«He llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el Universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo». Dos narradores emblemáticos de la literatura argentina caminan por Buenos Aires.
Entre Arlt y Borges, y sin quererlo, dividen la ciudad en dos tiempos: Borges retrocede a 1880 y Arlt se adelanta a 1930 y su profusión de dictaduras, porque desde el presente adivina la confusión futura, las batallas de ideologías, la necesidad de sobrevivir, la furia apenas sepultada que cubre a Buenos Aires como una nube de humo y baña a sus habitantes en el desencanto mientras Borges vuelve hacia un pasado idealizado desplazándose del centro a la periferia, los arrabales, esos límites imprecisos donde la ciudad se encuentra con el campo y cuyos habitantes, adivina, encarnan la degradación de ese gaucho que el Primer Centenario levantó como emblema de la argentinidad, del ser nacional.Arlt empezó a escribir sus Aguafuertes en 1928, a los 28 años, aunque su fecha de nacimiento siga siendo motivo de misterio porque él se encargó muy bien de borrar los rastros mientras se agregaba y quitaba segundos y terceros nombres: Arlt situaba su historia en el plano en el que le interesaba contarla y desde ahí la leemos hoy: sus primeros datos ciertos son un padre autoritario que lo amenazaba diciéndole: “Mañana a la madrugada voy a darte unos azotes”; años después, en sus aguafuertes, contaría cómo su padre lo esperaba afuera, con el cinto en la mano. Arlt metió adentro de sus aguafuertes esos sentimientos de dolor, pérdida e introspección: Onetti, que los leyó rápido y mal, las niega con un “escribió algunas fácilmente olvidables”. La lectura descuidada de Onetti oculta el material que Arlt encontró en sus recorridas por las calles de Buenos Aires antes de escribir Los siete locos y Los lanzallamas, sus novelas visionarias que contienen el germen de lo que vendrá nacido justamente de esas largas caminatas a pie: años de prosperidad que se precipitarán muy rápido en la crisis del treinta y el primero de los muchos golpes militares argentinos: Arlt lee el revés de la buena fortuna observando costumbres, dichos, lenguajes, gestos y personajes, y en la transcripción apurada de esos aguafuertes dibuja el perfil de una ciudad melancólica y cruel, llena de personajes folletinescos, planeando revoluciones e inventos imposibles encerrados en discursos alucinados, locos, imposibles, mechados en interminables charlas de café. Arlt presiente la catástrofe y ficcionaliza ese quiebre que será el primer golpe militar en el discurso de uno de sus personajes, el Astrólogo, con palabras que la realidad le copiara casi enseguida.
Porque el material con que construye sus novelas es el mismo que sirve de cimiento a sus ficciones y puede verse entre ambas una línea que los une: los personajes de ese Buenos Aires secreto que Arlt recorre y sobre el que escribe cada día, reconstruyendo las diversas capas de una ciudad cuyos perfiles se modifican constantemente; sus aguafuertes rescatan el momento preciso en que la ciudad va mutando, dejando paso a una nueva, más grande, posesiva y dominante, rodeada de cemento y edificios, donde crecen y viven primeras y segundas generaciones de inmigrantes: es el testigo privilegiado de ese pasaje mientras Borges se convierte en el historiador del pasado a través de las orillas y sus habitantes. Entre ambos, y sin quererlo, dividen la ciudad en dos tiempos: Borges retrocede a 1880 y Arlt se adelanta a 1930 y su profusión de dictaduras, porque desde el presente adivina la confusión futura, las batallas de ideologías, la necesidad de sobrevivir, la furia apenas sepultada que cubre a Buenos Aires como una nube de humo y baña a sus habitantes en el desencanto mientras Borges vuelve hacia un pasado idealizado desplazándose del centro a la periferia, los arrabales, esos límites imprecisos donde la ciudad se encuentra con el campo y cuyos habitantes, adivina, encarnan la degradación de ese gaucho que el Primer Centenario levantó como emblema de la argentinidad, del ser nacional.
