Un hondo vistazo a la frontera desde el fondo de una cantina
Apenas entré al lugar me di cuenta de que me encontraba en otra parte menos en una cantina juarense. La Cucaracha no era el típico bar de la frontera donde se escucha música norteña, y en su barra tampoco encontré vaqueros de botas picudas, cintos piteados y miradas furtivas. En todo caso su opacidad era todo menos aquello que atrajera y contagiara a la gringada que en tiempos mejores brincaba el bordo en busca de mujeres sensuales y droga barata.
Después de mi paso por otros sitios, supe de inmediato que en este bar habría sido tachado de imbécil si se me hubiera ocurrido pedirle al dueño que prendiera la tele para ver el beis o el futbol en momentos en que la mudez de las dos pantallas, apagadas todo el tiempo, parecían acentuar la atmósfera monacal del lugar, situado lejos del mundo y sus vanas noticias, pero eso sí, muy cerca del vaho de Fela y Jimi Hendrix.
Aparte de su música selecta, la soledad de sus sombras y la conversación reminiscente de su propietario, aderezada siempre de frases jocosas y lecturas ancestrales sobre poesía inglesa, La Cucaracha, viéndola desde afuera, pensé, era la única cantina silenciosa del planeta situada a menos de diez metros de la desembocadura de una frontera sangrienta que separa a un país rico de un país pobre.
Desde sus puertas, en cualquier tarde, uno se da cuenta de que su clima sombrío poco o nada tiene que ver con lo que sucede allá afuera. Con la rutina áspera del día que da o quita encanto a la vida. A esas horas, como en otras, cientos de juarenses vuelan de prisa hacia la joroba del puente para acceder a las mieles del imperio vecino. Seducidos por el gancho de los empleos pagados en dólares y atraídos por las ofertas atractivas de fin de semana, ¿quién no suspira con darle aunque sea un mordisquillo al mítico pastel de las marcas, los carbohidratos y la democracia americana?
Como se sabe, el puente Santa Fe es una de las cuatro rutas oficiales por donde entran miles de prendas y otras baratijas chinas para consumo de la pobreza mexicana. Esta tarde de septiembre Rosario López, una juarense menuda y pecosa, empleada doméstica en El Paso, compró, después de salir del trabajo, dos osos de peluche usados, ropa interior para el marido y un sartén con teflón para cocinar huevos. Como los artículos de Rosario, todo traspasa el tímpano fronterizo después de sojuzgarlo mediante una intuitiva y descomunal operación hormiga.
Pero, naturalmente, no todo lo que cruza de El Paso a Juárez es para la boca de los más desvalidos. Miles de toneladas de mercancías ingresan semanalmente a esta frontera con el objetivo de sanar la hambruna de la clase pudiente, cruzada, desde tiempos de la bonanza económica, por el letárgico dardo del consumo enfebrecido. Antes de convertirse en la ciudad reina de las ejecuciones monstruosas del narco, Juárez fue alguna vez la capital mexicana de las marcas extranjeras y territorio terregoso por donde circularon automotores de modelos exclusivos y limitados. El resplandor del oro macizo en las gargantas de las calles siempre desinfló al mismísimo sol invencible del poniente.
Desde las puertas de La Cucaracha, la cantina menos típica pero sí la más cardinal de esta urbe, trato de no perder los detalles de esta tarde que se mueve a vuelta de rueda. Me doy cuenta de que desde aquí se abren varios puntos de interés que apuntan hacia los luminosos vertederos de una amarga iconografía juarense, espejo impúdico en el que rehuyen verse las buenas conciencias y la doble moral fronteriza.
En la Juárez, la calle que sigue haciendo ruido, pese a que las cuotas del narco y la depresión económica se tragaron ya sus mejores años, observo el desmayo de batos que hacen fila en las tranqueras del puente. Sus rucas enfundadas en shorts sugerentes descienden de las trocas para comprar agua embotellada, papitas Barcel y cocas bien frías en el Del Rio más cercano. Son, en su mayoría, mujeres jóvenes y guapas, digamos, discretamente, coquetas. Huelen a alguna fragancia comprada en Ross o en los pasillos de algún mall tejano.
