aceptando los azotes de la hierba a toda velocidad.
Hace un tiempo lo soñé. Teníamos once o doce, como antes, pero no éramos niños. Éramos cachorros jugando una carrera a ver quién llega primero al otro lado del campo de alfalfa. Corríamos a carcajadas pero ladrando, mascando la hierba como hacen los perros y aceptando los azotes de la hierba a toda velocidad.
Yo siempre quería ganarle. Su manera de ganar era dejarme creer que era más rápida, dejar que me adelantara para verme correr y caer cansada, boca arriba, a su lado. El jadeo por fuera y el huracán por dentro. Él, siempre Aquiles; yo la tortuga. Llegábamos juntos por el arte paradojal de la infancia. Caíamos boca arriba. Sobre nosotros la advertencia del cielo justiciero, celeste, lejanísimo. Olorosos y sedientos como cachorros sobre la hierba.
Entonces, apenas su mano sobre mi frente, limpiándome el sudor, aferrándome el pelo por detrás y pasando por debajo su brazo y su cuerpo para que pueda descansar sobre él. Nada más. Su cuerpo niño como una playa de arena a la cual se llega. Dos cachorros sin teta que se duermen en una posición inverosímil, enredados el uno en el otro en un yinyan torcido y feliz. No sé cómo le decíamos entonces; yo le llamo amor. Amor de paraíso perdido; amor sin pecado original.
***
La señorita Adriana lo puso en mi grupo. Yo no sé bien si lo hizo para castigarme o para ver si, en una de ésas, el chico se enderezaba. El resto de los alumnos —un cotolengo destemplado y entrañable pero sin destino cierto en la educación formal— no ayudaba para lo segundo y bastante para lo primero. Muchos trabajos y el único Hércules, una servidora. Había que arrastrarlos para terminar una redacción o un cálculo. Tuvimos que ponerle un nombre al grupo y entre los dos, con total autoritarismo, le pusimos Orión. Menelvagor, según el Silmarillion de Tolkien. La constelación de un héroe que cae vencido, de rodillas, herido de muerte por la flecha de su amada Artemisa.
La vida nos hizo nacer de las nalgas de un mismo padre espiritual. Un cura, un tipo de una mente resplandeciente, perverso polimorfo y asombroso maestro que era dueño, entre otras cosas, de un poderoso telescopio. Nos llevaba a ver las estrellas desde el campanario. En una de esas noches de estrellas y campanas me apropié de Betelgueuse en cuanto la vi en el lente, roja y muy distante de Rigel, más azul y más brillante, como el sujeto que no paraba de hablar a mi lado.
Pasamos el verano siguiente sin parar de jugar. El último verano de dos. Observando las estrellas de noche y vagando de día. Habían instalado una Pelopincho que ocupaba casi toda la superficie de la terraza de mi casa. Él se subía a la pared de la medianera y desde ahí se hacía unos clavados que no sé cómo no se mató. Creo que una vez, antes de tirarse, haciéndose el Tarzán, agarró un cable de luz mojado y casi se muere electrocutado.
No sé si lo anterior es un recuerdo verdadero o es una imagen inventada para obtener, a la fuerza, una foto de las tantas otras veces que, años después, lo sentí morir a la distancia. Las veces que me desperté de noche, afiebrada y loca, algo le pasó, esta vez sí, algo grave le pasó. Dónde está. No juego más.
¿Jugábamos al rinraje o también eso lo soñé? Jugábamos al rinraje, estoy segura. Amelia o la Pochi se asomaban con la escoba en la mano para asustar, furiosas de salir al umbral desierto dos, tres veces, a la hora de la siesta. Espiábamos desde la esquina del almacén y cuando se metían lanzábamos el contraataque. Rinraje profesional.
Qué timbres tocamos de grandes y qué monstruos nos abrieron la puerta sin darnos tiempo para huir; esa es otra historia. Lo odié una y mil veces por no dejar que nadie lo salvara del castigo. Por no dejar que yo lo salvara. Y por huir.
Otras veces yo intentaba leer y él quería jugar.
¿Jugamos a mirarnos? Era así: nos sentábamos uno frente al otro. Un-dos-tres-listos-ya: había que mirarse fijo sin cerrar los ojos. Certero, letal, un amaestrarse con la mirada, como hacen los domadores con los caballos salvajes o los leones.
Él sacaba a relucir la risita esa de los labios apretados (“No seas mulero, no vale hacer reír”); yo me mantenía seria, desafiante, quería ganar aunque se me secaran las pupilas. No había caso; el patio se ponía borroso y cientos de agujas se me clavaban en los ojos y me obligaban a cerrarlos.
Una tarde se me nubló la vista y no vi más. Entonces sus labios se posaron un instante sobre los míos en un beso tan leve como el ala de una gaviota en vuelo rasante sobre el mar.
Domador domado, amante y amado.
Pero el amante es más cruel que el domador, que nunca abandona a la fiera una vez que ha logrado adiestrarla. Cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan, se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo, dice el poeta Molina sin error.
No sé precisar exactamente cuándo, pero el orgullo se plantó entre nosotros un día como una bandera beligerante.
