Diatriba de un editor

Cine y cine mexicano

Escribo estas líneas aun a sabiendas de que no soy un especialista en cine, aunque es una de mis grandes pasiones desde que vi por primera vez en la pantalla del extinto Cinelandia —en la Ciudad de México de los años sesenta— un programa triple de caricaturas, y en el viejo cine Teresa la imagen escalofriante de King Kong y el hermoso rostro de Fay Wray, la aterrada y rubia novia de la bestia.

En el cine [mexicano] no existen ideas malas, sino formas taradas de desarrollarlas.
—Jorge Ayala Blanco.

I.

Cantinflas

¿Deben el público y el Estado apoyar al cine mexicano solamente por eso: por ser mexicano, ya sea malo, bueno o regular? Algo así se exigía a fines de los ochenta en relación con el “nuevo” rock mexicano, el que debía corearse con consignas patriotas y banderas tricolores en mano, independientemente de su calidad musical. Debía apoyárseles, al cine y al rock, porque de esa manera se convertirían en un buen negocio, se argumentaba; la falacia es que, por tratarse de productos mexicanos, éstos eran necesariamente buenos y, por eso, cineastas, roqueros y empresarios ondeaban la bandera mexicana como si fueran el Padre Hidalgo. Esa actitud respecto del cine mexicano es la que parece prevalecer no solamente en el Estado, sino entre cineastas y sectores del público: el cine mexicano merece ser visto y apoyado. ¿Por qué? Por ser mexicano.

Escribo estas líneas aun a sabiendas de que no soy un especialista en cine —no me he especializado en la reseña ni en la crítica—, aunque es una de mis grandes pasiones desde que vi por primera vez en la pantalla del extinto Cinelandia —en la Ciudad de México de los años sesenta— un programa triple de caricaturas, y en el viejo cine Teresa —hoy convertido en plaza comercial— la imagen escalofriante de King Kong y el hermoso rostro de Fay Wray, la aterrada y rubia novia de la bestia. Tenía cinco o seis años y desde entonces he visto esa película decenas de veces como si fuera la primera, cuando quedé maravillado por una experiencia insólita. (Recuerdo que en un viaje a La Habana, en 1981, un amigo me contó la anécdota de un niño al que llevaron al cine por primera vez. Al entrar a la sala oscura y ver la enorme pantalla gritó, emocionado: “¡Coño! ¡Qué televisión más grande!”, lo que hizo reír a todo el público.) Vi muchas veces Drácula, con Christopher Lee —en la también desaparecida sala Linterna Mágica, al sur de la capital— y ahora, cuando puedo, no pierdo oportunidad de volver a sumergirme en el mundo futuro —ya casi nuestro presente— de Blade Runner. Las matinées de los domingos eran casi un ritual familiar y en pocas ocasiones nos perdíamos de los programas triples de los cines Ideal —en San Ángel, donde vimos los avances de una inquietante película mexicana de monstruos de la cual nunca supimos el título—, Hipódromo, Ermita y Jalisco —en Tacubaya—, Estadio y Gloria —en la Roma. La entrada costaba un peso. Me divertí y emocioné con dramas y comedias mexicanas, de Cantinflas y Piporro a Joaquín Pardavé, María Félix y Pedro Infante, pasando por Viruta y Capulina, Vitola, Chabelo, el Loco Valdés; pero nunca he sentido el deseo de volver a esas películas, que además parecen vivir eternamente en el espacioso limbo de la televisión, esa especie de memoria colectiva que resguarda, como en la nube digital, el imaginario de millones de mexicanos de antes y de hoy. Mucho menos he querido volver a ver las producciones de los años setenta y ochenta a nuestros días. Quise entusiasmarme, más por razones políticas que artísticas, con filmes como El apando, Canoa o Rojo amanecer, pero la desilusión vino muy pronto: el desencanto ideológico, la decepción estética, la precariedad actoral: esos diálogos siempre tan impostados, como de mala obra de teatro —o peor, de telenovela. (Me acuerdo de una ironía de Gustavo García en una reseña de Doña Herlinda y su hijo, de J. H. Hermosillo, al referirse al manejo de actores: “¿Pero cómo los voy a dirigir si son mis cuates?”) Desde entonces, salvo pocas, muy pocas excepciones, casi ninguna película mexicana ha logrado cautivarme de la forma en que lo han hecho producciones francesas, estadounidenses, británicas, rusas, israelíes, chinas, japonesas y de otras regiones apartadas del mundo. Sólo recuerdo con agrado películas como El diablo y la dama (1984), de Ariel Zúñiga, el descenso real-imaginario de una bailarina francesa a los infiernos del submundo mexicano, La otra virginidad, del malogrado Juan Manuel Torres, y las del heterodoxo Alejandro Jodorowsky. Podría incluso recuperar Camino largo a Tijuana, de Luis Estrada (1991), una road movie genuina y sin pretensiones.

