Democracia en México: ¿desmantelamiento o rescate?

Entrevista con Francisco Valdés Ugalde

Un mejor futuro, si lo hay, está en vincular de una manera innovadora la democracia con los derechos en el Estado; una nueva forma de organizar el poder político que es posible y deseable. De eso se trata Ensayo para después del naufragio.

Dr. Francisco Valdés Ugalde. Foto diario El Universal.

El mundo vive una tempestad en la que se han conjugado elementos tan diversos como la globalización, el desarrollo tecnológico, el nacionalismo, la autocratización, la desigualdad, la pandemia, la migración y el fundamentalismo de mercado, entre muchos otros; una tormenta en la que, además, hay un abierto enfrentamiento entre dos modelos políticos fundamentales (el atlántico y el euroasiático).

¿Cuáles son las posibilidades de que la democracia y los derechos humanos atraviesen estos años huracanados y puedan no sólo sobrevivir sino desarrollarse y avanzar entre tantos desafíos? Desde la teoría política la compleja realidad antes enunciada es enfrentada por Francisco Valdés Ugalde en su libro Ensayo para después del naufragio. Democracia, derechos y Estado en los tiempos de la ira (México, Debate, 2023).

Sobre la trayectoria de los regímenes democráticos tras su tercera ola Valdés Ugalde escribe: “Más tardó la democracia en extenderse que en reaparecer la simiente del autoritarismo. La debilidad intrínseca de la democracia frente a los impulsos autocráticos consiste en que ésta no puede renunciar a su apertura y, por consiguiente, a su posible subversión, a diferencia de la autocracia que convoca desde el inicio al encierro frente a todo lo que considera ajeno, incluida la realidad misma”.

Acerca del caso mexicano, el politólogo advierte sobre la autocracia populista, el retroceso en derechos humanos, el nacionalismo exacerbado y el abuso de la mayoría, lo que puede significar el desmantelamiento de la democracia, a menos que la sociedad la rescate en fecha muy próxima.

Sobre su libro conversamos con Valdés Ugalde (Chihuahua, 1953), quien es doctor en Ciencia Política por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, de la que es investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales; en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales ha sido director en México y hoy presidente de su Consejo Superior, además de que fue director del Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana. Miembro nivel II del Sistema Nacional de Investigadores, fue director de la Revista Mexicana de Sociología y ha colaborado en publicaciones como El Universal, Perfiles Latinoamericanos, Estudios Sociológicos, Casa del Tiempo y Fractal, entre otras.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un libro como el suyo, con la disputa entre la democracia y la autocracia, entre los modelos que usted llama “atlántico” y “euroasiático”, en un mundo globalizado y atravesado por la pandemia de covid–19?
Francisco Valdés Ugalde (FVU):
Hay muchos motivos relevantes; el que mencionas es uno de ellos: cada vez se va configurando más claramente la alianza euroasiática contra el modelo atlántico. Hoy vemos claramente, a partir de la invasión de Ucrania, que China, Rusia, Corea del Norte e Irán están formando una coalición. No carece de contradicciones y problemas, pero tiene por característica fundamental que, en todos los casos, se trata de poderes y, en algunos casos, de potencias que tienen por común denominador proclamar que el modelo autoritario de gobierno es superior al de la democracia.

Mientras tanto, en el que llamo “modelo atlántico”, que incluye a Europa y a toda América, predomina un modelo democrático, aunque en algunos casos desafiado, como en el caso de Donald Trump en Estados Unidos, que reta a la democracia, quiere cerrar a su país y convertirse a sí mismo en un autócrata. Obviamente hay otros poderes y gobiernos, como los de Cuba, Nicaragua y Venezuela, que han dado pasos en el sentido de que debe prevalecer un modelo no democrático porque, supuestamente, sería un modelo superior.

Ésa es una situación que están enfrentando las democracias que avanzaron desde los años setenta del siglo pasado hasta, más o menos, el año 2015, con el paso de gobiernos autoritarios a democracias, lo que amplió el número de países y de personas que se gobiernan de esta forma.