Arlt, a diferencia de Borges, se preocupa más por el futuro que por el presente: ese el material de su obra, tamizado por una lectura sarcástica, irreverente, que abre las entrañas de la inmigración que todavía no termina de acomodarse al país y lucha con un idioma que le es extraño y circunstancias que no comprenden del todo: en ese acomodamiento brusco con la realidad Arlt se mueve y los circuitos extraños y retorcidos que recorre —bares, cafés, comités, hipódromos, “leoneras”, redacciones “estrepitosas” y plazas públicas— aparecen en sus novelas como personajes vivos: a medida que describe la arquitectura de la ciudad aparecen los personajes que la pueblan y, desde ellos, el lenguaje que usan; pero todo su cinismo frente a estos espectáculos no oculta su sentimientos de piedad y su talento para captar los matices: en “Molinos de Agua en Flores” describe un Flores antiguo, perdido ya:
¡Qué lindo, que espacioso que era Flores antes! Por todas partes se erguían los molinos de viento. Las casas no eran casas sino casonas. […] En las fincas había cocheras y en los patios, enormes patios cubiertos de glicinas, chirriaba la cadena del balde al bajar al pozo. […]
Las calles tenían otros nombres. Ramón Falcón se llamaba entonces Unión. Donato Álvarez, Bella Vista. A diez cuadras de Rivadavia comenzaba la pampa. La gente vivía otra vida mas interesante que la actual. Quiero decir con ello que eran menos egoístas, menos cínicos, menos implacables.
Y termina con una frase antológica: “¡También la gente está para romanticismo! Allí, la vara de tierra cuesta cien pesos. Antes costaba cinco y se vivía más feliz. pero nos queda el orgullo de haber progresado. Pero nos queda el orgullo de haber progresado, eso sí, pero la felicidad no existe. Se la llevó el diablo”.
Esa misma mirada reaparece en “Visita al tattersal reo”:
El ambiente no es alegre, sino tristón; tristón como la misma mirada de esos animalitos traídos del campo, de Rauch, de Luján, de Casares, para padecer y morir un buen día en el adoquinado de la ciudad, bajo el golpe de un funesto rayo de sol.
Arlt no sólo conoce la ciudad, también lee la relación con sus habitantes, lee dentro de ellos y sus viajes no se detienen en el centro, sino que se adentran en los lugares donde el progreso esta insinuado pero todavía no llega:
El propietario misho compró hace diez años un terreno en cualquiera de esas calles que son el infierno de los matungos y el terror de los carreros, pues, cuando un carro se encaja, allí, lo menos que le pasa es partirse por el eje. No hablemos de los pobres matungos. Así se levantaron barrios y más barrios. Calles y más calles sin adoquinar. Usted camina ratos largos sin divisar el salvador adoquín. […] Casi todos ellos leen diariamente la sección “Municipales” de los periódicos, de manera que simultáneamente se enteran del milagro a ocurrir, es decir del decreto de pavimentación. […] Son de oír y no creer los diálogos que se hacen en las puertas, no solo entre los dueños, sino entre las cónyuges de los fulanos.
—Ahora si queremos podremos vender acomodadamente.
—También nos hemos sacrificado.
Arlt lee el revés de la buena fortuna observando costumbres, dichos, lenguajes, gestos y personajes, y en la transcripción apurada de esos aguafuertes dibuja el perfil de una ciudad melancólica y cruel, llena de personajes folletinescos, planeando revoluciones e inventos imposibles encerrados en discursos alucinados, locos, imposibles, mechados en interminables charlas de café.
Y es cierto. Se han sacrificado. Años y años, inviernos y más inviernos, no hay uno de los habitantes de la villa X que no conozca de memoria los senderos arrimados a las tapias que se recorren esquivando el agua que sube a la vereda, no hay uno de ellos que no haya maldecido la ocurrencia de “venir a enterrarse” allí, a diez cuadras del tranvía, calles donde ni los verduleros a vender mercaderías quieren entrar… El adoquinado es una especie de salvación para esta gente. Es la civilización, el progreso, acercando la ciudad a la pampa disfrazada de ciudad, que es nuestra urbe (“El próximo adoquinado”).
Arlt establece sus parientes literarios más próximos en “El placer de vagabundear” porque él, como sus maestros, con un pequeño detalle puede desnudar el todo:
¡Qué grandes, que llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas escondidos en las siniestras casas de departamentos![…] Los extraordinarios encuentros en la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria del tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso, donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.
He llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el Universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo.