Debía apoyárseles, al cine y al rock, porque de esa manera se convertirían en un buen negocio, se argumentaba; la falacia es que, por tratarse de productos mexicanos, éstos eran necesariamente buenos y, por eso, cineastas, roqueros y empresarios ondeaban la bandera mexicana como si fueran el Padre Hidalgo.

Mi relación con el cine ha tenido que ver con el trabajo de edición que he desempeñado en diferentes revistas culturales, en las que siempre hubo una sección especial para el séptimo arte, salvo Nitrato de Plata, la revista dirigida por José María Espinasa de 1990 a 1997, que estaba dedicada enteramente al cine y de la cual fui jefe de redacción. En todas ellas leía reseñas y críticas de películas nacionales y extranjeras y trataba de ver las más que podía, incluyendo algunas rarezas mexicanas, como Magueyes [1962], La fórmula secreta [1964] y Tequila [1991; estas tres de Rubén Gámez], Redondo [Raúl Busteros, 1984] o La Montaña Sagrada y Santa Sangre [1973 y 1989, respectivamente, de Jodorowsky]; Retorno a Aztlán [Juan Mora Catlett, 1990], posteriormente, más documentales como los de Juan José Gurrola o Nicolás Echevarría (autor de una prescindible película muchos años después: Vivir mata [2002],que comenté muy desfavorablemente en el diario Reforma y eso me granjeó la animadversión de Juan Villoro, su guionista). (Otra revista de existencia efímera fue Intolerancia, dirigida por Gustavo García y Andrés de Luna, en los años ochenta.) Al mismo tiempo me alejaba cada vez más del cine comercial mexicano, el contrahecho descendiente del que había conocido una época dorada entre 1936 y 1957 y que después conoció una larga era de lastimosa decadencia. Entre el cine echeverrista y lópezportillista —recuérdese el incendio de la vieja Cineteca Nacional por la negligencia de Margarita López Portillo— y el de ficheras y albureros poco hay de rescatable y mucho de penoso. Ni Ripstein, Fons, Cazals o Hermosillo fueron capaces de provocar mi admiración, y no me parece que Ofelia Medina y María Rojo sean grandes actrices (tampoco me interesa el trabajo de los numerosos hermanos Bichir ni el de docenas de estrellas del cine del nuevo siglo). Acaso la excepción más respetable de aquellos lejanos años sea la de la India María, con ese humor campirano que reivindicaba a una población marginada que festejaba con catárticas carcajadas sus ocurrencias y atrevimientos contra caciques, líderes charros y políticos corruptos —con más gracia que el Calzonzin inspector de Alfonso Arau (1974), quien había filmado en 1971 una extraordinaria película de un antihéroe tragicómico chilango, El Águila Descalza. Simultáneamente, burócratas y obreros reían sonoramente con deslucidos chistes y albures arrabaleros mientras apreciaban las voluminosas formas de las vedettes de moda.