Desde la segunda década del siglo XXI esto ha empezado a retroceder por varios factores: en primer lugar, el avance democrático es, además, un reclamo de derechos. No sólo cuando se ganan las libertades políticas y de elegir gobernantes se tiene democracia, sino también se avanza en la libertad que la ciudadanía tiene de reclamar derechos: mayor igualdad, que se termine la pobreza, que haya buenos servicios públicos, que se respeten los derechos a la vida, a la seguridad, a la alimentación, a la salud, a la educación. Éstos son parte del sistema de los derechos humanos, que tuvo un fuerte avance durante el periodo que Samuel Huntington y otros escritores denominaron “la tercera ola de la democratización”, que ha implicado que haya mayores exigencias hacia los gobiernos, las clases dominantes y los poderes económicos.

La globalización se ha generalizado no sólo por el factor democrático, sino también por otros, como, por ejemplo, el técnico, el del desarrollo tecnológico, que permite algo que al final de los años ochenta ni siquiera imaginábamos: un mundo interconectado. Están las migraciones, que son, en parte, producto de que en amplias regiones del mundo hay desigualdades sociales y pobreza, que impelen a muchas personas a que, en un mundo de fronteras abiertas, traten de ir a lugares donde puede haber mayores perspectivas de desarrollo y mejores condiciones de trabajo y de vida.

Hoy esas autocracias van coincidiendo y aliándose para contrarrestar la democracia con sectores y grupos de la sociedad que, por una parte, tienen mucho miedo y mucha inseguridad respecto de su futuro inmediato, como los que han perdido empleos y oportunidades porque los mercados mundiales se han desplazado de una manera mucho más vertiginosa.

Éstas son fuerzas que en el momento actual están interactuando unas contra otras, y que, lamentablemente, desde la década pasada empezaron a generar muchísimas reacciones contrarias por parte de los grandes monopolios económicos, de las potencias y países cuyas élites son reacias a la democracia o a la democratización, sectores completos que no quieren la globalización porque los descoloca respecto de sus costumbres, de su ideología y de con quién conviven.

Hoy esas autocracias van coincidiendo y aliándose para contrarrestar la democracia con sectores y grupos de la sociedad que, por una parte, tienen mucho miedo y mucha inseguridad respecto de su futuro inmediato, como los que han perdido empleos y oportunidades porque los mercados mundiales se han desplazado de una manera mucho más vertiginosa que anteriormente y no ha habido medidas compensatorias para mantener la situación de vida de las personas que han ido perdiendo esas oportunidades. Esto ha ido generando reacciones contrarias a la democracia, a la libertad, de tal manera que se estimula la aspiración ilusoria, fantasiosa, de que un gobierno autoritario podría resolver mejor los problemas.

Como hemos visto en las encuestas más recientes, como, por ejemplo, la de Latinobarómetro, ahora, a diferencia de las décadas anteriores, tenemos una mayoría de personas en América Latina que dicen que preferirían gobiernos no democráticos pero que sí resuelvan los problemas. El inconveniente con esa idea es que los no democráticos no los están resolviendo, sino al contrario: los agravan aún más.

Ésa es una de las dimensiones que están en el libro, que trata sobre la democracia, los derechos y el Estado en los tiempos de la ira, los actuales.

AR: Hay un capítulo sobre la democracia y sus vínculos con los derechos humanos, e incluso si ella forma parte de éstos. ¿Cómo ha afectado el avance de las autocracias a los derechos humanos?
FVU:
Podemos poner ejemplos muy concretos: recientemente el Congreso mexicano aprobó una reforma a la Ley de Amparo que cambia el statu quo previo en el siguiente sentido: Morena, la mayoría del presidente López Obrador, quiere echar para atrás lo conseguido en el ejercicio del derecho de amparo que consistió en que, una vez que se ha dictado una sentencia firme que ya resulta inapelable y que es a favor de un quejoso, tiene consecuencias generales respecto de la ley debatida. Anteriormente el amparo se le concedía al quejoso, pero sólo a esa persona, física o moral, y las demás seguían obligadas a cumplir con el acto o con la ley que afectaba los derechos.

Con la reforma de 2011 la Constitución absorbió el corpus de los derechos humanos en forma plena en el artículo primero y en varios más, lo que implicó que el Poder Judicial pudiera, en virtud del principio pro persona, no sólo dar el amparo a un individuo que se quejó, sino derogar la norma completa, suspender sus efectos por completo y, por lo tanto, para todas las personas que estuvieran en el caso de la que ganó el amparo.

