Si deseamos que el Estado detente el monopolio de las armas y de la fuerza debemos actuar en consecuencia y exigir a la guerrilla que se acoja a una negociación que conduzca al establecimiento de condiciones para su desarme, el perdón y la reconciliación.
De nuevo se mueve el péndulo del diálogo para dirimir el conflicto armado colombiano. Hay serios indicios y señales de que estamos a punto de presenciar un acuerdo entre gobierno y guerrillas para iniciarlo.
Se podría pensar que las FARC han acusado el golpe severo propinado por el Estado al dar de baja a varios de sus más importantes comandantes y que por fin han entrado en razón de que no les queda otro camino que buscar una salida honrosa, siempre y cuando no se parezca a una humillación. También cabe pensar que estamos en presencia de una de las más grandes acciones ofensivas, por lo sostenida y por su amplitud, de los últimos diez años, orientada no tanto a ganar el terreno perdido por causa de la seguridad democrática ni a recuperar el poder estratégico que tuvieron a fines de los noventa y comienzos del milenio, como sí a demostrar que están vigentes, lejos de una derrota definitiva, en capacidad de hacer daño y causar molestias, por tanto, en condiciones de hacer entender a la opinión pública que el diálogo es mejor que la guerra, como asegura su nuevo jefe Timochenko.
La iniciativa ha sido bien adobada en esta oportunidad, no hay dudas al respecto. Nada cala mejor en el sentimiento de las gentes agobiadas por la pérdida creciente de la seguridad y ante cierta impotencia de la Fuerza Pública que las palabras refrescantes de que es posible, ahora sí, la paz. Con más razón si la propuesta viene acompañada de la promesa de cesar el secuestro extorsivo y del “gesto humanitario” de liberar a los soldados secuestrados. En la periferia civil las movidas correspondientes no se han dejado esperar. Una parte muy representativa de los columnistas se muestra a favor del diálogo, les parece muy suficiente la oferta fariana y muy convincentes las palabras del nuevo comandante. La principal mediadora e intermediaria, Piedad Córdoba, va más lejos y habla, propone y casi da por sentado que procede una tregua bilateral. La entrevistan a placer los diferentes medios, lo mismo a otros voceros de Colombianos por la Paz, organización que hace rápido eco a las iniciativas farianas.
De otra parte, la crema y nata de la intelectualidad dirige una carta al presidente Santos en la que le hacen ver las inmejorables condiciones que se dan para avanzar hacia una salida negociada del conflicto armado y le piden que actúe con “coraje y audacia” [véase la carta al final de este artículo].
Todo está servido, además, sin posibilidad de decir nada en contra porque, como afirma el columnista académico, León Valencia, los que se oponen al diálogo representan a la extrema derecha y el militarismo. El uribismo en su peor momento político, sin favorabilidad en los círculos partidistas que giran en torno al gobierno, carece de fuerza para opinar con eficacia. Así pues que a tragar sapos, se dijo.
El debate, infortunadamente, se maneja de forma maniquea pues nadie en sana razón desea que este conflicto prosiga con su estela de destrucción y dolores irreparables. Los que somos críticos del diálogo por el diálogo o los que miramos con desconfianza la propuesta de las FARC y calificamos de, al menos, ingenua la posición de muchos intelectuales que actúan de buena fe, también deseamos que se silencien las armas.
El debate, infortunadamente, se maneja de forma maniquea pues nadie en sana razón desea que este conflicto prosiga con su estela de destrucción y dolores irreparables. Los que somos críticos del diálogo por el diálogo o los que miramos con desconfianza la propuesta de las FARC y calificamos de, al menos, ingenua la posición de muchos intelectuales que actúan de buena fe, también deseamos que se silencien las armas. Pero tenemos una diferencia muy grande: nosotros, a diferencia, de los dialoguistas, creemos que no vale la pena perder el esfuerzo realizado por el Estado en los últimos diez años para salir a conversar con las guerrillas sin que éstas se comprometan a cesar su accionar militar y a reconocer que el camino de las armas está agotado. Lo demás, el cese del secuestro, de las minas antipersonales, de los ataques a la población civil, del reclutamiento de menores, entre otras atrocidades, vendrá como consecuencia de esa declaración y de ese reconocimiento. Ahí sí valdría la pena que todas “las fuerzas vivas” saliéramos a respaldar el diálogo. Pero abogar por reanudar conversaciones sin tal compromiso es hacer una apuesta al vacío, a la incertidumbre. No se por qué razones la intelectualidad nacional e internacional que en 1994 se pronunció categóricamente contra la lucha armada como camino para alcanzar una sociedad más justa ha dado un paso atrás, ha retrocedido, al avalar un diálogo en el que no se exige a las guerrillas, ahora más débiles que entonces, que abandonen el camino de las armas. No presionarlas para que den ese paso es alargar las expectativas que tienen de rehacer sus fuerzas y alimentar la falsa sensación de que pueden negociar con el Estado en pie de igualdad.