La tarde abre camino y el ojo dispara la imagen que sigue. Regocijantes, tomadas de la mano, observo a dos morritas que caminan por la acera contraria. Sus piernas, caniculares, curtidas por los soles persistentes de septiembre, acentúan su delgadez pegada a diminutas minifaldas de mezclilla. Muy cerca de ellas pasa el vapor de una F-150 roja, doble cabina, que pita y deja una estela de acordeón fino y perfecto que envuelve la voz aguardentosa de Ramón Ayala. De las ventanillas exhalan versos que evocan la noche en que ella lo amó aunque fuera de otro y en el texto opalino, escrito sin mucha tesitura, un hombre se regocija por el reencuentro de aquella pasión perdida.
—¿De caja dura o blanda? ¿Quiere cerillos, chief? —preguntan los cigarreros con sus cartones de tabaco americano y sus panzas abultadas. Estos hombres, distinguidos por vender cigarros en las arterias más transitadas de la frontera, corren sudorosos tras los autos para devolver a los conductores el cambio en oro.
En la esquina de la Juárez y Azucena se apiñan también muchachos de complexión ruda, rostros huraños y cachuchas beisboleras. Me pregunto si están allí para planear los estropicios de un atraco callejero o simplemente se juntan para vivir y aguantar la modorra interminable del fin de semana.
En ese cruce hay un taxista que come burritos de chicharrón y chile relleno. Es un hombre gordo y colorado atento a las noticias que publica El Diario. En su última versión este periódico divulga los detalles del ametrallamiento a boca de jarro de un enjambre de pushadorsillos, refugiados en el centro de rehabilitación para drogadictos, denominado Aliviane, ubicado en la Bellavista, una de las colonias más viejas y mortales de esta frontera.
Se dice que los diecisiete chamacos caídos eran miembros de Los Aztecas y sus ejecutores eran parte de Los Mexicles. A los primeros se les vincula con el Cártel de Juárez y a los segundos con la organización del Pacífico. Pero, como siempre sucede en Juárez, hasta la fecha no se saben a ciencia cierta los motivos de la masacre como tampoco se ha aprehendido a ninguno de sus responsables.
Desde este mirador se vuelcan éstas y otras noticias como líneas de una acuarela que plasma una parte del cuerpo de este Juaritos maltrecho, ¡el number one!, mi compa. El mismo, catalogado hoy como uno de los sitios más violentos del mundo, con más de 130 asesinatos a mansalva por cada cien mil habitantes, por arriba de Nueva Orléans y Tijuana. Es un jueves seco de septiembre. Son las seis de la tarde y por la cara me explota una ola de aire caliente que desnuda al desierto.
Justamente aquí donde acaba el tercer mundo y empieza la idílica conjetura de ser parte del lado americano, me siento testigo privilegiado del lugar donde nace la vida, pero también presiento, en medio de una desazón profunda y expectante, el ahogo de una región doliente que por su infortunada geografía, y otras extrañas razones, le ha tocado ser tierra donde resucita la muerte.
—¡Que te valga verga, güey!
Sólo esta frase lanzada desde un automóvil a otro por una mujer muy joven, que parece más bien una niña, me hace pensar que aquí, por duras que estén las cosas, existe todavía suficiente fuerza que mantiene en pie a estos testarudos habitantes del desierto, a quienes, pese todas sus calamidades, la humanidad tendrá que agradecerles su aporte al trabajo duro y el invento de la afamada carrilla, una extraña y corrosiva herramienta del sentido del humor, con la que usualmente los norteños se desquitan, divierten y enfrentan la tormenta cotidiana.
En el mejor sentido, aquí nadie se deja de nadie. ¿Quihúbole qué? Todo se escupe a bote pronto. Bajo un sol de cuarenta o más grados no existe linaje ni pudor que no se derrita. Sin cerros ni montañas a cientos de millas a la redonda, ¿quién puede escabullirse de esta luz tenaz sin que alguien lo pille?
Gringo go home
Si asumimos que el ADN de Juárez es tan duro como el humus de su tierra y que el cuero curtido de sus habitantes ha resistido muros ignominiosos, maquilas expoliadoras, narcos incurables, climas extremos, crímenes seriales, empresarios rentistas y autoridades muy corruptas, entonces no nos extrañe que bares como La Cucaracha acumulen historias pasmosas como la de aquella noche de noviembre de hace dos años, en la que Bill Sanders fue echado de sus puertas, después de que este próspero tejano, dueño de empresas, acciones de bancos y miles de acres en el sur de Estados Unidos, intentara orinar en el baño del lugar sin el debido permiso de su propietario.
