Recordarme en otros lugares en otro tiempo me ha permitido llegar a la única certeza aledaña a la de la muerte: el ensayo ha sido, en toda la extensión de la palabra, el viaje de mi vida.
Por supuesto, la travesía llegará a su fin antes de alcanzar la costa.
—Georg Simmel
Toda tentativa de viaje, toda intención de periplo, debería ser un ensayo. Apreciación de situaciones o exploración de posibilidades que sólo encuentra justificación en su ejercicio: todo ensayo, para serlo, debe estar permeado por aquello que Hans Blumenberg denominó “la inquietud que atraviesa el río”.
Y en efecto, navegamos la metáfora. Como Quijano ensoñado, el viaje fatiga y explora la prosa del mundo; ayuda a pensar el sentido de la vida, que es el conocimiento de la propia finitud.
Este espectro compañero impera en nosotros desde el inicio del camino; nos hace saber que la huella —la marca del nombre en la piel texto— pretende, siquiera en el verbo, habitar la tierra; morir pero no del todo y preservar así el motivo de la infelicidad: la inconfundible voz de la memoria. Heidegger obliga a pensar todo acto de creación como una respuesta ante la inexistencia, a tomar conciencia de la infinidad del mundo y de la infamia de nuestra condición: ostentamos una pobreza tan grande que sólo permite el comercio de palabras. De allí que Alfonso Reyes, en un ensayo similar a un pellizco de pezones, sostenga que en el viaje muchos han perdido la felicidad. “Si entras aquí, abandona toda esperanza: estás, para siempre, entre la perduta gente”. Nunca más Ulises podrá habitar indemne sus palacios, ni siquiera un 16 de junio de 1904. Aquel que ha emprendido el viaje, aun sin abandonar el puerto, sabe que la travesía, como el ensayo, puede ser un canto ontológico: cruzará la playa de la voz y nos sumergirá, catatónicos, en el océano del ser.
Durante la mayoría de mis desplazamientos he viajado con libros. Tal hábito, en ocasiones, me ha reportado incontables alegrías; otras, en cambio, me ha caído como patada en los cojones (sólo cargando libros —particularmente en las mudanzas de domicilio— es como se experimenta el peso de la cultura). Por tal motivo, suelo escoger un compañero breve de fácil transportación. Esos libros, los viajeros, han sido causantes de grandes placeres melancólicos. Ver una página vieja, la fecha de lectura o el lugar de adquisición, consiguen, aunque de manera superficial, instalarme en aquel lejano, interfecto viaje.
Hace casi año precisamente tuve una experiencia con un libro vagabundo.
Transcribo unas notas de mi cuaderno de viaje.
* Sábado
Luego de haber defenestrado la diminuta y más bien pinchurrienta terminal B del Newark Liberty International Airport —una vez instalado en la más espaciosa y concurrida terminal C— y debido a una confusión de terminal del chofer del shuttle que nos hizo dar vueltas por la terminal A, me doy cuenta de que he perdido la maravillosa Anatomy of Restlessness de Bruce Chatwin, un libro poca madre que ya me estaba saboreando.
Inmediatamente me invadió la congoja y me encabroné por enésima vez debido a mi temperamento despistado. Por eso odio los aeropuertos. Siempre tengo papeles en las manos, maletas, sombreros, molestos aditamentos: muchas más cosas de las que puedo manejar con dos manos.
Y en efecto, navegamos la metáfora. Como Quijano ensoñado, el viaje fatiga y explora la prosa del mundo; ayuda a pensar el sentido de la vida, que es el conocimiento de la propia finitud.
Con el avión a punto de despegar recorrí la terminal y los posibles lugares donde podría haberlo olvidado: el baño, donde el intendente me mostró el cuarto de objetos perdidos (había una carreola, un kayak y varios quesos); el bar, donde el cocinero inspeccionó la barra y preguntó a los presentes, incluido el mesero que me despachó la Guinness y quien solícito me ayudó a buscar en locales aledaños. Peiné también los teléfonos públicos, donde demoré infructuosamente tratando de llamar al viento.
Una vez consumidas las esperanzas, volví a encontrarme con el cocinero, que volvió a preguntarle a la gente si no habían visto un libro blanco.
