Malcolm Lowry bajo el mezcal

En El Farolito, de Oaxaca

A propósito del día en que conoció a Emilio El Indio Fernández, tomando mezcal en una cantina de Oaxaca, el autor de esta crónica desmadeja el hilo que lo llevaría finalmente a seguir los trágicos pasos del escritor inglés más mexicano de todos.

Malcolm Lowry

En la mesa 20 se sentaba El Indio, pedía un coñac. El mesero sabía que con “coñac” El Indio le ordenaba un Sola de Vega reposado. Eran sus días en Oaxaca y no podía no pensar en Dolores del Río, y precisamente por el mezcal.

El Indio Fernández buscaba en sus recuerdos. Había aprendido que reconocer un buen mezcal era agitar la copa y emerger “la perla”, ese grupito de burbujas aperladas flotando en la superficie del líquido. Entonces reconocía sus cien grados, y en la agitación a Dolores del Río y a La Perla que una vez llevó al cine.

Vino a Oaxaca luego de que John Houston rodó en 1984 Bajo el volcán, en la que compartió créditos con Albert Finney, en el papel de Firmin; Jacqueline Bisset, en la mujer del cónsul, y Katy Jurado como doña Gregoria e Ignacio López Tarso como el doctor Vigil. Él interpretó apenas a Diosdado y, a decir verdad, ahora lo pensaba, aquella producción la había sentido al final un poco flaca.

Ya viejo —a mediados de los ochenta—, sentado en El Marqués, en los portales, recorría cinematográficamente su vida. Clavaba sus ojos en un globero y en un niño que se le acercaba. Luego en la mujer, tras una niña, que tenía un par de buenas nalgas (más bien grupas, pensó), y luego en la banda estatal de música, sobre el quiosco, que interpretaba, como cada domingo, el Dios nunca muere de Alcalá.

Y aunque su cabeza continuaba en Dolores del Río ahora decidía esforzarse y pensar en la cinta de Houston. ¿Por qué filmar en Cuernavaca si Lowry prefirió estas tierras? O más bien pensar en Malcolm Lowry y su Bajo el volcán; el paso de ambos, autor y novela, por Oaxaca, a propósito, claro, del Sola de Vega que llevaba a la boca.

Lowry no pudo ser Lowry sin el mezcal y, en consecuencia, sin Oaxaca. Aquí vino, por primera vez, en 1937. La novela, entonces, apenas tenía forma. Llegó porque su personaje inglés del cónsul, Geoffrey Firmin, buscaba enviciarse de un “aguardiente” poderoso que le dijeron elaboraban los salvajes de estas tierras. Así, “salvajes”, como trece años antes D.H. Lawrence había llamado a los nativos de Oaxaca.

Lowry no pudo ser Lowry sin el mezcal y, en consecuencia, sin Oaxaca. Aquí vino, por primera vez, en 1937. La novela, entonces, apenas tenía forma. Llegó porque su personaje inglés del cónsul, Geoffrey Firmin, buscaba enviciarse de un “aguardiente” poderoso que le dijeron elaboraban los salvajes de estas tierras. Así, “salvajes”, como trece años antes D.H. Lawrence había llamado a los nativos de Oaxaca.

Pero más que enviciar al cónsul, Malcolm Lowry se envició. Y la verdad era que había dejado Cuernavaca y buscado este refugio no sólo por hallar material para su libro: lo había abandonado Jan Gabrial, su mujer, que había volado hacia Los Ángeles por problemas migratorios (más cuestiones maritales). Además Lowry había pescado paludismo, disentería y fiebre reumática. Necesitaba nuevos aires y probar de este mezcal.

El Indio Fernández repasaba estos pasajes cavilando en su “coñac”, y luego recordó la desagradable tarde en que un hacendado de San Luis Potosí le había ofrecido un mezcal procesado en esas tierras. ¿Mezcal? Había sentido el paso en su garganta de un ¡glup! perfumadísimo que después, en un segundo, había expulsado en un gargajo: “Perdone, usted, pero esto no es mezcal”.

Y ése era el tipo de cosas por las que El Indio gustaba de estas tardes de Oaxaca, que eran las mismas —le agradaba imaginarlo— por las que Lowry, en compañía del zapoteca Juan Fernando Márquez, su amigo, se entregó al mezcal. Igual que aquel Día de Todos Santos en la vida de Firmin, el cónsul británico, mientras daba comienzo la II Guerra Mundial.

Una mañana de ocio, y aunque viejo, El Indio se empeñó en buscar El Farolito. O lo que había sido, según Lowry, El Farolito, la cantina estrella de Bajo el volcán. Le habían dicho que sobre la calle de Morelos, pasando Reforma, a unos pasos del Posada del Virrey. Luego le hablaron de La Quinta Avenida, del Galdino’s y La Poblanita, pero más por recomendarlas que por otra cosa.

También se topó con La Casa del Mezcal, frente al mercado. Allí sirven “coñac” joven, de pechuga, reposado, añejo, abocado, de cedrón, y aunque por su ambiente pudo ser —aquel ambiente, no el de hoy— era posterior a El Farolito. Pidió un tobalá con gusano, observó la perla, otra vez Dolores del Río y luego le dijeron que no: “Lo que busca usted es La Farola, no existe El Farolito”, y lo mandaron a la 20 de Noviembre.

