Entre el olor de la sangre en las calles y la trácala de las balas y las fosas clandestinas con miles de mutilados, a bailar regional que el mundo y el rock se han acabado ya.
Por eso los hombres se aferran a algo que, confirmando el aspecto mutilado de su esencia en la llaneza de su apariencia, se burla de ellos.
—Adorno, Minima Moralia
He leído en redes a gente que dice que Peso Pluma es como Pete Doherty o como Albert Plá, así como antes han dicho que Celso Piña es el “punk verdadero” o que El Komander es el post–punk mexicano “de neta”, y pienso que si así pretenden validar la música de esos artistas, rockers arrepentidos o cansados del rock, que quieren criticar lo rocker o darlo por muerto o superado porque los hits pop whatever del momento les remueven el alma incluyente y más bien populachera, al final están apostando por una comparativa que se contradice a sí misma y en todo caso termina validando a contrario lo que se supone que ataca.
Si se utiliza a artistas de rock como ejemplo para recalcar el valor de músicas que superarían al rock porque se han hecho cargo de eso que el rock ya perdió, a suponer, lo que tuvo de original, de rebelde, de revolucionario, liberador o como se le quiera llamar, lo que ya no es de su exclusividad, sino que le ha sido arrebatado por tales nuevas aproximaciones, más populares, más de entraña y lo que se acumule esta semana, entonces sencillamente se sigue pensando desde los límites que el rock definió, y nada qué ver con un posible más allá.
Aquí cabe recordar una sencilla primera lección que ofrece Simon Frith en su Sociología del rock. Frith se basa en estadísticas de los años sesenta para establecer una regla que de manera definitiva acompañará al rock desde su origen hasta hoy: la gente no quiere escuchar esa música, sino bailarla. Y lo que se desprende de ello es que como la mayoría se acerca al rock por la fiesta y no para saber, entender, reflexionar sobre las cosas, entonces los mensajes que se expresan a través del rock sólo le importan a los públicos minoritarios, críticos y expertos de nicho.
La innovación y superación que proponía el rock en esos momentos es un asunto que a pocos interesa; es cierto, la prensa y los entornos educados van a darle otro sentido a esa música “de avanzada”, pero eso no atrae a la chaviza que sólo quiere ir a mover el bote porque hay buen rock and roll esta noche.
Frith, con números, acaba con el mito de que las clases obreras se concientizan acerca de la emancipación social y política a través del rock “comprometido”; de hecho, engloba como rock progresivo el rock que escuchan los universitarios y los intelectuales pop ingleses desde los sesenta, aunque no tenga que ver con el género progresivo propiamente. Entrevista a chavos y chavas empleados, para quienes el rock es un asunto de fin de semana y nada que atesorar, ni discografías ni netas que se tiran desde lo surcos del disco conceptual de la semana convertidas en lifestyle.
En otras palabras, la innovación y superación que proponía el rock en esos momentos es un asunto que a pocos interesa; es cierto, la prensa y los entornos educados van a darle otro sentido a esa música “de avanzada”, pero eso no atrae a la chaviza que sólo quiere ir a mover el bote porque hay buen rock and roll esta noche.
Eso de las audiencias alternativas y under ya a niveles masivos fue algo que trabajaron tantos músicos y públicos al paso del tiempo, pero fue el mercado el único que supo qué hacer con eso. Por un lado, el rock se convirtió en un distintivo y la escucha musical clavada se fue haciendo más amplia; de pronto ya eso distinto era indistinto de lo masivo, y no es paradoja, sino el reacomodo constante de significados culturales a través del mercado, que evitó que hubiera valores diferenciales y al mismo tiempo los promovió como tales porque para todo hay buen negocio posible, ahí están los festivales indie como destinos turísticos.
Una genialidad. Con los rocks de vanguardia se ensayó y se falló hasta que rindieron frutos y hoy está asegurado que hasta la rareza más extrema vende si hay suficiente manejo de relaciones públicas, que hoy recaen prácticamente por completo en cada artista que logra conectar su trabajo en redes y que le pongan unos cuantos dólares semanales, o quizás miles, a través de Bandcamp. Por voluntad unders, por destino auto–marketineros.
