Jhafis Quintero estuvo en la cárcel en Costa Rica. Hoy vive en Amsterdam y se ha dedicado a escribir y a pintar. Desde allá nos envía tres crónicas de personajes con los que convivió y de los que aprendió un poco más de la vida dentro y fuera de la prisión.
Amor eterno
Chupi se diseñaba la ropa recortando camisetas y licras con tijeras infantiles, de ésas que no tienen punta y que son las únicas permitidas por el sistema penitenciario. La similitud de sus diseños con las vendas que hicieran famosa a la cultura egipcia era doblemente increíble. Flaco(a), muy flaco(a). Estar cerca de él(ella) implicaba recibir una responsabilidad extra porque parecía que se iba a desplomar en cualquier momento. Era semitravesti por economía, utilizaba el silicón de los pobres: bollos de papel higiénico debajo del brassier infantil, una especie de origami sensual para ganar volumen en la accidentada geografía corpórea. Decía que él(ella) no era del todo mujer por un pedacito “así”, mientras los índices de sus manos señalaban la distancia que iba en sentido opuesto al diminutivo. Asistía a un espacio común ciertos días a la semana, con la cofradía de la que formaba parte para someterse a uno de sus rituales más importantes: la depilación, disciplina estética que consiste en torturarse arrancándose la barba con pinzas, borrando el rastro más visible de su condición natural de mujer atrapada en el cuerpo de un hombre.
Su cabello era raído y escaso y recordaba las bolas de beisbol de los barrios pobres panameños, que a fuerza de tantos batazos se desflecan miserablemente. Ese pelambre cobrizo caía como una catarata deprimida sobre el rostro de Locho. Que era grande, fuerte, siempre lo(a) protegió contra las miradas de censura de los orates uniformados que deambulan en manadas, contra los trabajadores sociales y otros funcionarios que a pesar de su formación profundamente católica no creían en todas las variantes de amor al prójimo. Lo(a) protegió también contra cualquier otro macho en celo que merodeara sus territorios con ganas de aparearse. En las noches retozaban alegremente en el camarote al que siempre le sobraba una cama y media, miraban juntos las telenovelas fundidos en palpitantes abrazos; gozando, sufriendo la suerte de los actores, prometiéndose amor por siempre, o lo que es igual: el tiempo que dure la sentencia.
A Locho lo visitaba su esposa que le traía comida y dinero. Ese era el momento más difícil para Chupi, la parte más dolorosa de su sentencia: tener que compartir a su amado no sólo con el Estado que se había reservado los derechos de admisión, sino también con la esposa, que por traerle un pedazo de pollo extra crispy con papitas fritas y salsa rosada tenía acceso a los besos y abrazos que sólo le pertenecían a Chupi. Los fines de semana, después de acabada la visita de la esposa, ambos cubrían con cortinas la parte baja del camarote para dedicarse a fumar crack. Cada vez que prendían un fósforo para consumir la siguiente dosis aparecían sus siluetas como una representación del teatro chino, y después, motivados por el amor químico de ¢1.000 la unidad, se abandonaban a disfrutar los borbollones de su pasión. El camarote se veía sacudido súbitamente por un enardecimiento telúrico de 8 en la escala Richter.
Decidieron dedicarse al activismo por los derechos de las parejas homosexuales a tener visita conyugal (una cuestión de orgullo), asunto que les significó muchos problemas, porque aunque en el papel se dice que cuando eres objeto de prisión sólo pierdes el derecho de tránsito, de manera tácita se sabe que pierdes muchos otros. Se enfrentaron solos al Gran Gigante —la institución que administra la justicia y la moral —enviando recursos de amparo a la corte de derechos humanos y haciendo huelgas de hambre de hasta una semana intentando que las leyes fueran iguales para todos sin importar la orientación sexual. A pesar de que no lograron lo que querían, sí demostraron tener más güevos que cualquiera. Siempre afirmaron que su amor era de otro mundo, y en efecto, murieron abrazados por una enfermedad exótica, dejando así un enorme vacío en todos los residentes de aquellos lares, quienes los recuerdan inmortalizados en un graffiti, que a pesar de estar en plural habla de un solo ser, uno mitológico de cuatro piernas y cuatro brazos: Aquí estuvimos.
