Sin ánimo de explorar todos los recovecos del festival de cine más grande de la ciudad de Buenos Aires, elijo Moho de Ali Aydin y Tres hermanas de Wang Bing porque me mostraron otra forma de ver la ficción y el documental.
Los festivales nos dejan una sensación de no haber hecho lo suficiente: actividades simultáneas, jornadas maratónicas, frases oídas al pasar sobre algo maravilloso que no pudimos presenciar. Como si se tratara de una metáfora de la vida, nos recuerdan que elegir es perder. Esta conclusión obtuve del BAFICI, el festival que todos los años inunda de cine la Ciudad de Buenos Aires. Podría ahora contarles todo lo que vi, dejar que ustedes también se hundan en nombres de películas, actores, directores de arte y de fotografía, guionistas y directores, quejarme de la organización y cuestionar la ideología detrás de ella, podría escribir veinte párrafos y dejarlos a ustedes con una sensación a medias, el ansia por las películas que no saben si podrán ver y la confusión de otras que no saben si quieren ver. Pero como elegir a veces también es ganar, prefiero compartir una experiencia que tuve en el BAFICI, algo que conocí en el primer día del festival, una sombra que pesó sobre todo lo que vino después y que creo que va a seguir pesando sobre todo el cine que vea a partir de ahora. Voy a hablarles de Küf.
La impotencia
Küf significa moho y es el título que eligió el turco Ali Aydin para su ópera prima. A Basri, el protagonista del filme, no le queda nada: su mujer ha muerto poco después de la desaparición (por razones políticas) de su hijo, y aunque el propio Basri ha intentado suicidarse no lo ha conseguido. El protagonista cree que es su destino seguir viviendo, y su único objetivo es encontrar a su hijo, o su tumba. Por eso envía cartas, de manera constante, a cuanta entidad gubernamental pueda tener noticias de la ubicación del desaparecido. A pesar de su insistencia, su lucha no es heroica, no hay multitudes siguiéndolo ni protestas espectaculares, ni siquiera gritos. Ninguna de las mínimas acciones del protagonista tienen efecto y el único resultado concreto lo obtiene de su falta de inacción: Basri no evita (aunque podría haberlo hecho) la muerte de alguien a quien odia. A fin de cuentas, Küf es un retrato de la impotencia.
La forma en que está narrada la historia hace que el espectador quede inmerso en el mismo clima: no hay música esperanzadora o lacrimógena, no hay un amigo que comparta el dolor del protagonista ni una mujer que lo acompañe en los momentos difíciles, ni siquiera un personaje secundario feliz que nos permita decir “No todo se ha perdido en este mundo”: igual que Basri, el espectador no tiene nada que lo consuele, ni una mísera moraleja que llevarse a casa. La omnipresencia de Basri en la pantalla también promueve la identificación con el personaje, y quizá por eso cuando lo vemos en espectaculares escenarios naturales su belleza apenas nos toca, como si la pequeña figura que los recorre invadiera todo con su desesperación. Creo que por la fuerza de su protagonista, por esa contradictoria esperanza de encontrar la confirmación de la muerte de su hijo, y por la crueldad de la narración, Küf logra atrapar la atención a pesar de ser una sucesión de tiempos muertos en la que no ocurre casi nada y en la que sabemos que nada importante puede ocurrir en la trama principal: quienes conocemos a los gobiernos autoritarios sabemos que ya no quedan Ulises en el mundo y que los desaparecidos no vuelven felices con historias para contar.
El miedo
Küf es una condena para el espectador, la desesperación hecha cine, una forma de transmitirla a quienes no la conocen y un espejo para quienes no terminamos de enterrar a nuestros muertos. A pesar de las diferencias entre ambos, este filme me hizo pensar en La Sirga, también una ópera prima, en este caso de William Vega (estrenado online en agosto de 2012). Mientras que Küf habla de quienes desaparecen de un mundo que sigue su ritmo, La Sirga habla de mundos que desaparecen dejando sin hogar a quienes deben seguir adelante: los desplazados colombianos, los sobrevivientes que tras ver sus pueblos (sus familias, sus amigos) destruidos, deben encontrar nuevos destinos. A diferencia de Basri, Alicia (la protagonista de La Sirga) tiene muchas cosas que hacer: cuando su pueblo es arrasado por un grupo armado desconocido, ella busca refugio en el hostal de su tío, donde siempre hay una tarea pendiente. Ver a Alicia preparar la cena, reparar techos y ventanas, hacer nuevos amigos y aprender nuevas rutinas es ver la construcción de una vida, una especie de renacimiento después de la muerte (el hecho de que la protagonista haya llegado al hostal desmayada refuerza esta impresión). Sin embargo, hay mínimos detalles (armas transportadas en un bote, rumores de movimientos cada vez más cercanos, la ausencia de los esperados turistas, brevísimos diálogos) que nos recuerdan que la violencia está siempre a punto de estallar.
Nunca vi una película más desoladora que La Sirga. Ni zombies hambrientos por tu carne, ni un asteroide a punto de carbonizarnos a todos, ni las despedidas de enfermos terminales llegan al núcleo de nuestros temores con tanto poder como la amenaza que rodea el refugio de Alicia. A medida que ella avanza en sus tareas y el hostal tiene mejor aspecto, esas señales amenazantes se hacen más evidentes, y la contradicción entre buenos y malos augurios culmina en una sensación de inutilidad de cualquier proyecto ante la amenaza de la destrucción.