A los ojos de alguien que conozca de cerca la enfermiza propensión de los güeros de abatir a su vecindad por cuestiones de raza, la anécdota no deja de fascinar y de alcanzar cierto aire de hazaña homérica. Sobre todo si la historia tiene que ver con Sanders, un garbanzo de libra, patrón del cielo y de la tierra, quien en los últimos años ha impulsado el desalojo de cientos de habitantes del Segundo Barrio, un viejo vecindario de latinos pobres y comerciantes chinos, ubicado en el centro de El Paso, cuya historia está ligada con los Flores Magón y Mariano Azuela, revolucionarios que buscaron cobijo en ese lugar después de ser perseguidos por el gobierno mexicano. Casi cien años después, los residentes del Segundo Barrio se oponen a ser desplazados y se resisten a que en su vecindario se construya una zona exclusiva y de alta plusvalía.
Desde las puertas de La Cucaracha se divisan las copas de los edificios elegantes de El Paso. No son más de diez construcciones altas y de vidrios ahumados que cobijan el poder financiero de esa ciudad tejana. Entre esa bonanza y la línea fronteriza sobrevive el Segundo Barrio, espacio donde Sanders no soporta la presencia de personas con facha de mexicanos.
La noche en que fue corrido de este lado, recuerdan algunos, Sanders entró al bar como Pedro por su casa. Y esa conducta irrespetuosa irritó a Roberto López, quien con cara de pocos amigos detuvo al gringo a medio salón y le advirtió que no podía pasar más allá porque el lugar no era público y los baños se prestaban únicamente a aquellos consumidores de algo. Sorprendidos de que alguien se atreviera a interrumpir el paso del que parecía su patrón, los acompañantes del americano se quedaron de una sola pieza y con el pico bien cerrado.
Como de costumbre, el lugar se encontraba semivacío. Eran los tiempos en que la depresión económica y los escalofríos de la inseguridad empezaban, sin distingos, a apretar el buche de los espeluznados juarenses. Si acaso tres o cuatro clientes bebían cerveza.
Afuera el frío mordía. Cada uno de los clavos negros punzaba más la piel de una gigantesca cruz de madera, pintada de rosa y levantada por feministas en la entrada del puente Santa Fe, en protesta por el asesinato impune de cientos de mujeres en la década pasada
El gringo, señor de las fronteras, salió encolerizado, volteó la vista como para enterarse de dónde lo echaban y sintió una punzada en el estómago cuando reparó en un letrero precario pero bien iluminado que decía: La Cucaracha.
Otra gesto que anuda la historia de Sanders con el carácter insumiso de esta cantina juarense fue, sin duda, la existencia de un letrero en sus puertas que en otros tiempos prohibió la entrada de policías y soldados al lugar so pena de ser castigados con “Another brick on the wall”, “Give peace a chance” o “Sobreviviendo”, acordes que germinan en la garganta de una rocola luminosa, situada en el vértice más extremo del salón.
Muchos de sus visitantes no olvidan aquel cartel, escrito con letra gorda y plumón azul, colgado frente a las narices de una unidad patibularia de soldados, quienes a cualquier hora del día o de la noche, al final de la Avenida Juárez, aún registran cajuelas, esculcan bolsillos e interrogan a inocentes, como para añadir más sal en la herida de la camorra fronteriza.
Y aunque Bill Sanders no es precisamente un militar o un policía, la noche en que la vejiga urinaria le estuvo a punto de reventar y esperó, retorciéndose en sus pantalones de marca, llegar hasta el lado americano para tirar sus miserias, el dueño de La Cucaracha, sin saber a ciencia cierta a quién se dirigía, desmembró también, sin proponérselo, el riñón artificial de una vieja y sumisa tradición de la diplomacia nativa que radica en extender alfombras rojas a los pies de cualquier extranjero acaudalado.
A la hora del recuento inexcusable de la historia no se podrán olvidar las amenazas y maldiciones del gringo. Lo cierto es que su paso fugaz por este lado del puente quedó pegado como carne al hueso y se convirtió en la anécdota que cuentan algunos de los parroquianos más fieles de este excéntrico bar.