***
Una vez, en mi cuaderno de infancia, escribí la palabra amor con hache porque ésa era la inicial de su nombre. Hamor. Hombre. Hembra. Hambre. Su nombre.
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Qué paradójico, cargar con una letra invisible para alguien que era todo lo contrario. Él era el barón rampante, no el caballero inexistente. Un ser tan real como saciar el apetito. Su presencia constituía un alimento de tal abundancia que me empachaba y me saciaba. Mi granero del mundo. Comí de él hasta hartarme.
Amé más al hambre que al hombre. Comprendí que la única forma de tenerlo para siempre era perderlo. Dejé de esperar que volviera, de la cima de un cerro nevado, de la profundidad oscura del océano. Seguí esperando, sí, pero de un modo latente lo que esperaba y temía era la noticia de su muerte. Tantas veces lo imaginé muerto en algún lugar oscuro del otro lado del mundo. El pensamiento era un gusano que me roía por dentro.
De tanto pensar que un día moriría, y por no poder salvarlo, lo maté. Y en la languidez de esa ausencia y sus varias muertes empezó a crecer un hueco, con la inicial del hambre, del hombre y la hembra. Y por algo es muda la letra como el hueco que me dejaba su nombre en la boca del estómago. La huida del primer amor, languidez de la infancia, la inocencia que finalmente muere como un perro que nos ha acompañado toda la vida.
Todo amor equivale a una muerte —susurra Marechal en el campo de alfalfa— lo importante, es lo que se pierde o se gana muriendo.
***
Tal como se supone que sucede si uno no muere, crece. Yo aprendí las reglas de ortografía. El nunca dejó de romperlas.
En esa época escribí cartas que no mandé, simplemente porque no sabía qué dirección poner en el sobre. No sólo escribí. Escuché lo que no quería, estuve con quién no debía y callé lo que debí haber gritado: los secretos, guardados bajo siete llaves con setenta veces siete vueltas jamás se han posado sobre una página en blanco.
Por ese entonces, munida de mi pequeña máquina de escribir Lettera 22 —apenas más gruesa y más pesada que una laptop de las primeras— empecé a huir de Buenos Aires buscando la soledad, escapando de las amorosas garras de un novio u otro. Para escribir. Así crucé el Río de la Plata.
Tiraba mis huesos durante dos noches y tres días en Colonia o en algún hotel de 18 de Julio, maloliente y habitado por cucarachas, gris, melanco y fané. A mí me parecía el palacio de las maravillas. La máquina de escribir era un regalo de cumpleaños que un anciano periodista croata de escabroso pasado que no quiero saber me hizo a los tres años. Era perfecta y bastante sigilosa para la época. Tenía solamente una falla mecánica irreparable: la única letra que no marchaba era la hache.
***
Cuando el río despreocupado de la infancia se hizo cada vez más ancho y se volvió océano, tratar de encontrarse sin mapas ni brújulas era naufragar con seguridad. Me até al mástil de la nave, no para dejar de oír la música de sus labios sino para no dejar que me arrastrara la locura de su canción condenada.
Nos perdimos y nos encontramos varias veces, en medio de las mutuas tempestades. A falta de brújulas nos convertimos en un mapa de navegación el uno del otro. Maestro y maestra. Hermanos amantes.
Dicen que la infancia no se puede cambiar y no es cierto. Los arcones vedados de nuestra biografía guardan las catástrofes, pero sobre todo conservan el amor del que fuimos capaces. Están en alguna parte de esa vasta región, extraviados, enterrados en la isla de Lost a la cual sólo se puede volver en el tiempo.
Inocencia malherida, infancia sepultada. Tratar de recuperarla no es un paseo gratuito pero tal vez sea una travesía sanadora. El precio del boleto es el de atreverse a transitarla otra vez; volver a reconocer los abismos, los accidentes, el agujero donde caímos y nos rompimos los huesos; la cima desde donde alguna vez vimos el paisaje más bello del mundo.
***
¿Será posible recuperar la inocencia para, tal vez, volver a entender la perversa y maravillosa dialéctica del amor? Esa guillotina sobre la cual volveremos a apoyar el cuello (¿Te acordás que una vez te lo cortaron y volvió a crecer? No lo olvidaste, ¿no?). El amor, ese artefacto descompuesto que te empeñas en volver a arreglar. Ese zapato impar, abandonado a la intemperie.
El amor es un don. Un tesoro que no se conserva si se guarda. Una sombra que se alarga delante de nosotros hasta tocar algún día, el muro de la muerte. Pero mientras tanto, mientras tanto.
***
Elbiamor, por ahora, y si es que todavía sobrevivo a los esfuerzos del animal simbólico, deducirás fácilmente que las criaturas, mediante su belleza, nos proponen una verdad con la intención de un bien. Y me preguntarás ahora: ¿cómo es posible que una verdad y un bien, así sean relativos, induzcan al alma en una caída o descenso? Hemos estudiado ya el gesto natural de la criatura, y su inocencia resplandece a nuestros ojos como la hermosura de que la revistió Aquél por cuya gracia visten mejor los lirios del campo que Salomón en el apogeo de su gloria. Estudiemos ahora el gesto del alma: tal vez consigamos una respuesta” [Leopoldo Marechal, Ascenso y descenso del alma por la belleza, 1939].
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