Por eso basta con decir que Peso Pluma es la música evolucionada de hoy, el Komander es el grado más alto de la creación musical: quítense que ahí les vamos; nuestros gustos ya no son sus gustos y listo, sin necesidad de comparaciones forzadas, precisamente porque, por más que un artista, una canción o un género resulten un parteaguas, mañana llegarán otros artistas y escuchas con otros gustos y dirán lo mismo y el mejor gusto y la mejor música de hoy será el peor gusto y la peor música por siempre, superada por todas las músicas y los gustos del mañana en un cuento de nunca acabar.
Peso Pluma es la música evolucionada de hoy, el Komander es el grado más alto de la creación musical: quítense que ahí les vamos…
Hay otra cosa que se sigue tergiversando de la conciencia y el espíritu rocker cuando se habla de la música que supera al rock, y es que fue el rock la música que masivamente fue usada por sus escuchas para definir lo que era el presente respecto al pasado; esa idea de la música como innovación es algo que el rock llevó a lo masivo; no la rumba ni la salsa ni el mambo, que también fueron músicas, digamos, acordes con las culturas urbanas de los primeros días de lo que entonces se llamó sociedad post–industrial.
Los escuchas del rock, principalmente jóvenes, blandían la bandera del rock como la novedad hecha música, a partir de haber introyectado el discurso de la modernidad cultural y llevarlo a un nivel consuetudinario —el abaratamiento de esas prácticas ahora en rebaja llamadas vanguardia— y eso hizo que la idea de la innovación permanente anidara en la mente de las primeras juventudes globalizadas —finales de los sesenta y a partir de los setenta—, como novedad, moda y evolución. Y desde entonces, de la Beatlemanía a la Menudomanía —“la primera vez te vi bailando rocanrol y la cabeza me sonó bang bang”—, y al final sigue siendo poca la diferencia, inclusive con la Rosaliamanía.
Déjenme ir saliendo de este atolladero de digresiones en el que he caído —aunque estos pantanos son los que me mejor me vienen. Siempre me he opuesto a considerar el rock como el más alto ejemplo de música innovadora, moderna, etc. Lo he escrito para hablar del Mariachi Vargas, de Marco Antonio Muñiz, de Juanga, de Lucha Villa, de Los Hermanos Castro, de Los Tres Reyes y muchos más. Por eso también hablo desde hace treinta años en plural y llamo Otras Músicas a aquellas varias sonoridades que adquirieron funciones centrales en la construcción de la Cultura Moderna Latinoamericana —con mayúsculas, por favor—, gracias a un espectro amplio de géneros y de esferas musicales que por suerte impiden llegar a conclusiones fáciles sobre cuál es la música más evolucionada en el ámbito de lo popular.
Este mundo musical popular latinoamericano está hecho de despojos, cursilerías y genialidades mal aprovechadas, al mismo tiempo que está labrado por momentos gloriosos que se han integrado a los deshilados fondos de una memoria colectiva olvidadiza y a la vez encantada con la suplantación.
Critico a quienes desde las nuevas novedades pretenden deshacerse de las viejas novedades, como si no pisaran el terreno que aquellas Otras Músicas sembraron. Este mundo musical popular latinoamericano está hecho de despojos, cursilerías y genialidades mal aprovechadas, al mismo tiempo que está labrado por momentos gloriosos que se han integrado a los deshilados fondos de una memoria colectiva olvidadiza y a la vez encantada con la suplantación, aunque, eso sí, fuimos más modernos cuando estábamos más subdesarrollados.
Para desgracia de quienes suponen, por cierto desde hace ya décadas, que el rock ha sido superado como referente cultural, está además la estadística reciente de las ventas de discos en el mundo. Independientemente de que haya millones de plays en las redes sociales de música y en las plataformas, los discos que más se venden, y vaya que se han vuelto a vender discos con el renacer del vinil, son de rock: Beatles, Pink Floyd, Queen, Nirvana, Iron Maiden y un extenso etcétera.
El catálogo de rock de las compañías de discos sostiene en mucho la producción de novedades, que también venden millones, pero sólo porque redondean un fenómeno cultural amplio, un ciclo económico–cultural que de hecho no sobreviviría sólo de reguetón o de Beyoncé o del regional si no se editaran aún los viejos buenos discos de rock.