Chuchos con Fela
Esta noche es de acordes fatales y sabor impredecible. En el salón hay un buen número de parroquianos jóvenes que han llegado hasta aquí a pesar de la inseguridad y el vendaval económico que trasmina el alma y ha dejado los fines de semana las bolsas y las calles vacías.
Pero una ciudad acostumbrada al fandango siempre salva la cabeza del cadalso y en Juárez todos sabemos lo odioso que es quedarse en casa un fin de semana viendo la tele, enfrentándose al reproche estentóreo de la música que entra por las ventanas o haciendo el amor con la mujer o el hombre de siempre.
Aunque las luces parecen más abatidas que nunca, la presencia de un grupo reducido de estudiantes jóvenes de la UACJ le quita peso a la oscuridad. Esta noche, las chicas dan rienda suelta a su gusto por la vida, al placer por el pool y a los chuchos baratos servidos para vencer el hastío. Hablan de temas triviales, pero no se les va una, como se dice en la jerga fronteriza. Parecen flores dando vida a la penumbra. Se ven hermosas inclinándose sobre las mesas de billar, como arcos cuya flecha delgadísima apunta casi siempre al lugar equivocado.
En el pasillo de entrada un decorado kitsch recibe a los clientes. Hay una foto de Emiliano Zapata, con los ojos cerrados y el corazón detenido. Está rodeado de campesinos de rostros adustos y miradas severas. Los desarrapados sostienen al caudillo del sur en brazos ante la lente de una cámara perpleja. El rostro pálido y grave del rebelde asesinado en Anenecuilco pareciera anunciar, desde esta remota garganta, la irrupción de tiempos volcánicos.
Son las ocho y media de la noche. La Cucaracha se mueve despacio entre la flojera y el barullo. Las universitarias, sin embargo, hablan de manera trivial pero resuelta. Su razón sublime con la vida está ligada, al menos para Abril Zúñiga, una estudiante, morena y coqueta, del tercer semestre de Arquitectura, con el sueño de terminar su carrera para conseguir un empleo, luego, luego, ya sea aquí o en El Paso.
La mayor parte de la población joven de Juárez nació en el otro lado, por lo que la doble nacionalidad de estos miles de muchachos está derrumbando poco a poco el muro absurdo de los límites fronterizos.
Pero hay otros, en cambio, que desde muy temprano perdieron la nacionalidad. La de éste y la del otro lado. Son aquellos que no tienen siquiera un acta de nacimiento, los que llegaron a Juárez de padres escapando de la miseria del sur y los estados vecinos. Son los que no vienen ni van a ninguna parte. Son a los que el narco les echa el ojo y los trata de enganchar para convertirlos en asesinos. Ellos, obviamente, no están hoy en La Cucaracha ni en El Yanquis ni en ninguna otra parte que no sean los hoyos de las esquinas periféricas con las luces de los postes reventadas a pedradas.
En La Cucaracha, en cambio, esta noche, las chicas aletean sus alas como ninfas azules encandiladas por una luz fosforescente. Todas pertenecen a la clase media deprimida, pero todavía son parte de algo y de alguien. Visten sencillas. Casi todas traen pantalones de mezclilla, blusas estrechas y huaraches de cuero. La distinción en el porte es la delgadez de sus cinturas bulímicas. Por ningún lado se ven las nalgas postizas que alguna vez fueron la sensación en otros salones de la frontera. Los chavalillos llevan en la garganta escapularios del Che Guevara y en las muñecas decenas de pulseras indígenas bordadas a mano.
Además de las fotos de los Casasola, el bar guarda en sus paredes una insólita colección de instrumentos musicales, adquiridos, algunos en la época en que su propietario atendió una tienda de artesanías y curiosidades en la avenida Juárez. De esos tiempos proviene la mandolina italiana que araña a esas horas la sombra de las luces. Dicen los que saben que el origen de este tipo de instrumentos hay que rastrearlo en los sombríos años de 1880, entre la familia de los laudos, instrumentos de cuerdas con diapasón y clavijas hacia atrás, cuyo sonido asomó sus narices por primera vez en los auges del Medioevo y en sitios tan remotos como el norte de África y la parte más sudoccidental del Asia Menor.