No has visto nada
Vi muchos documentales sobre hechos terribles y lugares maravillosos, vi filmes de ficción sobre seres admirables y sobre historias aterradoras, aunque no todos marcaron mi vida como lo hicieron Küf y La Sirga. Al preguntarme qué tienen de especial estos filmes encontré la respuesta en Wang Bing. El documentalista inició su carrera con Tie Xi Cu (2003, subtitulado como Al oeste de las vías), película en tres partes con una duración total de más de nueve horas, y en 2008 estrenó Caiyou riji (Petróleo crudo), un documental de catorce horas de duración (el cual supongo que sólo puede exhibirse en forma de instalación) que muestra la jornada laboral de trabajadores del petróleo. Sin duda, esta clase de formato anticipa una atención inconstante en el caso las tres partes de Tie Xi Cu y en el caso de Caiyou riji una entrada y salida de espectadores. En cualquiera de los dos casos, el espectador deberá elegir qué mirar, a qué prestar atención, cuándo abandonar la pantalla y cuándo admitir que hace demasiado tiempo que está allí y que ya es hora de ir al baño. En la selección del espectador (voluntaria o no, uno no elije cuándo quedarse dormido) queda evidenciada la naturaleza del documental que es siempre una selección, desde cierto punto de vista y con un objetivo específico.
No vi Tie Xi Cu ni Caiyou riji, pero sí puedo decirles lo que ocurrió cuando en el BAFICI de este año se exhibió el filme de Wang, San zimei (Tres hermanas). Este documental dura dos horas y media, lo cual podría considerarse breve para el director, pero un desafío para cualquier espectador. En la oscuridad de la sala me invadió la misma sensación que en los viajes en ómnibus por los paisajes desérticos de mi país: al minuto 15 ya todos sabíamos que no iba a pasar nada, que el viaje duraría lo que tenía que durar, y a nuestro alrededor podíamos sentir los movimientos inquietos de algunos espectadores y la suave respiración de quienes de a poco se quedaban dormidos. San zimei es una película cruel porque demuestra nuestra incapacidad para experimentar el dolor ajeno: aunque hubiera durado catorce horas, ninguno de los espectadores sentiremos la cotidianeidad de esas tres niñas, ni la comezón de los piojos, ni el frío en las mantas húmedas, ni la confusión entre las funciones de los niños y los adultos. Ya que hablamos de filmes que marcan nuestra vida, permítanme recurrir una vez más a Hiroshima, mon amour y sus frases de apertura: No has viso nada en Hiroshima. Además de hablar de la memoria, esta frase habla del cine y de la mirada extranjera. Qué puede ver un extraño en tu ciudad. Qué puede ver un espectador francés, holandés o argentino de la vida de tres campesinas chinas.
San zimei es una película cruel porque demuestra nuestra incapacidad para experimentar el dolor ajeno: aunque hubiera durado catorce horas, ninguno de los espectadores sentiremos la cotidianeidad de esas tres niñas, ni la comezón de los piojos, ni el frío en las mantas húmedas, ni la confusión entre las funciones de los niños y los adultos.
Pero mi intención no es provocarles la sensación de siempre (incluso en un documental de dos horas y media) estar perdiéndose de algo, sino todo lo contrario. Aunque yo nunca sepa en verdad lo que significa vivir como ellas, estas tres hermanas me impulsan a escribir por una razón muy simple: ver San zimei es una experiencia en sí misma, que obliga al espectador a verse en la butaca y preguntarse qué está haciendo allí. Aunque el documental siempre retrata de forma incompleta una realidad, los documentales de Wang crean además una realidad nueva en la sala frente a la pantalla.
Retomemos el filme con el que comenzamos, Küf, y su hermana La Sirga. Dije que cada uno transmite sensaciones de impotencia y de miedo pero, de la misma forma que ocurre con San zimei, el espectador no puede saber lo que siente el padre de un desaparecido ni la joven Alicia, atrapada entre dos fuegos. Si fuera esto lo que le exigimos a un filme (sea de ficción o documental) siempre nos parecería algo incompleto. Pero lo que ellos logran tiene su propio valor, porque crean también una experiencia para el espectador a través de elementos muy específicos (y muy distintos a los de Wang): una historia individual, con un protagonista casi constantemente en el plano, evitando escenas espectaculares y prefiriendo pequeños detalles cotidianos, un ritmo pausado y anécdotas mínimas que hacen avanzar la acción de forma casi imperceptible, logran en conjunto que una situación extrema y quizá lejana para el espectador se vuelva universal.
Aprendí tres cosas de Wang Bing. En primer lugar, que todos los niños del mundo tienen la misma expresión cuando copian lo que un maestro escribió en la pizarra. En segundo lugar, que cuando no elegimos lo que se instala es la monotonía. Y por último me recordó algo que ya sabía, que ni ocho páginas de crónica ni catorce horas de documental pueden transmitirnos la totalidad de una experiencia. Así que para ustedes elegí estos tres filmes de festivales, y sólo ciertos aspectos de ellos, los que considero que le dan otro sentido a la distancia entre la imagen y el espectador. Espero que ustedes también elijan la experiencia única de dejarlos entrar en sus vidas. ®