Hoy Morena quiere echar para atrás esa ampliación de los derechos humanos; ése es un ejemplo concreto de cómo un gobierno de tendencias autocráticas, como el de López Obrador, quiere dar marcha atrás en la conquista de los derechos humanos para hacer que el juicio de amparo vuelva prácticamente al estado de la Fórmula Otero, al de 1857. Nos están regresando unos doscientos años en el tiempo en materia de justicia.

Morena quiere echar para atrás esa ampliación de los derechos humanos; ése es un ejemplo concreto de cómo un gobierno de tendencias autocráticas, como el de López Obrador, quiere dar marcha atrás en la conquista de los derechos humanos…

La Ley de Amnistía es otro caso: darle poder al presidente para amnistiar criminales a su conveniencia. También está la Ley de Pensiones, que le quita a los pensionados sus ahorros que no han reclamado: si uno solo se defiende en la situación que tenemos vigente en la Constitución y gana el amparo, toda la ley se cae, mientras que con la reforma al amparo que Morena ya aprobó en el Congreso (por la que habrá acciones de inconstitucionalidad), entonces solamente una persona, si ganara el juicio, gozaría de los beneficios de ese amparo, y las demás quedarían desamparadas. De ese tamaño es la diferencia.

En Estados Unidos vemos que los republicanos trumpistas han querido restringir el derecho al voto de los ciudadanos de los barrios pobres, de los barrios negros, en regiones apartadas en las cuales es poco claro quiénes tienen derecho o no a sufragar, y de esa manera dejar fuera a muchísimas personas que, quizá, en la elección de este año no podrán ejercer ese derecho y favorecer al Partido Republicano. Eso es lo que hacen los autócratas cuando echan atrás principios democráticos y los derechos de la gente.

Enfatizo en este punto: alego, contra muchos colegas, que la democracia, considerada en su esencia, no necesariamente en sus formas o en la estructura de una república o de un aparato gubernamental, sino en sus principios fundamentales, debería ser abiertamente reconocida como parte del sistema de los derechos humanos. Esto, por dos razones: primera, porque en toda democracia priva el derecho de mayoría. Hay muchos métodos para hacer mayorías: calificada, simple, relativa, proporcionalidad, etcétera, que, a final de cuentas, son formas legítimas de establecer mayorías.

Ese principio de mayoría es vigente gracias a que en la historia democrática los derechos se expandieron bajo la idea de la igualdad: todos somos iguales y tenemos los mismos derechos; por lo tanto, la igualdad es la madre de la mayoría en la democracia. Por esa misma razón la mayoría no puede ir en contra de la igualdad en una democracia; en otras palabras: no podemos elegir un dictador porque eso no es democrático aunque sea mayoritario. Esto rompe el principio de igualdad, ya que al elegir un dictador haríamos que actúe en contra de una parte de la población: la que no es mayoritaria. Son los casos, por ejemplo, de Cuba, de Nicaragua y de Venezuela.

Todos somos iguales y tenemos los mismos derechos; por lo tanto, la igualdad es la madre de la mayoría en la democracia. Por esa misma razón la mayoría no puede ir en contra de la igualdad en una democracia; en otras palabras: no podemos elegir un dictador porque eso no es democrático aunque sea mayoritario.

En las democracias las minorías tienen sus derechos garantizados: son iguales ante la ley, ninguna mayoría puede ir a quitarles su casa ni negarles sus derechos a la salud y a la educación porque no estén de acuerdo con el gobierno en turno. Otro ejemplo al respecto: los apoyos de los adultos mayores o las becas de los jóvenes son derechos establecidos ya en la Constitución, y lo son en virtud de la igualdad.

Si una mayoría se los quiere quitar, actúa antidemocráticamente aunque sea mayoría (eso es, por cierto, lo que quiere Morena: que pueda haber una mayoría que actúe contra la igualdad de los demás). Eso es inadmisible, y en el momento que ocurre se termina la democracia y se establece una dictadura o una autocracia.

Tenga la forma que tenga, los dos principios de la democracia son la mayoría y la igualdad en consonancia permanente; en el momento en que una rompe a la otra la democracia es puesta en cuestión. Por eso igualdad y mayoría son dos elementos que deben ser parte de los derechos humanos; el derecho a la autodeterminación que se suele argumentar en contra es, en realidad, una falacia porque, derivado de lo que acabo de decir, no puede haber un pueblo que, por mayoría, “democráticamente” decida tener una dictadura: lo puede decidir, pero no es democrático.