Pero esta noche, como otras, a nadie le preocupa la procedencia de esta mandolina. ¿A quién le importa la historia en Juárez?
Armiñé Arjona, poeta juarense, cuyo último libro, Delicuentos. Historias del narcotráfico, alcanzó un éxito inusitado, sobre todo entre estudiantes universitarios, le dijo a Arturo Cano, reportero de La Jornada, que uno de los problemas más serios en Juárez era el abandono en que las autoridades mantienen a la ciudad, principalmente en los renglones de la educación y la cultura.
Y a Arjona no le falta razón si consideramos que durante este año, en que se han registrado más de dos mil muertes violentas en la ciudad, el ayuntamiento decidió invertir únicamente 0.78 por ciento de su presupuesto para atender cuestiones educativas.
Pero al alcalde, José Reyes Ferriz, un desangelado priista a quien se le acusa, entre otros tantos desatinos, de vivir en El Paso, poco le importa mejorar la estructura cultural de su localidad y su interés, desde que inició su función en octubre de 2007, ha estado siempre enfocado a congratularse con el empresariado local, que apoyó su campaña, y a autorizar más dinero al renglón de las policías, especie que sólo en los últimos meses se ha tragado más de 14 por ciento del presupuesto de la comuna.
Pero esta noche, en La Cucaracha, tampoco importan mucho los desvaríos del alcalde. A las colegialas las absorbe hoy el billar y la música de Fela. Algunas beben cerveza. Las más jóvenes, casi todas, se inclinan fatalmente por los chuchos, un brebaje fuerte y ancestral, invento del desierto, preparado con tequila y cachos de raíz de un macizo agreste de la Tarahumara, conocido como chuchupastle.
Abril tiene pocos meses de visitar La Cucaracha los viernes. Llegó aquí a buscar diversión después de que cerraron el After, su lugar favorito. El After fue en otro tiempo uno de los lugares más visitados por los jóvenes universitarios adictos al desparpajo y la calle, hasta que una maldita noche de marzo un hombre de bigote poblado, frente torva y decorosamente vestido se acercó al lugar, anunció pomposamente ser de La Línea, como se conoce aquí al brazo ejecutor del Cártel de Juárez, y, eso sí, muy cortésmente, pidió cuota a su propietario.
El dato no es trivial, si consideramos que en el último año y medio han cerrado en Juárez más de ocho mil negocios, entre distintos giros, debido al temor existente entre sus propietarios de ser asesinados, secuestrados o extorsionados por bandas antagónicas del narcotráfico que se disputan el control de la plaza a sangre y fuego, con una violencia que envidiarían el Medellín de los noventa y las favelas de São Paulo. A través de la instauración de su metodología del terror la mafia está prefigurando en Ciudad Juárez la existencia de su propio estado recaudatorio.
Pero el narco no ha acordado estas reglas para que sean acatadas únicamente por los medianos y pequeños comerciantes. En los últimos meses, en la medida en que las distintas bandas del crimen se han ido apoderando y repartiendo la ciudad, los secuestros y las extorsiones alcanzaron otros sectores de la sociedad doméstica que abarca académicos, gerentes de maquila, burócratas, profesionistas, amas de casa y estudiantes, entre otros.
Y es en este punto donde uno se pregunta cuándo y por qué la violencia del narco decidió trascender sus propios códigos que alguna vez instituyó como sagrados. Qué razones empujaron a estos hombres del miedo a desacralizar sus operaciones y mostrar al viento sus monstruosas vísceras.
A esta pregunta responde, por ejemplo, Alberto Vázquez Quintero, especialista en derecho penal y catedrático de tiempo completo en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, quien señala que la virulencia del narco está relacionada con el debilitamiento de los más importantes cárteles mexicanos de la droga y la reducción sensible de sus cuotas de exportación a Estados Unidos, después de que ese país selló sus fronteras al sur, bajo los auspicios de una política antiterrorista.
El vendaval financiero e hipotecario en Estados Unidos y la progresiva legalización light en el uso de algunos narcóticos, como la mariguana, en por lo menos 18 estados de ese país, señala el especialista, habría acentuado las mermas en la demanda de droga. Este fenómeno vendría a propiciar que grandes embarques de droga se quedaran atrapados en los corredores fronterizos del norte y a los capos no les quedó otra que voltear a estos incipientes pero prósperos mercados alternos.