Calixto
Dicen que para estar loco hay que comer jabón, pero se puede empezar con otros materiales. Fumaba cigarros con la braza hacia dentro y el filtro para afuera. Llegó un día de tantos a bordo de una enorme sentencia y con un tono de piel verde postguerra. Sobreviviente del conflicto civil nicaragüense, militó en la alineación del equipo contrarrevolucionario en la zona de San Juan del Sur.
Dicen que para estar loco hay que comer jabón, pero se puede empezar con otros materiales. Fumaba cigarros con la braza hacia dentro y el filtro para afuera. Llegó un día de tantos a bordo de una enorme sentencia y con un tono de piel verde postguerra.
En prisión caminaba descalzo tratando de aminorar la distancia entre él y la madre tierra. Irradiaba felicidad, esa alegría que se siente cuado estás en un sitio que te resulta menos malo que el anterior. Movía impulsivamente la mano derecha, rasgando las cuerdas de una guitarra invisible. Hablaba muy poco, tratando de no abrir mucha distancia entre los dientes superiores e inferiores. En otras palabras, se comunicaba con murmullos breves y precisos, sin embargo, heredero de un infinito romanticismo, se la pasaba cantando la misma canción todos los días: “El día que la mataron Rosita estaba de suerte, de tres tiros que le dieron sólo uno era de muerte”. Esa canción fue por mucho tiempo el soundtrack en la vida de todos los vecinos de Calixto, quienes le regalaban diariamente —a las 6 p.m.— un cigarrillo, con tal de que se tomara una taza de té o leche caliente para que se durmiera y dejara dormir, pero no servía de mucho.
No era muy afortunado. Tuvo la desgracia de caerle mal al oficial de seguridad Bolsadeleche, un personaje tragicómico: cómico visualmente, pero era toda una tragedia caerle mal (la gente tiene la falsa idea de que todos los gordos son bonachones). Sus tribulaciones empezaron el Día de los Inocentes. Manipulado por sus vecinos, fingió haber sido atacado, se llenó el pecho con salsa de tomate y salió dando gritos desde una celda para caer abatido en el patio. La policía entró en manada al mando de Bolsadeleche y, cuando llegaron al lugar donde estaba supuestamente el cuerpo sin vida, el cadáver abrió los ojos y radiante repitió la frase recién aprendida: ¡Feliz día de los inocentes! Como la policía penitenciaria no tiene sentido del humor, Bolsadeleche se puso más gordo y blanco que de costumbre, acarició la empuñadura de su vara policial y le lanzó una mirada inquietante al “inocente”. Luego se marchó, precedido de ese rumor acuoso que lo acompañó desde que empezó a ganar volumen. En la tarde llamaron a Calixto para que se entrevistara con un abogado, pero todo era una trampa. Cuando salió a su “entrevista” el equipo de cocoboleros (policías armados con varas) ya lo esperaba impaciente en el pasillo para darle una lección. Luego de interactuar con los oficiales del orden quedó esposado en la oficialía varias horas. Se la pasó cantando su tema de siempre: “El día que la mataron Rosita estaba de suerte, de tres tiros que le dieron sólo uno era de muerte”. Y así hasta su regreso al pabellón.
Desde entonces quedó grabado en el radar personal de Bolsadeleche, quien por cualquier cosa lo ubicaba en el calabozo. Calixto fue perdiendo progresivamente su tono de piel verde postguerra y fue adquiriendo un delicado tono amarillo calabozo, pues prefería permanecer en su aposento de castigo y seguir cantando infatigable día y noche su eterna canción: “El día que la mataron rosita estaba de suerte de tres tiros que le dieron solo uno era de muerte”.
Se hizo popular en el sistema penitenciario y ahora lo tomaban mucho más en cuenta. Como primera medida de atención lo llevaron al psiquiatra, quien después de echar un vistazo a los informes de los oficiales sobre la impulsividad del cantante, determinó que estaba mal de los nervios y le recetó medicamentos: cantidades de psicoactivos de colores y formas llamativas, además de una tarjeta de control que le entregaron a la seguridad para que lo trasladaran a la enfermería, donde le suministraban con dedicación su dosis intravenosa de benadryl.
Pasaron los meses y ya casi no le gustaba salir a recibir su hora de sol diaria y, cuando lo hacía, se quedaba en el patio petrificado, inmóvil. La única cosa que daba fe de que no se había muerto parado era la mano derecha, esa mano que jamás se detenía, rasgando las cuerdas de una canción imaginaria.