Cuando los países ortodoxos del islam le quitan a las mujeres todos los derechos y se los dan a los hombres, en ese momento se genera una mayoría que oprime a una minoría (aunque, en realidad, las mujeres son más que los hombres; entonces, en ese caso, todavía es peor: es una minoría que oprime a una mayoría). Pero, en términos de quién es quién en el derecho de votar, pues es esa mayoría de privilegiados, los varones, la que le está imponiendo a las mujeres una forma de gobierno que no es democrática aunque sea mayoritaria.

AR: Otro punto importante que expone en el libro contra las tiranías de la mayoría es lo que Ferrajoli llama lo “no decidible”. En concordancia con su respuesta anterior, ¿qué significa esto?, ¿cuáles son los límites a las mayorías?
FVU:
El profesor Luigi Ferrajoli ha desarrollado una visión de los derechos humanos y de la democracia interconectadas, que tiene dos elementos: lo que se puede decidir y lo que no se puede decidir. Se refiere a los dos grandes sistemas de los derechos humanos: por una parte están los derechos civiles y políticos (las libertades de expresión, de reunión, de prensa, al movimiento, a la migración), los derechos personales, individuales, que nadie puede quitar y que tienen que ver estrictamente con la vida civil, con que no se interfiera en la esfera del otro, en la vida privada, lo que el Estado tiene que respetar y hacer cumplir.

Por otra parte, están los derechos económicos, sociales y culturales (DESC), que se han desarrollado en los últimos tiempos y que se han incorporado en el sistema jurídico internacional de los derechos humanos. Pongo dos ejemplos: los derechos a la educación y a la salud, reconocidos por la comunidad internacional en convenciones y tratados que han sido signados por la mayor parte de los países, entre ellos México.

Los derechos civiles y políticos implican no acciones del Estado: no decidir, por ejemplo, limitar las libertades de expresión, de reunión, el derecho al voto, etcétera. A la vez, los DESC implican costos y acciones positivas del Estado, que no puede no decidir proporcionarle a la población, dentro de los recursos disponibles, los medios necesarios para tener una buena salud y una buena educación.

En sistemas como el nuestro, donde la educación debe ser pública, gratuita y de calidad, el Estado tiene la obligación de proporcionarla. El Estado no es simplemente el gobierno, sino la comunidad política: somos todos construyendo un gobierno que va a proveernos de protecciones y de acciones, como construir hospitales, dar salud a todos, vacunar a los niños, atender a los viejos y hacerlo en la mayor medida posible. Así, el Estado tiene la obligación de dar esos bienes públicos en forma suficiente y satisfactoria para establecer un piso elemental en que consideremos que hay cumplimiento a la gente en sus derechos a la salud y a la educación.

Son sólo dos casos, pero hay otros elementos: el derecho al trabajo remunerado, a la jornada laboral y a la paridad de género tanto en la esfera privada como en la social y pública.

En resumen, lo que Ferrajoli dice es que el Estado no puede decidir violar tus derechos políticos, ni tampoco no puede no decidir satisfacer tus derechos sociales y económicos. Ésas son obligaciones en ambos sentidos.

El Estado no es simplemente el gobierno, sino la comunidad política: somos todos construyendo un gobierno que va a proveernos de protecciones y de acciones, como construir hospitales, dar salud a todos, vacunar a los niños, atender a los viejos y hacerlo en la mayor medida posible.

El cumplimiento de esas obligaciones es lo que, a estas alturas del siglo XXI, consideramos que debe reunir un Estado democrático que, además, respeta los derechos políticos, con elecciones libres, justas e imparciales, por partidos políticos que pueden libremente construirse, operar y competir entre sí en elecciones con autoridades claras, etcétera. En un sistema democrático es permitir la construcción de mayorías para gobernarnos y, al mismo tiempo, proporcionar los bienes públicos que se consideran fundamentales para que cada uno de los seres humanos de la sociedad disfrute de sus derechos.

Otro derecho importante: al medio ambiente sustentable. Su procuración, su protección, combatir la contaminación y todo aquello que va contra el medio ambiente son asuntos que el Estado está obligado a hacer, lo que es otro ejemplo de los DESC.

¿Desmantelamiento o rescate?