Abril, la muchacha que toma chuchos en La Cucaracha, lo único que sabe es que ella dejó ir a El After porque su dueño decidió cerrarlo por miedo.
Abril dice que ella y su novio van ahora a La Cucaracha porque en Juárez ya no hay lugares adonde ir y estar seguros.
El novio de Abril anda en la copa de los diecinueve, tiene cara de niño espantado, cabellos revueltos y pintados, pantalones rotos y hoy lleva puesta su playera negra de siempre, la del Mick Jagger sesentero.
Se llama Armando. “Nomás no ponga mi apellido”, me dice. Estudia el segundo semestre de Derecho y por las tardes ayuda en la cerrajería de un tío a botar chapas y hacer llaves, allá por la Jilotepec. Me le pego para saber qué piensa sobre la bronca del narco y otros temas sobre los que hasta se ha escuchado poco en voz de los jóvenes, pese a que 70 por ciento de población aquí tiene menos de veinte años.
Armando señala que en Juárez lo que se necesita es que los cárteles lleguen ya a un acuerdo. Está seguro de que ni el ejército ni la policía resolverán el problema del narcotráfico debido a que Estados Unidos sigue comprando más droga y porque “todos los cuerpos policíacos mexicanos están infiltrados”. Dice que el problema del narco es un asunto del gobierno que “tiene que ponerse las pilas y atender los graves problemas de pobreza que hay en el país”.
“La mejor manera de acabar con el crimen es abriendo escuelas y mejorando los salarios de la gente”, me dice este muchacho de mechones rojizos, cuyo razonamiento llano explica el temor que tienen los medios de opinión de indagar entre la juventud sobre estos temas, cuya complejidad, según los periódicos locales, compete sólo al mundo de los hombres maduros.
En la soledad del crepúsculo la música siempre ha sido una eficaz compañera. Por eso esta noche están invitados como cómplices al convite una etérea manada de viejos lobos de mar. De Chico Buarque a Fela, de Jimi Hendrix a Alí Farca, de José Alfredo Jiménez a Miles Davis, de Gilberto Gil a Coltrane. ¿Qué te gusta?, me pregunta López antes de venderme un dólar para la rocola y aconsejarme sabiamente que ponga lo que me dé la gana.
Abril escoge “Zombie” de Fela Kuti, una canción larga y movida de trompetas y tambores africanos. Es un ritmo picoso y agobiante en el que el multiinstrumentista nigeriano alude el hálito de una historia mordaz de asesinatos absurdos. La melodía recuerda una noche clásica de la tragedia africana. Quizá fue en la que Fela pagó a la fatalidad y a su terca oposición a los regímenes militares con la vida de su abuela. En 1977 cientos de soldados entraron a su casa y después de capturarlo lo golpearon. Esa noche hicieron prisionera también a una anciana quien no lograba conciliar el sueño en una habitación contigua. Fueron por ella y la lanzaron desde el boquete de una ventana. La mujer murió en el acto, con la cabeza y la espalda quebradas.
Hay tardes en que Roberto baja de las paredes de su bar un violín alemán fabricado en los albores de 1780 y lo afina con fruición. Son minutos, tiempos muy breves, en que el silencio envuelve la frontera y una suave brisa se desprende de un mar cósmico que alguna vez fue el desierto.
La maquila y un fan de los Indios
Solitario, en medio de la barra, encuentro a alguien que está molesto porque el Indios, su equipo, va a la baja y está a punto de perder el lugar que alcanzó hace dos años en la primera división del futbol mexicano. “Es que el entrenador está pendejo y los jugadores no la levantan”, me dice David Nateras Quiñones, disciplinado integrante de la porra de los Indios, llamada El Kártel, con la cual apoya a la oncena juarense.
David nació en Zitácuaro, un pueblo perdido entre un paisaje de pinos altos y nubes bajas en el centro de Michoacán, el estado que más mexicanos ha expulsado en los últimos años hacia Estados Unidos. Llegó a Juárez hace más de dos décadas. Después de fracasar en su intento de saltar el bordo y de ocupar distintos trabajos en la frontera, a David lo emplea ahora la maquila en un puesto mal pagado. Esta noche se metió a La Cucaracha por equivocación. Sin embargo, pidió una cerveza y decidió quedarse para ver a las estudiantes jugar pool.