Si deseamos que el Estado detente el monopolio de las armas y de la fuerza debemos actuar en consecuencia y exigir a la guerrilla que se acoja a una negociación que conduzca al establecimiento de condiciones para su desarme, el perdón y la reconciliación. El Estado ha dado pasos significativos en su lucha por recuperar el monopolio de las armas y de la fuerza, de modo que no se justifica mantener un lenguaje como si nada hubiera cambiado sustancialmente en el conflicto, en el balance de fuerzas, en el fortalecimiento de la democracia, en el afianzamiento de la constitución del 91, de la que muchos dialoguistas se dicen partidarios. ¿Cuál es el problema de exigirles a las guerrillas que se acojan a la Constitución del 91? ¿Y que de aceptar el reto se presionará para que se brinden las garantías de una negociación sin humillaciones en el marco de la justicia transicional? Plantear un diálogo sin esas condiciones significa reconocerles a los grupos guerrilleros un estatus, una representación y una legitimidad que no tienen. ®
—Medellín, 6 de marzo de 2012
CODA: ¿Qué hacen entre los firmantes de la carta de los intelectuales el señor que lloró por la muerte de Alfonso Cano y el señor que se encuentra investigado de la Procuraduría y la Fiscalía de ser el “comandante Cienfuegos” de las FARC, según los correos de Raúl Reyes? ¿En qué estamos, o en qué quedamos, hay cercanías y solidaridades válidas si es con las guerrillas?
Apéndice
Bogotá, D.C., marzo 1 de 2012
Señor Presidente de la República de Colombia
Dr. JUAN MANUEL SANTOS
Señor Presidente:
Dijo usted en el discurso de posesión el 7 de agosto de 2010: “La puerta del diálogo no está cerrada con llave”. Para fijar destinatarios de tales palabras, usted agregó: “A los grupos armados ilegales que invocan razones políticas y hoy hablan otra vez de diálogo y negociación, les digo que mi gobierno estará abierto a cualquier conversación que busque la erradicación de la violencia y la construcción de una sociedad más próspera, equitativa y justa”.
En diversos momentos y con énfasis distintos, ha reiterado usted el primer enunciado en lo que va corrido de su mandato. Recientemente en Florencia, al término de un Consejo de Seguridad, usted redundó sobre la misma imagen. Es cierto que en su intervención formuló una inquietante indicación: “El Gobierno no tiene en este momento ningún indicio, ninguna manifestación que nos pueda a nosotros convencer de la buena voluntad de la contraparte en materia de llegar a un acuerdo de paz. Por lo tanto, la acción de la fuerza Pública será contundente y seguirá siendo contundente sin ninguna contemplación”.
Nos ha estimulado a escribirle estas líneas el hecho de que usted no haya arriado la bandera de la reconciliación, pero también nos ha empujado a hacerlo ahora la Declaración Pública del Secretariado del Estado Mayor Central de las FARC, conocida por la opinión nacional el 26 de febrero pasado. Como a la inmensa mayoría del país, nos ha alegrado que a la liberación de los seis militares inicialmente anunciada se haya adicionado el nombre de cuatro más, así como la manifestación de agilizar por parte de la guerrilla las acciones de la liberación.
Por las implicaciones que a más largo plazo tiene, asumimos como importante novedad, de cara a la trayectoria de 48 años de las FARC, la decisión de proscribir el secuestro extorsivo y de revocar la llamada Ley 002 que establecía para la guerrilla una aberrante atribución fiscal y la escandalosa “institucionalización” de la amenaza del secuestro con fines extorsivos.