AR: En el libro se revisan dos fenómenos que asedian a la democracia: el nacionalismo y el populismo, que reivindican, por ejemplo, un concepto de soberanía que es hasta anacrónico. Usted dice, por ejemplo, que el populismo autocrático es una reacción al fundamentalismo de mercado. ¿Qué retos plantean a la democracia?
FVU:
El nacionalismo es una forma que corresponde al periodo en que se construyeron los Estados soberanos, con ciudadanías diferenciadas (los mexicanos, los guatemaltecos, los alemanes, etcétera) y sociedades que tenían su propio Estado, sus valores y sus identidades (y las siguen teniendo). Tenemos una nacionalidad que se refleja en el pasaporte, en el acta de nacimiento, en la pertenencia que tenemos a un país; pero el nacionalismo es llevar al extremo esos valores nacionales y proclamar que sólo lo nacional tiene valor frente al resto del mundo, por lo que hay que cerrarse, aislarse del mundo y dejar de preocuparse porque en otros países le pasen cosas malas a los seres humanos.

Esa noción está completamente rebasada por la globalización, por los fenómenos de intercomunicación que hay en el mundo, lo que reclama un internacionalismo más que un nacionalismo. No significa que haya que borrar los Estados–nación, pero el nacionalismo exacerbado, como al que convocan personajes como López Obrador, Trump, Meloni, Le Pen y organizaciones como Vox, es desentenderse del mundo y quedarse en la aldea: “Protejamos lo nuestro y evitemos que lo que viene de fuera nos contamine”.

Al respecto, pongo el ejemplo de los derechos humanos: el anterior secretario de Gobernación de López Obrador, Adán Augusto López, decía que no podemos aceptar la vigencia de los tratados internacionales en México porque no pueden estar por encima de la Constitución. Pero resulta que antes, por las reformas de 2011, se había establecido que los derechos humanos establecidos en aquellos, aunque no estén escritos en la Carta Magna, tienen el mismo valor. Esto es lo que no quieren los nacionalistas: que estos elementos supuestamente extraños, que son patrimonio común de la humanidad, estorben sus ambiciones de poder.

El nacionalismo exacerbado, como al que convocan personajes como López Obrador, Trump, Meloni, Le Pen y organizaciones como Vox, es desentenderse del mundo y quedarse en la aldea: “Protejamos lo nuestro y evitemos que lo que viene de fuera nos contamine”.

Con frecuencia, estos nacionalismos pueden manifestarse como populismos, con liderazgos carismáticos de personajes que vienen a salvar y a redimir a la sociedad de los males que la aquejan (sean la pobreza o las amenazas del mundo externo, todo aquello de lo que tenemos miedo), y a darle, finalmente, una suerte de paraíso terrenal, a cambio de que se les conceda concentrar todo el poder en sí mismos.

Esos populismos se ponen a dar limosnas, como son (me van a perdonar) los apoyos para adultos mayores y las becas para jóvenes, a cambio de la libertad política. Si uno saca las cuentas, aunque está muy bien que haya esos programas sociales (que quede muy claro que no estoy en contra de ellos), deberían ser mucho más robustos, más consistentes, basados en la capacidad fiscal del Estado mexicano. Pero no la tiene porque la 4T no ha querido hacer una reforma para obtener los recursos que le permitan proveer mejor educación y mejor salud, sino que, con los mismos recursos y dilapidándolos, ha querido cimentar y fortalecer el poder de un solo individuo que quiere someter a los poderes Legislativo y Judicial para ser el poder principal.

Hemos visto en América Latina cómo se puede llegar a esto al extremo en el caso de El Salvador, con Nayib Bukele, quien ha logrado, mediante elecciones y con mayoría, convertirse en un personaje que no tiene competencia, y ha construido, gracias a una mayoría, una dictadura, pero ha roto el principio de igualdad.

Todo populista siempre tenderá a romper el principio de igualdad, porque va a poner por encima la mayoría que dice representar, sobre las minorías que se le oponen, sea bajo la forma de reprimir a la prensa o de dedicarse todos los días a insultar periodistas, medios de comunicación, críticos del gobierno, etcétera.

El nacionalismo y el populismo suelen ir juntos en la época actual, y son herramientas que utilizan los movimientos, partidos y personajes de vocación autocrática que quieren hacer retroceder la democracia, justo cuando los ciudadanos empezábamos a ser más protagonistas como decisores de la vida pública.