Son las 10:40 de la noche. La hora en La Cucaracha la da un viejo reloj que hace más de cien años marcó el tiempo en los edificios altos y aireados del ferrocarril mexicano, construidos de madera y ladrillo. Seguramente, alguna vez, las manecillas de este reloj se estremecieron bajo el feroz silbatazo de locomotoras primitivas que llegaban y salían de los puertos, aplastadas bajo el peso de la autócrata cultura porfiriana.
Nateras me dice que quiere regresar a su tierra porque las cosas en Juárez se han puesto “muy feas y cabronas”. La maquila donde labora ya anunció recortes de personal y por ahora ha programado paros escalonados. Nateras percibe en un día lo que un trabajador en el otro lado gana en una hora. El salario actual en la maquila es de 700 pesos a la semana, lo que significa 53 dólares semanales que no son más que siete dólares diarios. “Una miseria con lo que una familia no alcanza a comer”, reprocha Nateras.
Ciudad Juárez es después de Tijuana la ciudad mexicana que tiene más maquiladoras instaladas. Desde hace más de treinta años empezó el proceso maquilador y desde ese tiempo esta urbe, con más de un millón 700 mil habitantes, se ha llenado de miles de migrantes de otros estados del país. De esos años a la fecha Juárez se enganchó al vagón de un grupo de empresarios rentistas, que multiplicaron vertiginosamente sus capitales gracias a la especulación inmobiliaria y al acaparamiento de miles de hectáreas irregulares de suelo urbano.
Ciudad Juárez es también la ciudad del país que mayor valor agregado genera y, pese a que entre los años 2002 y 2003 la maquila perdió más de 80 mil empleos por los estertores de la recesión económica en el país vecino, la ciudad fue en 2006 la zona que más empleos industriales concentró a nivel nacional con un 77.91 por ciento por encima de ciudades como Tijuana, Laredo y Monterrey.
A cambio de tanta riqueza la ciudad no ha sido capaz de crear la infraestructura necesaria para soportar la migración que facilita la mano de obra barata a la maquila. El 50 por ciento de la ciudad no tiene pavimento y su aspecto luce siempre sucio y descuidado.
“Entonces, ¿dónde se queda el dinero?, se pregunta Nateras.
Esta noche en el bar un hombre mueve y levanta insistentemente el cristal de un cenicero. Su semblante tembloroso delata la presencia de un alma ingobernable, crispada por una tribulación oscura e intestina.
Por el espejo observo a los clientes de las demás mesas. Me doy cuenta de que el estado de ánimo del hombre pasa inadvertido. Tiene pocos minutos de haber entrado y parece que está llegando de alguna otra parte, donde le habrían jugado una mala pasada. Su inquietud es evidente. Sin embargo, su presencia no atrae la atención porque los temblores, el intercambio brevísimo de miradas, el recelo y la desconfianza mutua son ya un tic generalizado y muy popular en esta frontera.
Tras la escena, intuyo que el espanto de la ciudad, como otras donde el narco ha impuesto su ley y su corrido, de alguna manera está ligado con el sueño de una colectividad que siempre tuvo lo que quiso y un día despertó con las manos vacías. De la noche a la mañana se esfumó la abundancia y llegó el nerviosismo.
La crisis económica apareció de la mano con la inseguridad. Y el terror no esperó mucho tiempo en aparecer en una ciudad que había vivido una relativa paz, digamos, pactada. Desde ese tiempo el temple ciudadano se hizo añicos y se produjo un súbito crecimiento en la demanda de fármacos contra el estrés, las clínicas de terapia psicológica duplicaron su clientela y la venta de periódicos sensacionalistas se fue por los cielos. Al parejo del abatimiento moral de la sociedad fronteriza —más de 40 por ciento de los juarenses sufren algún mal depresivo, según especialistas—, se comprueba que la muerte es un fuerte brazo que empuja a la economía selectiva, mientras aplasta a otras.
¡Tómame otra, güey!
En una de estas últimas noches La Cucaracha está más muerta que nunca. A estas alturas la ley antitabaco y sus rigores entraron de lleno a la ciudad y los locales que no estaban preparados con fumaderos han visto cómo su clientela se va a otras partes donde una mordida a las autoridades de Comercio es suficiente para que el humo de cigarro se confunda con cualquier otra nubecilla inofensiva. Por ejemplo, en otro bar cercano se fuma de todo, entran menores y no hay pedo sólo porque su dueño está pagando la cuota puntualmente a La Línea.