Por aquellos tiempos salió un libro del monero tapatío Jis que se llama Los manuscritos del Fongus (1983). En una de sus láminas aparecía un personaje un tanto deschavetado que decía algo como: “Lo he logrado, ¡por fin ninguna película me gusta!” No escasearon los comentarios que decían que ese personaje estaba inspirado en Jorge Ayala Banco, seguramente el crítico de cine que con más ferocidad ha destazado analíticamente las películas que no merecen su reconocimiento. La mayor parte de las veces yo coincidía con sus juicios, los cuales cotejaba con lecturas de críticos más jóvenes pero conocedores y cada vez más avezados: Gustavo García, Andrés de Luna, Felipe Coria.

El cine de los ochenta fue más pretencioso que su predecesor pero igualmente fallido. ¿Por qué una historia interesante como El amor a la vuelta de la esquina se narró con más abulia que pasión? Así llegarían los noventa y finalmente el siglo XXI.

II.

“Me da mucho coraje que en México no se conozca mi cine. Siento ira. En España, Francia, Alemania e Italia han sido enormemente generosos conmigo, todo lo que no han sido en México”, se quejaba Arturo Ripstein muy amargamente. Para él, como para muchos otros directores, el “nuevo” cine mexicano es, antes que otra cosa, un artículo de fe: el deber de todo patriota es apoyarlo incondicionalmente. He llegado a pensar, quizá de manera muy injusta o poco fundamentada, que hay naciones mejor dotadas para unas artes que para otras, países que producen prodigios musicales y literarios, pero no así cinematográficos, y que México es una de ellas. La verdadera talla del llamado nuevo cine mexicano la da el pasmo gozoso que causaba en los espectadores el primer gran choque automovilístico de nuestra cinematografía en Amores perros [2000]. Tan bien logrado como los que se filman en cientos de películas en Estados Unidos todos los días. “Si te portas mal, te va mal” es el mensaje de Alejandro González Iñárritu en su primera película, en la que ni los perros actúan convincentemente. El credo miserabilista de Ripstein puesto al día alcanzó también a los pequeño-burgueses que osaban transgredir los sacramentos del matrimonio, y hasta a antiguos guerrilleros izquierdistas arrepentidos. En tanto, Antonio Serrano bendecía a los de su clase en Sexo, pudor y lágrimas [1999]. No importa cuántas ínfimos berrinches existenciales tengan que atravesar, siempre habrá para ellos cómodas mesadas familiares, empleos espléndidamente pagados y departamentazos de lujo en los mejores barrios —para no hablar del sexo limpio y adocenado que practican. “Soy un sujeto ligero en mi forma de vivir y de asumirla; no me gusta la grandilocuencia ni el verso ni la solemnidad y, sobre todo, soy antiintelectual…” Eso decía de sí mismo Antonio Serrano, también director de teatro. En la misma entrevista añadía: “La sencillez tiene su propia complejidad y la risa es un método enormemente efectivo y válido de conocimiento. La ironía, la sátira, el sarcasmo, la parodia, el discurso de doble sentido logran crear grandes apuntes sobre la realidad e invariablemente generan reflexión”. ¿Por qué no echó mano de estos recursos en su película? Si algún mérito tiene Sexo, pudor y lágrimas es haber conseguido un retrato fiel del cretinismo de los yuppies chilangos. Complacientes, inofensivos, triviales —ni Cuarón ni González Iñárritu ni Serrano ni Montero ni Novaro ni Sariñana ni Doehner ni Cann et al. pueden sacudirse estos adjetivos—, los directores del nuevo cine mexicano aprendieron muy rápidamente a filmar insulsas comedias gringas en México, y hasta road movies, mientras se alistaban para el esperado rodaje en Hollywood.