Creo que el principal problema de estas comparativas facilonas es un caso prácticamente exclusivo mexicano, y es que en este país nunca hemos superado la insularidad, nunca nos hemos sacudido el aislamiento. Seguimos esperando que vengan a tocar bandas a las que hace ya décadas les pasó su tiempo; seguimos pagando mucho para ver actos ya desmejorados y abatidos como Guns N Roses y similares, y tenemos una conciencia también muy pobre de la vanguardia rocker, al grado de que hace días nomás muchos estaban contentos de ver a Flaming Lips y a Brian Jonestown Massacre en la Ciudad de México, dos bandas de culto agotadas por el tiempo, revampirizadas ya de viejas por el mercadito al que se aferran, como se aferran sus audiencias a las versiones desvencijadas que estos grupos les ofrecen.
A finales del siglo XX parecía que el underground musical mexicano, las experiencias tan difíciles de sostener proyectos culturales musicales diversos en varias ciudades durante décadas, había llegado a un punto en que se alcanzarían las tan ansiadas autogestión e independencia, y que las relaciones entre promotores, músicos y públicos allegados a esas iniciativas finalmente consolidarían su mundo aparte. Ya llevamos dos décadas completas y vamos por la tercera del siglo XXI en que todo eso ha resultado más ilusorio que cuando se pensaba imposible.
Por eso, cuando leo en redes a gente que sostenía ideas aún hace pocos años ahí mismo, aprovechando estas nuevas mediaciones, para impulsar el conocimiento y la divulgación de diversas alternativas a la música del mercado en muchos géneros, ahora jugando al chistesito anti–intelectual y ponderar al cantante Peso Pluma, hablando de él como sustituto de lo que quedó pendiente, me parece lastimoso, ya que al ver su deseo incumplido, la necesidad ya maltrecha y obsesiva por no haber tenido un rock mexicano beligerante y mínimamente dispuesto a hacer las cosas distintas, optan por la derrota y el sarcasmo.
Los rockers mexicanos —músicos, públicos, escritores, blogueros, tuiteros y nuevas especies— padecemos muchos complejos, tenemos muchas falsas nociones, y aun con los saltos generacionales nos hemos transmitido la insustancialidad al grado de que sabemos que la mayor parte de eso a lo que le decimos rock nacional es una mentira.
Y me refiero al rock mexicano que quizás pueda considerarse un ecosistema amplio y diverso, hecho y derecho, en donde se trata de la música hecha en el país y de la comprensión de lo que ha sido la cultura popular a escala global y nuestro lugar en ello, pero al mismo tiempo de un state of mind lleno de traumas. Los rockers mexicanos —músicos, públicos, escritores, blogueros, tuiteros y nuevas especies— padecemos muchos complejos, tenemos muchas falsas nociones, y aun con los saltos generacionales nos hemos transmitido la insustancialidad al grado de que sabemos que la mayor parte de eso a lo que le decimos rock nacional es una mentira, en momentos más o menos bien inventada, pero la mayor parte del tiempo una falsedad pueril y perezosa.
Después de todo, México finalmente vivió una apertura a muchas experiencias sonoras y la mentira ha campeado feliz; hacemos como que no hay pedo, nos alegramos cuando algo más o menos bonito suena en nuestro entorno, seamos viejos desencantandos o nuevos alebrestrados. Por cierto, eso ha alimentado una mentira mayor que otros practican, quizás los peores entre los autoengañados que describo, y son los enfermos de optimismo exagerado, que dicen que hay 100 o 200 o mil discos esenciales de rock nacional; equívoco peor, un risible giro de 360 grados para evitar la mentira fundamental que se revela como síntoma de la misma derrota.
Pero como queremos músicas que partan madres como antes se lo exigíamos al rock, ahora aparentemente sosegado y displiciente, algunos creen que no se puede comparar con la soltura y la bravata del querubín de la narco–estética. Proponen dejar a un lado las canciones de liberación, las tomas de postura proemancipatorias, desde Elvis hasta el rap, —incluyendo al gangsta— o de Woody Guthrie a Amy Winehouse, algo que puede quedarse aguardando para más tarde entre los playlists posibles de Spotify.
Cuando se quiera recurrir a la poquitera esperanza ahí van a estar, como sea, mientras, a celebrar buchonadas porque están más cerquita de la entraña, más acorde con el miedo; risotadas post–irónicas malhabidas por la cobardía. Ya no hay que desear y menos crear cultura; entre el olor de la sangre en las calles y la trácala de las balas y las fosas clandestinas con miles de mutilados, a bailar regional que el mundo y el rock se han acabado ya. ®