Dobló en la calle de Las Casas, una cuadra, torció luego a la derecha. Mero en frente de La Violeta, la cristalería, le dijeron, y allí estaba La Farola, una cantina que abrió sus puertas muy a principios del siglo XX, algo sucia (que ahora es muy chic, y que en nada se parece a la que El Indio visitó).

De todos modos, de ser La Farola El Farolito, no la cambió por los portales. Y ahora que estaba aquí, mirando el Zócalo, esperando el llamado de Roman Polanski para integrarse al staff de Pirates, El Indio supuso que las rondas de cantina habían muerto para él. Se sentía un poco Lowry, hundiéndose de “popa a proa. S.O.S. Peor que el Morro Castle. S.O.S y el Titanic. […] No puedo soportarlo”, como es que Lowry definió a John Davenport, su amigo, aquel sentir, pidiéndole auxilio desde la habitación 40 del Hotel Francia, justamente una cuadra al sur de La Farola.

“La ciudad de la noche terrible”, eso había sido Oaxaca para Lowry, quien junto con el cónsul iba viviendo la venida del ocaso, la entrada a la cantina, el infierno. Y es que no cualquiera iba gritando por las calles que quería “excomunión”, y más entre el purismo de los treinta en Oaxaca. “Excomunión”, así, que era el nombre dado a un tipo fuerte de mezcal contra el que, a mediados del XVIII, Elizacoechea, el obispo, había lanzado una condena a su consumo.

Pero Lowry ya estaba condenado. Había estado en la cárcel, vuelto a salir y vuelto a entrar, acosado por los grupos de derecha por borracho y por vivir sin pasaporte. Usted no es escritor, le dijeron. Hemos visto sus escritos y usted no es escritor. Usted es un espía, inglés, “y en México, a los espías, lo matamos”, y de aquí las noches espantosas, relató una tarde, ya lejos del país, a su amigo James Stern. “El día de navidad dejaron salir a todos los presos, menos a mí”.

Aquello fue en el cuarenta, lo de esta carta, dos años después de haber dejado México, y con él la intoxicación. Tomó sus papeles, la novela, y por presión de la migra mexicana viajó en tren hacia Nogales, en Sonora, desde donde se trasladó hacia Los Ángeles. Jan Gabriel, por supuesto, ni siquiera le esperaba, pues ya era su ex mujer. Sin embargo, internado en una clínica por presión de la familia, desintoxicado del mezcal, Lowry pensaba en el día del regreso. El por qué, nadie lo sabe, pensó El Indio, cavilando en su coñac, pero siempre hay un regreso.

“La ciudad de la noche terrible”, eso había sido Oaxaca para Lowry, quien junto con el cónsul iba viviendo la venida del ocaso, la entrada a la cantina, el infierno. Y es que no cualquiera iba gritando por las calles que quería “excomunión”, y más entre el purismo de los treinta en Oaxaca.

Dame otro Sola, pidió al mesero. ¿Otro qué? Sola de Vega, otro coñac, le gruñó, y agitó la mano izquierda, haciendo una tormenta, como si para El Indio pedir mezcal no era pedir siempre “coñac”, y regresó a la calma clavando su mirada en un niño, algo tímido, que por fin le abordó. ¿Es usted famoso, verdad? De los grandes, escuincle, le respondió. ¿Me firma aquí? Y El Indio, malencarado, jaló el papel y autografió, mientras en el aire cantaba Lupita Palomera, como todas las tardes, en aquella época, en el estéreo de El Marqués, en el portal norte del zócalo de la ciudad.

En 1945 Lowry volvió. Las trece editoriales que rechazaron su novela ya eran cosa del olvido: la cola del pasado de las noches tormentosas.

Así que el escritor tomó a Margerie Bonner, su segunda mujer, y la trajo a ver sus escenarios. Bajo el volcán pintaba ya como novela susceptible a la lista capital de lo mejor del siglo XX.

Tienes que conocerlo, le dijo, y vieron México, Cuernavaca, Oaxaca. “También tienes que ver a Juan Fernando Márquez”, aquel zapoteca, su amigo, con quien tantas noches se embriagó de mezcal, y es que dicen aquí que la amistad que nace de su influjo sobrevive a cualquier cosa, y esto lo escuchó El Indio tantas veces, era parte del sonsonete, incluso, para que un cantinero vendiera más mezcal.

De todas maneras la muerte no parece ser cualquier cosa. Cuando el escritor retornó a Oaxaca y buscó a Márquez nunca lo halló. Había muerto baleado al salir de una cantina, y no le quedó de otra a la tristeza que colgarse en el lomo de Malcolm Lowry y escribir algunas cosas; cosas que al tiempo devinieron, por ejemplo, en Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, novela que en 1968 cerró para él.

Al final fue cierto: lo más valioso que trae el mezcal sobrevive a cualquier cosa. ¿O no lo crees así?, inquirió El Indio a su mesero. Sí que lo creo, señor. Pues yo también… y después de otro silencio le pidió le aventara otro “coñac”. ®

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Publicado en: Destacados, Diciembre 2011, El sureste mexicano, Literatura y viaje

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