La vaciedad y el conformismo de la clase media alta de la urbe más grande del mundo —o la segunda o tercera, lo mismo da— encuentran su reflejo perfecto en la asepsia inocua de esos filmes con caras bonitas —pero tan socorridas ya—, sketches supuestamente graciosos y técnicas deslumbrantes. Vamos, ni siquiera un drama más populachero como Perfume de violetas [Maryse Sistach, 2000] se salva, pues ahí se escamotea torpemente el trauma de la violación para convertirlo en una historia miserable de traición, robo y suplantación. Tristemente, los hermanos Cuarón, María Novaro, Carlos Bolado, Guita Schyfter, Sistach y algunos más andan perdidos en su angustiosa, urgente y risible búsqueda de la “identidad nacional” —cualquier cosa que entiendan por ella. Ya Felipe Coria le sugería a Novaro que volviera la vista hacia sus técnicos si quería aprender de idiosincrasia y cultura de veras popular. Habrá que agradecerles, al menos, que hasta ahora no se les haya ocurrido filmar la superproducción de El laberinto de la soledad.

III.

Déficit, Dramamex, Rudo y Cursi, El Infierno, Miss Bala… ¿Se convertirán estas películas algún día en clásicos? Lo dudo mucho. Un ejemplo del fracaso de la educación nacional lo vemos precisamente en Rudo y cursi [2008], de Carlos Cuarón, en la que dos hermanos campesinos de la costa guerrerense sueñan con alcanzar gloria y riqueza y encuentran la oportunidad de lograrlo al ser descubiertos por un locuaz argentino cazador de talentos. Fugaces estrellas del futbol nacional, uno de ellos incluso efímero ídolo de la canción grupera, se marean con el juego, la coca o las mujeres, dando al traste con sus promisorias carreras.

Taimados, albureros, el Rudo y el Cursi parlotean una estridente jerigonza mezcla de Speedy González y el niño Édgar (¿recuerdan el video Édgar se cae?) y profesan un amor guadalupano a su madre, a la que sin embargo ninguno le cumplirá su promesa de construirle una casa. Será finalmente el narconovio de la hermana quien levantará una mansión para su suegra a la orilla del mar. Rudo y cursi no es un drama pero tampoco llega a ser una comedia. Cuarón se empeña en hacernos reír con esos cretinazos que probaron las mieles del triunfo y perdieron todo de la manera más estúpida. Imposible que Cuarón concibiera un final airoso para dos hombrecitos azorados ante la gran ciudad cosmopolita y una vida distinta. Al final vuelven al pueblo, derrotados, los sueños convertidos en viscosos recuerdos. (Pedro Infante sufriría un ataque de pena ajena.) Como a los políticos, al Rudo y al Cursi les sobra esa ramplona idiosincrasia y les falta educación. Pero, cuidado, hay una película peor y más tonta: Déficit [2007], una historia de amor, amistad y celos entre chicos ricos, más un representante de la clase baja. El horror…

¿Es El infierno [2010] un retrato del México de nuestros días? Luis Estrada dice que su película es “una radiografía”, “una reflexión sobre el México actual”, pero El infierno era ya anacrónica al momento de su concepción, pues lo que se ve en ella no alcanza la fehaciente crueldad y crudeza de lo que se ha visto en las noticias —y en sitios espeluznantes como El Blog del Narco— desde que rodaron las cabezas cercenadas en una discoteca michoacana en septiembre de 2006. Aquello fue un espectáculo aterrador para quienes lo atestiguaron, no las testas malhechas de evidente plástico ni la pierna que sobresale graciosamente del tambo de un pozolero, en una escena que causa más risas que consternación. La película de Estrada, a pesar suyo, no aporta elementos a una discusión seria sobre la guerra contra el narco, en cambio prefiere caricaturizar y reducir hasta la simplonería los distintos factores que conforman el árbol genealógico de los cárteles del narcotráfico; es una ficción cinematográfica y, como tal, se vale de las licencias propias del género.