Ésa es la tendencia que quieren interrumpir, echar para atrás; no sabemos qué pasará, pero espero que, a final de cuentas, esos populismos y nacionalismos decaigan y den lugar a nuevas manifestaciones de avance y de transformación democrática que en el futuro, por los efectos negativos de los autoritarismos, nos hagan regresar a situaciones de mayor libertad y democracia, lo que también implica mayor responsabilidad de los ciudadanos respecto a la vida social y pública.

Sobre el fundamentalismo de mercado: los populistas de izquierda, como López Obrador, son antineoliberales, y los de derecha son fundamentalistas de mercado (yo digo que no son neoliberales, porque es otro asunto). Éste considera que no debe haber Estado y que todo puede resolverse gracias a la fuerzas del mercado, lo que es otra gran falacia (y que, por cierto, no es una propuesta del liberalismo serio, sino de algunos teóricos e ideólogos que han considerado que cualquier forma de Estado es perniciosa, y de la que debemos deshacernos, lo que hay que discutir con mucho cuidado).

El fundamentalismo de mercado, el nacionalismo exacerbado y el populismo, son fenómenos que hoy van mucho de la mano en un sentido o en otro, y son grandes lacras con las que hemos tenido que lidiar en nuestros tiempos.

El fundamentalismo de mercado es otra de las formas de error que se han cometido en nuestro tiempo porque, cuando se ha impuesto, ha habido un desmantelamiento de las instituciones que nos protegen contra los excesos del mercado. Eso resulta de que algunas personas o empresas pueden ir aumentando su poder hasta convertirse en oligopolios o monopolios que generan distorsiones del mercado y, por lo tanto, van totalmente en contra de los principios de su funcionamiento saludable, humanamente respetable, que es que haya competencia, para la que se necesita regulación, Estado y una autoridad competente, no sólo legítima, que la haga.

Esos tres puntos: el fundamentalismo de mercado, el nacionalismo exacerbado y el populismo, son fenómenos que hoy van mucho de la mano en un sentido o en otro, y son grandes lacras con las que hemos tenido que lidiar en nuestros tiempos.

AR: En el libro está señalada una urgencia: el desafío de la desigualdad, a la que se debe buena parte de la ira que hay en el mundo. La gran promesa de los populismos de izquierda es acabar con la desigualdad y con la pobreza. ¿Cómo nos encontramos en la cuestión social?
FVU:
Es un punto central. Sin remontarme muy lejos a la realidad de la desigualdad, admitiendo que existe y que en muchos casos, como en América Latina, es muy marcada y aguda a diferencia de otras sociedades, es un problema que genera conflicto, descontento, desconfianza. Permite abusos no sólo de la autoridad política o pública, sino de parte de particulares contra otros particulares, porque la diferencia de pesos hace que una gente muy rica pueda robarle terrenos, por ejemplo, a gente que no tiene medios para defenderse; allí hay una desigualdad no sólo de tipo monetario sino de poder, y hay que combatirla.

Esa desigualdad es la que combate la democracia: si uno observa 150 o 300 años de desarrollo de la democracia, se ve un proceso de igualación; por ejemplo, en el siglo XVII y XVIII los derechos políticos sólo eran de un puñado de personas (las que tenían propiedad y que sabían leer y escribir), y la mayoría del pueblo no los tenía: no podía decidir los asuntos de gobierno ni podía elegir a los gobernantes.

Conforme avanzaron las luchas democráticas se fue produciendo una igualdad política que permitió que un número cada vez mayor de personas participara en la formación del gobierno y, por lo tanto, en la formación de las decisiones públicas. Esta igualdad es la que ha conducido a las democracias actuales y también ha propiciado reacciones en contra por parte de sectores que se sienten descontentos porque personas en situación de mayor desigualdad se les están igualando.

Al mismo tiempo estamos en un fenómeno en el que la desigualdad tiene ya mecanismos de carácter mundial y no solamente nacional; por ejemplo, la libertad con que se mueve el capital financiero, la impunidad con que circulan los grandes capitales, las grandísimas empresas que escapan a los controles del Estado como lo conocemos hoy porque si no los deja hacer algo en México, van y las hacen en las islas Caimán, en Portugal o en África. Se aprovechan de esa desigualdad para mantener su lógica de acumulación y de poder.