Secuaz
Cuando jugaban a policías y ladrones él siempre quería ser el malo, a pesar de las palizas que le propinaba el papá. Éste era un enorme sargento que, además de ser policía, y aunque parezca redundante, era muy posesivo: se compró unos walkie-talkies para tener controlada a su mujer. A cada rato se escuchaba por la onda corta: Ggggggg… Fulana, dónde estás, cambio… Gggggg… Prepárame una sopa que estoy llegando a casa, cambio… Ggggggg…. Hacéme café que estoy de goma, gggggg… cambio, gggggg… cambio. El sargento estaba omnipresente en la vida de su mujer y su hijo. Murió en el ejercicio de sus funciones: se le diluyó el hígado de tanto beber productos etílicos durante las rondas policiales en la ciudad, saqueando gays y amedrentando extranjeros. El día del funeral lo sepultaron con todos los honores, las insignias y los walkie-talkies. Frente a la tumba aún fresca del padre el niño decidió llamarse desde ese momento y en adelante Secuaz.
Murió en el ejercicio de sus funciones: se le diluyó el hígado de tanto beber productos etílicos durante las rondas policiales en la ciudad, saqueando gays y amedrentando extranjeros. El día del funeral lo sepultaron con todos los honores, las insignias y los walkie-talkies. Frente a la tumba aún fresca del padre el niño decidió llamarse desde ese momento y en adelante Secuaz.
Desde chico tenía siempre en su botiquín una bolsa de papel para híper ventilarse cuando sentía la proximidad de un ataque. Llevaba una cuchara en el bolsillo de atrás del pantalón para no morderse la lengua y una placa que le colgaba del cuello que advertía que era epiléptico. A pesar de esta debilidad había forjado su carácter en escuelas públicas y se hizo popular cuando se enfrentó al gordo de la escuela (uno de esos cíclopes que de tanto repetir el año terminan llevando rasuradoras en la lonchera). Ese día fue a la enfermería no por las razones usuales (los ataques epilépticos), sino por la paliza que le propinó el titán.
Hoy se encuentra recluido por vender drogas (aún ilegales) y pesan sobre él ocho años de prisión. Desde los juegos de policías y ladrones, Secuaz desarrolló un especial temor por el gggggg que producen los radios de onda corta, por los documentales de asteroides de National Geographic y sobre todo por la autoridad. Pero después de ser testigo de la dinámica policial al interior de ese patibulario, el miedo se transformó en estremecimiento: él podía enfrentarse a lo que fuera, menos a algo que tuviera uniforme. A pesar de esto, continúa con los negocios para ayudar a su anciana madre, aquella “acudiente” en la escuela cuando niño y la única que aún acude a las visitas dominicales ataviada de necesidades, con la esperanza de que su hijo le ayude siempre con el producto de las ventas internas.
Fue analizado y descifrado por sus vecinos que descubrieron el talón de Aquiles de aquel valiente. Así que esperaban que Secuaz se alejara un poco de su botiquín y luego, haciendo un derroche de dramaturgia e histrionismo, gritaban tan fuerte como eran capaces: ¡Viene la requisa policial! Inmediatamente Secuaz caía al piso presa del pánico, envuelto en estertores y con abundante baba manando de la boca. Los mismos personajes que habían dado la falsa alarma se trasformaban de inmediato en hacendosos camilleros que lo llevaban a la enfermería. En las escaleras perdía la droga que llevaba encima, en el pasillo el reloj, al final del corredor no poseía tenis, y cuando llegaba a la enfermería estaba semidesnudo.
Esto ocurrió muchas veces. Nuestro héroe estaba en un dilema: necesitaba encontrar la forma de triunfar en la vida, por él y por su madre. Como chico malo clásico estaba en problemas (los criminales contemporáneos no respetan los valores sindicales) y a esto se le sumaba un nuevo inconveniente, uno enorme: el titán de su infancia seguía siendo el titán de su vida adulta y recién había entrado a trabajar como policía penitenciario, ya que para esto no se requiere tener la escolaridad completa (medida que facilita el trabajo a los asesores del Ministerio de Justicia: remplazan la falta de criterio por una reacción monocromática con respecto al bien y el mal). Después de mucho meditarlo y de escuchar a Rubén Blades decir que “hasta pa ser maleante hay que estudiar”, Secuaz decidió aprender leyes. Su sueño es, cuando salga, vincularse de cualquier manera a la política, porque ahora sabe que a sus juegos infantiles le faltó una tercera categoría, la de los que nunca pierden: policías, ladrones y políticos. ®