Inmodesto, Estrada se asume continuador de una tradición fílmica en la que refulgen obras magistrales como El Padrino, Scarface, Goodfellas y Miller’s Crossing, las cuales sí pueden calificarse de corrosivas y controvertidas, como también quiere el director que se entienda su película. Pero El infierno se encuentra muy lejos de esas piezas únicas; en ésta no hay búsqueda estética ni hallazgos cinematográficos, acaso tibias referencias, estereotipos reiterativos, pobreza del lenguaje —tan diferente al que se habla en la vida cotidiana— y un juicio sumario a todas las instituciones; tampoco hay capos detenidos ni muertos en combate por el Ejército ni incautación de armas y millones de dólares, como sí acontece en la vida real.

¿Es que son muy jóvenes? No todos, ahí está el viejo Ripstein encabronado con el Festival de San Sebastián porque “le escamotearon” el reconocimiento que cree que se merece. Quizá si dejara de filmar la misma película una y otra vez podría vérsele con algún nuevo interés.

El infierno fue bien acogida por comentaristas y conductores de radio y televisión, prestos siempre a publicitar estrenos escandalosos, sin que ninguno cuestionara a Estrada —en términos de crítica cinematográfica— por esa ambigüedad genérica que le permite trastocar en fallido gran guiñol un problema que debería provocar no comentarios jocosos del público, sino genuinos sobresaltos, como los que producen las películas clásicas de horror. Rozando la fanfarronería, Estrada se jacta de ser “un provocador profesional” mientras recibe el espaldarazo de cierta crítica “seria” a su película —apoyada por el propio gobierno federal mediante la Comisión del Bicentenario, Imcine, Conaculta—, como es el caso de Fernanda Solórzano, quien escribió que “El infierno se sostiene sobre un guión que no deja al público tiempo para pestañear, una dirección de quien sabe lo que hace, actores en su mejor momento (Alcázar, para no variar) y, para los más sensoriales, un soundtrack extraordinario por derecho propio” (Letras Libres, septiembre de 2010).

Narco arrepentido y sediento de venganza, transfigurado inesperadamente en Tony Montana/Terminator, el anticlimático Benny, cuerno de chivo en mano, ajusticia al Estado mexicano y sus cómplices durante la ceremonia del grito de Independencia. Pero el problema está lejos de haber sido resuelto: el sobrino adolescente, nuevo sicario y también enfermo de venganza, continúa con la espiral de violencia. La reflexión de Estrada se agota aquí.

Algo parecido sucede con Miss Bala, de Gerardo Naranjo (2011), película armada con base en noticias de los diarios mexicanos sobre distintos aspectos de la guerra contra el narcotráfico. Con actuaciones carentes de relieve, personajes sin densidad psicológica, Miss Bala no aporta nada a lo que ya sabemos o hemos visto. Otra vez, se escamotea la realidad embelleciéndola con el rostro y la figura de la actriz principal y una fotografía glamorosa. Película esquemática, no hay otros actores que puedan ayudar a configurar el mapa del crimen ni cómo intervienen, por ejemplo, periodistas u organismos civiles. La premisa: toda la policía, todo el Estado y todo el Ejército son corruptos. Todos.

¿Hacia dónde va el cine mexicano? No el que filman los directores mexicanos en el extranjero, sino el que quiere producirse aquí con apoyo del Estado y de contados empresarios. Es cierto que hay ya una diversificación temática y un aceptable nivel de producción, lo mismo que documentales exitosos —Presunto culpable [2010], 0.56% [2010], Morir de pie [2011]—, pero aún faltan buenas historias, mejores actores, más conocimiento de un arte que en México siempre parece elusivo y en manos de gente con poco o nada que decir —con sus excepciones, claro está. ¿Es que son muy jóvenes? No todos, ahí está el viejo Ripstein encabronado con el Festival de San Sebastián porque “le escamotearon” el reconocimiento que cree que se merece. Quizá si dejara de filmar la misma película una y otra vez podría vérsele con algún nuevo interés.