Esto está generando una situación que rebasa al Estado nacional como forma ideal de autoridad porque está dejando grandes espacios en el mundo que parecen estar ingobernados, que son ingobernables.

Hay una necesidad objetiva, que palpamos todos los días, de regular esos procesos, esos espacios, de tener entidades capaces de regular y gobernar estos ámbitos en los cuales se mueven grandes poderes o grandes fenómenos de carácter social que no tienen ninguna forma de conducirse, de gobernarse, para llevarlos a mejor término.

Vuelvo a poner no sólo el ejemplo de los grandes poderes que se benefician de esta globalización, sino también de los más desaventajados que salen de sus países en grandes cortes migratorias y producen un fenómeno global que resulta ingobernable. Lo estamos viendo en nuestro país, en la frontera de Guatemala con Chiapas, en la frontera entre México y Estados Unidos, donde se concentran cantidades enormes de personas que han emigrado por condiciones de pobreza y de desigualdad en sus países.

Esa desigualdad es la que hay que combatir, y cuando aludo en el libro a la propuesta del profesor Ferrajoli estoy hablando de Estados que tienen la obligación de tomar acuerdos multinacionales para regular estos procesos.

No podemos imaginar un mundo mejor si no logramos regular la concentración económica gigantesca que se está produciendo gracias a las incapacidades de los Estados nacionales para, por ejemplo, controlar estos grandes fenómenos de capitales que se mueven por el mundo como Pedro por su casa y que pueden evadir todo tipo de restricciones.

Warren Buffet, dueño de Walmart, dijo: “Yo necesito que me cobren más impuestos: no puede ser que yo pague menos que mi secretaria”. Es que, en términos porcentuales, una vez hecha la contabilidad, resulta que el gigantesco complejo empresarial paga menos impuestos que sus trabajadores.

Hace tres años el presidente Biden propuso en el G–20 la creación de un impuesto global del 19 por ciento; después de muchas batallas se logró que, independientemente de dónde esté el capital, va a tener que pagar el 15 por ciento. Antes no pagaba nada, y ahora cuando menos va a tener que pagar ese porcentaje.

Un capitalista famoso, Warren Buffet, dueño de Walmart, dijo: “Yo necesito que me cobren más impuestos: no puede ser que yo pague menos que mi secretaria”. Es que, en términos porcentuales, una vez hecha la contabilidad, resulta que el gigantesco complejo empresarial paga menos impuestos que sus trabajadores: si éstos pagan el 25 o 30 por ciento sobre su ingreso, una empresa como ésa paga el 10 o 15, si acaso. Eso genera una desigualdad pavorosa que requiere una regulación, la que debe ser transnacional.

En el libro dedico un capítulo a la idea de un Estado posnacional, de una autoridad que debemos ir construyendo poco a poco para regular estos fenómenos, lo que requiere que los Estados nacionales y su ciudadanía empiecen a presionar.

En América Latina tenemos un retraso en acuerdos internacionales para regular los procesos que derivan de nuestras interconexiones, lo que es verdaderamente asombroso. Se habla mucho de la unidad latinoamericana, de abstracciones y tonterías, pero se ha retrocedido en materia de regular e incentivar los procesos que globalmente nos pueden beneficiar.

AR: Otra parte de la ira de este mundo son críticas muy severas al liberalismo, a la democracia liberal. En el libro usted hace una revisión de aspectos del pensamiento liberal desde Adam Smith hasta John Rawls pasando por la teoría de la elección racional y el libre mercado. En ese sentido, ¿qué liberalismo para hoy?
FVU:
Al liberalismo se le echa la culpa de todos los pecados y sufrimientos actuales del mundo, lo que es un error gravísimo porque, al mismo tiempo, se está desconociendo que ha sido uno de los sistemas y formas de pensamiento que ha logrado darle coherencia a estas luchas democráticas que el mundo ha tenido a lo largo de trescientos años. Si uno recorre los clásicos del liberalismo se encuentra con muchos temas: el voto universal, las elecciones libres y limpias, la distribución económica equitativa, etcétera.

Eso quiere decir que el liberalismo como sistema de pensamiento también es muy variado y hay pensadores liberales que están contradiciéndose unos a otros; no es un cuerpo doctrinal de carácter religioso, y muchas veces quienes lo critican lo hacen desde otra religión: la del fanatismo, muchas veces acompañado de brochadas de marxismo mal asimilado, que hace que la verborrea sea la característica principal de ese discurso antiliberal.