En cambio, en La Cucaracha hoy reina el desánimo. Pido una cerveza mientras Roberto me dice que las cosas van de mal en peor. Hay tres parroquianos tomando tequila en la barra y al parecer serán los únicos que esta noche consuman algo.
A esa hora, mientras un piquete de soldados ronda los alrededores y un escuadrón de sicarios despiadados ha asesinado a alguien, a menos de tres cuadras de donde me encuentro Roberto rasguña la memoria y me habla del Queene Faérico, un poema largo del poeta inglés Edmundo Spencer, pergeñado arduamente mientras el escritor se embarca a pelear en contra de Irlanda y aconseja al ejército de su país tácticas de tierra arrasada para destruir, si fuera necesario, las costumbres y la lengua nativa de los irlandeses.
Roberto se presta esta noche a anudar la memoria y me escribe en el anverso de una tarjeta de presentación tres sílabas que revelan coincidentemente la raíz premonitoria de la poesía de Spencer.
Wrap in the eternal silence…
El tiempo se pasa de volada. Son casi las once y media y decido que es la mejor hora para abandonar el centro y regresar a casa. Sin duda esta noche es una más en Juárez donde la muerte acecha imperturbable a su presa para hincarle el diente después de que ésta abandona su madriguera.
No he caminado ni tres cuadras cuando en la esquina de la plaza del Mariachi tropiezo con una cinta de color amarillo. El clásico hiladillo advierte a los curiosos hasta dónde pueden pasar. Sin embargo, la mirada colectiva se extiende y va más allá, llega hasta el cuerpo del “muertito”, como se refieren aquí a los ejecutados por el narcotráfico. El cadáver es otro más, sin nombre, sin alma y sin registro. Sin quién reclame su muerte por temor a que le suceda lo mismo.
Es viernes 11 de septiembre de 2009. Recuerdo bien la fecha porque fue la primera vez que vi de cerca lo que casi todo mundo ha visto en esta frontera: un hombre cosido a balazos, tirado de bruces a media banqueta, con el rostro pegado al suelo, como rastreando el olor de su propia sangre.
Pese a la orfandad de su postura, tibia sombra sobre el pavimento, el último araño que dio a la vida pareciera haber recorrido de ida y vuelta lugares hondos e insolubles.
Como ha sido siempre la costumbre, en este caso, el ejército y la policía acuden a la escena del crimen con casi una hora de retraso. Hay tiempo para que jóvenes despierten de la borrachera, salgan del Yanquis y se retraten con sus celulares de moda. Una bota marrón, una tejana barata y una camisa de cuadros, por donde aún escurre la sangre, es el fondo perfecto para la imagen de una chavala de cuerpo inocente que sonríe a la cámara.
¡Tómame otra, güey!, dice la joven pausadamente, como si sus palabras arrastraran un oscuro y pesado fardo de arena procedente de la barriga de un desierto a esa hora revuelto.
La policía empieza a llegar. Arrastra su sospechosa pereza de siempre. Atrás de ellos viene un camión cargado de muchachos con caras del sur, vestidos de verde olivo. Somnolientos, estiran sus pesados fusiles que apuntan a la lejana cara de la luna.
Al abandonar el lugar veo por última vez el cadáver y me doy cuenta del rostro pálido de un grupo de jóvenes a su alrededor. Están allí como poseídos de un extraño jolgorio. Los más tiernos habitantes de este páramo no perdonan que hoy sea noche de viernes y sea noche de muertos. Es el síntoma, me digo, de la enfermedad letal que azota tempranamente al siglo XXI: la indiferencia, la piel dura, como sinónimo de coraza.
Antes de abordar la camioneta, estacionada en uno de los callejones derruidos de La Mariscal, poblada a esas horas por travestis melancólicos y prostitutas famélicas, recuerdo la rocola de la otra noche en La Cucaracha y el aire tibio que trae el “Zombie” de Fela:
Tell am to a go straight
A joro, jara, joro
No break, no job, no sense
A joro, jara, joro
Tell am to go kill. ®