The End

Creo en las sorpresas. Quizá pronto veamos algo extraordinario. Posiblemente un documental. Sí, también creo que hay más películas con cierto nivel de calidad, sin que lleguen a calificar de obras maestras. ¿O sí? En el hoyo, de Rulfo; Luz silenciosa y Batalla en el cielo, de Reygadas; Los bastardos, de Escalante; Cochochi y Jean Gentil, de Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas; El violín, de Francisco Vargas o Los herederos, de Eugenio Polgovsky, contra producciones ramplonas como No eres tú, soy yo o Hidalgo. ®

Nota
A pesar de la insistencia en el apoyo al cine mexicano, los espectadores de este país, según el Anuario Estadístico de Cine Mexicano 2010, prefieren ver cine extranjero, preferentemente estadounidense. En primer lugar, Toy Story 3, con 14.8 millones de espectadores; le sigue Shrek para siempre, con 7.5 millones, y Alicia en el país de las maravillas, de Tim Burton, en tercer sitio, con 7.1 millones.

En cine nacional, en los primeros lugares, con 2.9 millones de espectadores, está No eres tú, soy yo, de Alejandro Springall; El infierno, con 2.1 millones e Hidalgo, la historia jamás contada, de Antonio Serrano, con 0.9 millones.

La película más vista en la primera década de este siglo en México fue El crimen del padre Amaro [2002], con 5.2 millones de espectadores; en segundo lugar, Una película de huevos [2006], de Gabriel y Rodolfo Riva Palacio, con 4.0 millones; en tercer lugar, Y tu mamá también [2001], de Alfonso Cuarón; en cuarto lugar, Amores perros, 3.3 millones; 31 Km, de Rigoberto Castañeda [2007], con 3.2 millones de espectadores; Otra película de huevos [2009], de los mismos Riva Palacio; Rudo y Cursi (2008), de Carlos Cuarón, con tres millones; le siguen No eres tú soy yo, Bajo la misma luna y Arráncame la vida con, respectivamente, 2.9, 2.5 y 2.4 millones de espectadores. Gracias a José Antonio Monterrosas por sus observaciones críticas.

* Escribí este texto para el libro de reciente aparición Cine México 1970-2011, coordinado por José Rodríguez Rolo y publicado por Gran Númeronce Producciones en marzo de 2012. En esta edición tengo el gusto de participar con veintiún directores, críticos y periodistas. Más información.

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Publicado en: Destacados, Marzo 2012, Otro cine es posible

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  1. Coincido en todos los puntos Rogelio, aunque yo matizaría algunos. El cine mexicano tiende a alejarse del ser que le da vida, es decir, el público. Los que tienen dinero para filmar no saben como entablar un diálogo con el espectador. Hacen supuestos sobre lo que creen que es México. «Rudo y cursi», por ejemplo, se fue por el recurso fácil de escoger a estos dos «mexican stars» en lugar de verdaderamente hacer un casting creíble. La historia en sí, es interesante. El fútbol es algo importante para la gran mayoría de los mexicanos, es más, el guión ofrece varios puntos destacados, pero nunca le crees a estos dos chicos-Televisa que sean jodidos y pueblerinos.
    Y del otro lado están los del cine intelectualizado, militante y consciente. Esos que hacen cine infecto, que causa somnolencia y que intenta ser poético y trascendental.
    El éxito del cine de oro, del cine que llena salas en general, consiste en saber muy bien quién es su público. Por eso el cine argentino tiene taquillazos con historias sencillas, (aparentemente) como «Un cuento Chino» o «Luna de Avellaneda». Por citar un cine similar en condiciones al nuestro.

  2. Quizá es pura añoranza, pero, dónde quedaron:
    Llámenme Mike, Cosa fácil y Días de combate, las tres de Gurrola.
    Pa´mi de lo mejor del cine nacional.
    (sí, sé que soy un villamelón)

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