Y su originalidad está precisamente en eso: por medio de pequeños detalles le toma el pulso a la ciudad, descubre no sólo lo que es, sino en lo que va a convertirse rearmando el discurso de esos personajes.
Caminaba yo un sábado por una acera en la sombra, por la calle Alsina —la calle más lúgubre de Buenos Aires— cuando por la vereda opuesta, por la vereda del sol, vi a un empleado, de espaldas encorvadas, que caminaba despacio, llevando de la mano a una criatura de tres años. La criatura exhibía, inocentemente, uno de esos sombreritos con cintajos, que sin ser viejos son deplorables. Un vestidito rosa recién planchado. Unos zapatitos para los días de fiesta. Caminaba despacio la nena, y más despacio aún, el padre. Y de pronto tuve la visión de la sala de una casa de inquilinato, y la madre de la criatura, una mujer joven y arrugada por las penurias, planchando los cintajos del sombrero de la nena. El hombre caminaba despacio. Triste. Aburrido. Yo vi en él el producto de veinte años de garita con catorce horas de trabajo y un sueldo de hambre, veinte años de privaciones, de sacrificios estúpidos y del sagrado terror de que lo echen a la calle (“La tristeza del sábado inglés”).
Borges a los veintidós años descubre las posibilidades de la ciudad pero no trabajada como urbe moderna; a Borges sus paseos lo llevan inevitablemente al sur, a las orillas y a los personajes que lo habitan: lejos de esa inquietante “muchedumbre vociferante” prefiere la quietud y los guapos que conectan con su idealización del pasado guerrero y combativo de sus antepasados ahora degradados en guardaespaldas de doctores y políticos de comité.
Mientras Arlt funda la ciudad moderna y la integra a la literatura poblándola de personajes extraños pero reales, Borges descubre las posibilidades del arrabal y en el cruce entre ambos —uno mirando el pasado, el otro el futuro— se definen los circuitos que recorrerán hasta su muerte; y si lo que describe Arlt son los perfiles imprecisos de una ciudad en construcción, armada a partir de elementos disímiles e indóciles, incrustados por la fuerza creando una tensión palpable entre los europeos recién llegados frente a los criollos viejos, la modernidad frente a la tradición; Borges rescata los límites que adivina a punto de perderse en una época que coloca un precio a todo pero desprecia la idea misma de valores como el coraje: su narrativa necesita encontrar un lugar donde todavía importe el valor, y toma como base a los gauchos transformados en guapos, una degradación que rastrea desde su propia historia familiar (“el patriótico sable ya rebajado a cuchillo”) y que encuentra agonizando como tal en los suburbios; Borges escribe sus primeros libros empujado por la necesidad de poner una marca, hacerse de un lugar: desde el inicial Fervor de Buenos Aires se propone un rescate de esos márgenes barrosos que aparecen vistos desde la nostalgia. Con ese arrabal más imaginario que real trabajará hasta el final, incluyendo los dos Buenos Airesde El otro, el mismo (1964). En esos poemas inicia el tránsito entre el pasado y el presente,
Antes yo te buscaba en tus confines
que lindan con la tarde y la llanura
y en la verja que guarda una frescura
antigua de cedrones y jazmines.
En la memoria de Palermo estabas,
en su mitología de un pasado
de baraja y puñal y en el dorado
bronce de las inútiles aldabas,
con su mano y sortija. Te sentía
en los patios del Sur
(“Buenos Aires”)
El poema es una abierta confesión: recordemos un poco: recién llegado de Europa, en 1921 o 1922, Borgeselige trabajar en los confines y no en el centro mismo de la ciudad cosmopolita que se está construyendo y donde ya se mezclan los lenguajes y las razas que captura Arlt: la ciudad, el centro, es ajeno a la poética que Borges imagina y cuya construcción empieza con Fervor de Buenos Aires. Borges a los veintidós años descubre las posibilidades de la ciudad pero no trabajada como urbe moderna; a Borges sus paseos lo llevan inevitablemente al sur, a las orillas y a los personajes que lo habitan: lejos de esa inquietante “muchedumbre vociferante” prefiere la quietud y los guapos que conectan con su idealización del pasado guerrero y combativo de sus antepasados ahora degradados en guardaespaldas de doctores y políticos de comité (“No era siempre un rebelde: el comité alquilaba su temebilidad, su esgrima, y le dispensaba su protección” describe en Evaristo Carriego).