Hay un pensador que cito en el libro, Carlo Roselli, un socialista italiano que, lamentablemente, murió asesinado por los fascistas. En 1930 publicó un libro, Socialismo liberal, en el que decía que había que revisar en serio la tradición socialista, que es inexplicable sin la tradición liberal, y que el socialismo se había equivocado a partir del momento en que empezó a hablar de una dictadura: la del proletariado, que está en los propios Marx y Engels. Roselli consideraba esto entre los grandes errores con los cuales había que romper para reivindicar la capacidad de los valores liberales y democráticos para incorporar los principios de la igualdad y de la fraternidad en las sociedades modernas.

En ese sentido, decía que es posible que logremos, por la vía de la democracia, sin formas de opresión, una transformación del capitalismo hacia un modelo de organización económica que pueda ser más justo para toda la gente. No una utopía, no el mundo perfecto, lo que no existe más que en las mentes de los apocalípticos, sino mundos en los que podamos tener muchas mejores condiciones sociales, en los que resulte intolerable la pobreza, los niveles extremos de desigualdad y las formas de opresión.

Todos esos valores son liberales, a final de cuentas, y recuperarlos hoy es perfectamente asimilable con la idea de un mundo más democrático, igualitario, en el que no haya pobreza, lo que se puede lograr reconstruyendo la comunidad política, no destruyéndola.

Ésa es mi diferencia fundamental con los populismos, con los nacionalismos y con los fundamentalismos de mercado.

El liberalismo es un pensamiento en proceso de desarrollo, no algo congelado en el pasado y en los libros de Adam Smith, y hay liberales de derecha y de izquierda, así como hay marxistas autoritarios y democráticos (hay algunos de éstos que son mis amigos, y los otros son mis enemigos casi siempre).

Asimismo, pensar que el pensamiento y los valores liberales son indisolubles del capitalismo es un error. Eso lo han dejado en claro pensadores de la talla de Rawls, Habermas y Sen, como se muestra en el libro.

Con frecuencia, cuando defendemos la democracia estamos pensando en una forma de gobierno estática: la que tenemos hoy en día. Pero no: esto es perfectible: lo que estamos defendiendo es la democracia representativa, que no son solamente elecciones, sino la relación continua entre representantes y representados a través de una interacción continua en el proceso de gobierno de lo público. Eso es fundamental, y no lo hemos logrado.

Tenemos elecciones, pero después de éstas la gente se va a su casa. En México, después del que se llamó fraude electoral de 1988, la sociedad civil creció, se expandió, se enfureció, se movilizó y logró llevarnos a una transición democrática, no sólo los partidos. Fue una gran cantidad de movimientos sociales que reclamaron la democracia, y gracias a esa interacción permanente, no sólo electoral, se logró establecer la democracia.

Para después del naufragio…

Hoy queremos tener buenos gobiernos, no sólo democráticos sino que hagan lo que tienen que hacer y que lo hagan bien; pero no lo van a hacer si la sociedad civil no se moviliza. Ésa es la democracia representativa de alta intensidad (para parafrasear al clásico Guillermo O’Donell), que no es compatible con ciudadanías de baja intensidad, como han sido las nuestras, porque se trata de hacer respetar los principios ciudadanos, de no tolerar la corrupción, de participar constantemente en la vida pública. Esa democracia representativa es la que nos va a llevar a hacer evolucionar la forma de gobierno.

Dentro de veinte años, cuando miremos lo que ha pasado hasta ahora y, por gracia o por desgracia de lo que haya pasado hasta entonces, veremos cómo evolucionaron las instituciones mexicanas entre los años 1997 y 2018, y cómo quisieron ser desmanteladas en seis años para evitar la democracia representativa y sustituirla por una autocracia populista. Lo que vamos a ver es cómo una sociedad, que sí había evolucionado en varias materias, interrumpió el proceso de evolución y lo dejó caer, a menos que lo rescate en fecha muy próxima.

Así, un mejor futuro, si lo hay, está en vincular de una manera innovadora la democracia con los derechos en el Estado; una nueva forma de organizar el poder político que es posible y deseable. De eso se trata el libro. ®

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Publicado en: Política y sociedad

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