El cocinero es un negro más viejo que joven, estrábico y personificaba con cada uno de sus gestos la cortesía y la amabilidad. Al no encontrar el libro me miró como a un niño que ha perdido su juguete. Una vez más —cárgueme la chingada— todo se me pierde.
Caminando hacia la sala de abordar, grande fue mi sorpresa al ver el libro esperándome en un mostrador de Continental, justo donde lo había colocado para pedir indicaciones. Este hecho me recordó un detalle que había olvidado: en este país las cosas no se pierden, al menos no en los aeropuertos.
Lo primero que hice, reconfortado y amigado con el mundo, fue correr al bar para decirle al cocinero que lo había encontrado. Él me sonrió como sólo pueden hacerlo los nobles de espíritu, con amplitud y beneplácito.
Los comensales aplaudieron, vitorearon. Un oriental me convidó un trago de cerveza. Yo sentí que en el mundo había lugar para la honestidad y la justicia, y que la esperanza era posible incluso para los precipitados.
Fui feliz.
Domingo, en el cielo
Estoy por acabar el libro de Chatwin, una miscelánea estupenda (tendría que traducir “I always wanted to go to Patagonia”, una pieza de orfebrería).
Los textos son extraordinarios y seductores. Un viaje por el mundo desde el nomadismo, la historia antigua, el chamanismo, la alucinación y sus representaciones. ¡Qué bueno que compré el libro, qué bueno que lo perdí y qué bueno que lo encontré!
Antes de llegar a la galaxia terrestre del Distrito Federal leo las palabras de un escriba egipcio a su hijo, 2400 años antes de Cristo: “Put writing in your heart. Thus you may protect yourself from any kind or labour”.*
Los textos son extraordinarios y seductores. Un viaje por el mundo desde el nomadismo, la historia antigua, el chamanismo, la alucinación y sus representaciones. ¡Qué bueno que compré el libro, qué bueno que lo perdí y qué bueno que lo encontré!
Viajo con libros por mi amor a las ciudades, porque siento que cuando llevo al hogar obras adquiridas en espacios lejanos un extraño sentimiento de plenitud me aborda: es como si me llevara trozos, momentos del territorio en rectángulos discretos; como si al visitar ciertas páginas la ciudades se desplegaran sobre sí mismas ante mis ojos, experimentado, a la vez, la extranjería y la pertenencia, la hospitalidad y el desarraigo.
Desde aquella distante lectura tormentosa —cruzaba afiebrado los Pirineos en un tren rumbo a París— de El Diablo en el cuerpo de Raymond Radiguet abandoné para siempre la pésima costumbre de leer en movimiento (estaba seguro de haber sufrido desprendimiento de retina). Está comprobado que leer durante los trayectos terrestres, aéreos y marítimos es malo para la vista: queda cancelado el disfrute del paisaje.
Revisando antiguos viajes, recuerdo uno particularmente bello en compañía de un libro extraordinario. Había apenas finalizado la preparatoria y junto con la enamorada en turno decidí hacer un precario viaje relámpago a la isla de Cuba. Más que una adolescente efervescencia revolucionaria, me animaba la idea de conocer, siquiera unos días, la vida de un país socialista. De aquel viaje alucinado recuerdo el carnaval de julio, la horrible cerveza del Estado, las nalgas innúmeras de cubanas espléndidas y las monedas de tres pesos.
El libro en cuestión, que tenía de todo menos botella, rumba y bofetá, era un extraño artefacto agrupado bajo el nombre de Disertación sobre las telarañas. Recuerdo haberlo leído con la complicidad de la pareja en la paupérrima belleza de Santiago de Cuba.
Recuerdo también haber deseado escribir como Hiriart; su prosa fue un encuentro deslumbrante y provocador. Me sorprendieron sus temas, la filosofía al servicio de la literatura y las preocupaciones mundanas, es decir, reales. Escuchaba en sus líneas una voz seductora.
Advertí que sería el ensayo, más alebrije que centauro, la forma en que trataría de distinguir mi reflejo.
Supe entonces que viajar —como escribir— sería una consigna irrenunciable. Para lo cual tendría que ensayar la vida: perderme, hallarme, travestirme y disiparme.
Recordarme en otros lugares en otro tiempo me ha permitido llegar a la única certeza aledaña a la de la muerte: el ensayo ha sido, en toda la extensión de la palabra, el viaje de mi vida. ®