En la etapa actual del conflicto interno se hacen evidentes primordiales realidades: el avance decisivo de la acción contrainsurgente del Estado mediante la acción de la Fuerza Pública, la pérdida de la proyección estratégica de la guerrilla, la persistencia de estructuras organizadas de las guerrillas que operan en lógicas nacionales y producen diverso tipo de operaciones ofensivas. De este cuadro se desprenden coordenadas que de mantener su trayectoria hacen previsible la continuación del conflicto interno con la inevitable prolongación de sufrimiento humano, pérdida de vidas, destrucción material y envilecimiento de la guerra.
Ante tan sombría perspectiva creemos que sólo la audacia política, que no identificamos con inopinada temeridad, puede abrir caminos inéditos para la reconciliación. Creemos, Señor Presidente, que políticas como la que está induciendo la Ley de víctimas y recuperación de tierras, con todas las limitaciones que a nuestro juicio ella presenta, así como la decisión que hizo posible la acelerada normalización de las relaciones internacionales con los vecinos, son iniciativas cuya calidad quisiéramos ver dirigida también a la búsqueda de superación del conflicto interno mediante el diseño de una política que permita conversaciones serias y claras con la insurgencia.
Cuando señalamos la necesidad de coraje y audacia, también en el campo de la reconciliación, somos conscientes de que en el país operan poderosos intereses de orden militar, económico y político que se benefician con la prolongación de la guerra. Allí está, al menos en parte, la fuente que alimenta la retórica belicista y la excitación a la revancha que cobran intensidad cuando se producen señales de distensión. Quizá no sobre consignar aquí, para evitar juicios insidiosos, que nos inspira la idea de la instauración definitiva en Colombia del monopolio de la Fuerza por parte de Estado, pero bajo la inamovible condición de que es el monopolio legítimode la Fuerza el que corresponde construir.
Quisiéramos rodear de optimista expectativa uno de los enunciados de la Declaración de las FARC aquí glosada: “Por nuestra parte consideramos que no caben más largas a la posibilidad de entablar conversaciones”. Diversas señales permiten pensar que está aflorando el sentimiento de que la prolongación de la guerra es un propósito que no tiene sentido, miradas las cosas desde el alto interés nacional.
Usted, señor Presidente, ha insistido con razón que se le permita al Gobierno proceder en materia de conversaciones con independencia y cautela. Esa observación la entendemos cabalmente en el plano operativo que implican los contactos, las imprescindibles exploraciones. Con toda convicción asumimos a ese nivel la justeza de tal advertencia, pero al mismo tiempo reiteramos que los problemas emanados de un conflicto que cubre al menos un cuarto de la historia republicana del país no pueden asumirse por la ciudadanía como asunto privativo, o bien de las instituciones armadas, o bien como asunto del fuero presidencial. La búsqueda colectiva de la paz es quizá el objetivo nacional a la vez más incluyente y exaltante.
Comprometemos nuestra buena voluntad en coadyuvar a la construcción de un movimiento amplio por la Paz en Colombia en la persuasión de que encontraremos también comprensión más allá de las fronteras del país, en pueblos y gobiernos que aspiran a que los conflictos se tramiten por los senderos civilizados de la controversia democrática, del respeto a los Derechos Humanos y a las normas del Derecho Internacional. Entendemos igualmente que la alusión contenida en la Declaración de las FARC a “un acuerdo de regularización de la confrontación” no tendría sentido alguno como figura pensada por fuera del contexto creado por el Derecho Internacional Humanitario. Para los analistas de conflictos, los cambios de lenguaje constituyen un síntoma y un paso fundamental para la búsqueda de la resolución negociada.
Estimamos la contribución modesta que podamos hacer a un movimiento de esa naturaleza, también como apoyo a su propósito expresado en circunstancias extraordinarias, con las palabras que introdujimos en la presente misiva y que ahora la cierran: “… mi gobierno estará abierto a cualquier conversación que busque la erradicación de la violencia, y la construcción de una sociedad más próspera, equitativa y justa”.
[Entre los firmantes del documento figuran el sacerdote jesuita Gabriel Izquierdo, Hernando Gómez Buendía, Guillermo Hoyos Vásquez, Daniel Pécaut, Socorro Ramírez, Alpher Rojas Carvajal, María Victoria Duque López, Medófilo Medina, Alfredo Molano Bravo, Juan Tokatlían, Gabriel Rosas Vega, Ricardo Mosquera Mesa, Oscar Collazos, Amylkar Acosta Medina, Rosalía Correa Young y Julio Silva Colmenares.]