En ese límite Borges sitúa el pasaje donde el gaucho, el hombre valiente, va a transformarse en guapo y a perder sus características de valor y hombría, bajo la presión de los tiempos. Borges volverá sobre el tema en una de sus conferencias, “La poesía y el arrabal”, de 1961:
El arrabal, que no se llamaba así antes, por ejemplo mi abuelo no hablaba del arrabal, ni mi padre tampoco, sino de las orillas, y al decir las orillas pensábamos menos en las orillas del agua, en lo que se llamaba El Bajo, desde Palermo hacia un poco más allá del barrio de las bocas del Riachuelo […] Es decir, pensábamos en esas vagas, pobres y modestas regiones en que iba deshilachándose Buenos Aires hacia el norte, hacia el oeste y hacia el sur. Esas regiones de casas bajas, esas calles en cuyo fondo se sentía la gravitación, la presencia de la pampa; esas calles ya sin empedrar, a veces de altas veredas de ladrillo y por las que no era raro ver cruzar un jinete, ver muchos perros. Nada de esto era muy pintoresco, pero ahora quizá lo sea, porque ya lo vemos, no a través de la realidad, sino a través de la imaginación de quienes lo han contado.
Borges visitará toda su vida ese espacio, dándole un pasado literario que rastrea desde Hilario Ascasubi a quien le debemos, dirá Borges, la palabra compadrito, hasta Eduardo Gutiérrez, el creador del último mito popular gauchesco, Juan Moreira, que Borges usará como modelo en su primer cuento, “Hombre de la esquina rosada”, de 1933.
De esa manera Borges encuentra y se apropia de esos límites barridos por la modernidad, polvorientos y casi olvidados. El movimiento final de Borges para cerrar su programa es, en 1930, la biografía de Evaristo Carriego, quien “descubre las posibilidades del barrio” y a quien usa como precursor para validarse. Beatriz Sarlo anota en “Un ultraísta en Buenos Aires” que
El libro sobre Carriego va creciendo y modificándose en las sucesivas ediciones hasta llegar a ser una especie de álbum de las orillas. Informa más sobre la estética de Borges que sobre la de Carriego. También podría considerárselo como un ensayo sobre Buenos Aires y una discusión sesgada sobre cómo se escribe literatura en esta ciudad.
Borges desconfiará del porqué “las orillas un tanto grises —nada pintorescas, por cierto— de Buenos Aires, sin embargo, han atraído a los escritores. No se ha escrito hasta ahora, que yo sepa, un libro sobre el arrabal y la literatura en Buenos Aires”
Y es mentira o media verdad esa desconfianza porque desde Fervor de Buenos Aires, él armará una y otra vez la historia del arrabal a través de sus relatos, sus ensayos gauchescos y finalmente, a través de sus entrevistas donde describe personajes como Juan Muraña o su amigo Paredes.
Extrañamente, o no, Arlt se encuentra finalmente con Borges en una de sus aguafuertes, cuando narra con una precisión borgiana la muerte de un ladrón. En ese momento, queda, por un momento, el viejo Buenos Aires a la vista del profano:
Un día es la aventura de la muerte. Salen a un trabajo simple. Es un desgraciado que de dos bifes se le sosiega; pero el desgraciado como esos bueyes que de una cornada matan al diestro más espabilado, el desgraciado repele la agresión a tiros, le desfonda la cabeza a uno de los furquistas y él, el facineroso, escapa con una bala en el vientre. Siente que se muere en el camino; la vida se le escapa por ese agujero sangrante; y arrastrándose, llega hasta la puerta del rancho. Esas es su única voluntad: llegar hasta allí. Como una criatura, lo recoge entre sus brazos la china. Lo mira y ve que él se muere, y entonces, invocando la Virgen, una Virgen parda que conoció cuando chica, recuesta a su hombre, le da un trago de caña; pero como una res, el yace, y se muere despacio… se muere con la mirada fija en las crenchas negras de esa mujer oscura que, como una deidad pampa, está a su lado, confeccionando ungüentos. Y cuando él muere, la mujer se arrodilla y reza (“Un día…”). ®