No hay tiempo que perder, si quiero ahorrar tiempo debo apresurarme, acabo de leer en un artículo que se tiene proyectado que el mundo se acabe en el año 2000. Ésos son dos años a partir de este año.
This is hardcore
Destapo una cerveza y le doy el primer trago, con el que queda media botella vacía. Volteo a ver la bolsa de mi camisa, ahí siguen mis cigarros y un encendedor que anuncia un lugar en el que hay cien platillos a escoger y música viva todos los viernes. Saco la cajetilla de cigarros, tomo uno y lo prendo. El humo invade mi boca y luego mis pulmones. Luego lo expulso para que ahora invada el espacio vital de Lola y Camacho. Lola no fuma y es una cazadora de fumadores. Es la promotora no oficial de los periódicos murales de los centros de salud que te explican por qué fumar mata. Dado el caso, trae a colación el tema de los fumadores crónicos y cómo terminan sus pulmones. Si te ve fumando te hace una descripción detallada de cómo se ve un feto abortado y te explica lo que significan las siglas EPOC. Pero, como todos los moralistas, Lola también tiene resquicios, pues declara que el humo de cigarro es parte fundamental del ambiente de una fiesta, así que en los reventones hace una tregua y olvida los sermones y el manoteo para alejar el humo. Mi humo llega a su cara y ella agita su mano derecha para ahuyentar mi bocanada de alquitrán.
—Esto es una fiesta, le recuerdo para recriminarle que haya manoteado.
—Esto está lejos de ser una fiesta —me revira—, y si sigue así, estaremos a un paso de que nos den galletas y café con piquete antes de darle el pésame a la viuda.
Camacho no es tan mamón como Lola, ni tiene sus piernas, así que se limita a pedirme que le regale un cigarro. La historia de la humanidad puede contarse a través de sus frases. Frases como “¿Me regalas uno de tus cigarros?”
—El humo me recordó que fumo —se disculpa.
Las conversaciones se dan en periodos cortos. Vacío mi botella y me dirijo a la barra por una nueva, pero en el camino me encuentro a Felipe, quien me saluda con su sonrisa estúpida y me ofrece una, de la misma manera en que, cierto día, me interceptó en un pasillo cuando me dirigía al baño y me obsequió su “tarjeta de presentación” en la que como profesión decía que era vampiro.
—Un pinche chupasangre es lo que eres, mamón —le dije aquel día.
Recibo de buena manera la cerveza que me acaba de regalar Felipe, pero aun así me recargo en la barra, extiendo el billete para que el tipo que despacha las botellas de cerveza y los vasos de tequila o vodka me dé otra cerveza. Pone el cambio en mi mano y la botella en la barra. De vuelta a donde se encuentran Lola y Camacho, llevo una cerveza en cada mano. Los dos están platicando de los CDs que se acaban de comprar en Tower Records y lo que yo hago es llevar las dos botellas a mi boca. Al mismo tiempo. Dando un trago largo. Siento que así estoy ahorrando tiempo de alguna manera. Lola y Camacho interrumpen su charla para mirar lo que hago. Se desinteresan pronto, sólo Lola me pregunta:
—¿Estás a dieta?
No le contesto, no hay tiempo que perder, si quiero ahorrar tiempo debo apresurarme, acabo de leer en un artículo que se tiene proyectado que el mundo se acabe en el año 2000. Ésos son dos años a partir de este año. La hecatombe inicial será tecnológica, algo relacionado con computadoras. Así que al primer trago doble sigue el segundo. Esta vez un chorro de líquido se derrama sobre mi playera. Camacho sonríe con sorna y le da una calada al cigarro que, amablemente, le regalé. Lola le da un trago a algo que podría ser vodka o tequila. En una hora lo podré deducir, dependiendo de lo que me platique y cómo lo haga será uno o lo otro. Ojalá sea vodka, el tequila la pone melancólica. Llorona. Por ahora sólo la miro empinarse el vaso como si se estuviera pasando una píldora multivitamínica con un trago de agua. Probablemente se esté pasando una píldora.
Las bocinas derraman un sonido que podría ser trip hop, pero que no logro descifrar a ciencia cierta. Parece trip hop, pero podría ser acid jazz, no sé bien. En las paredes no hay nada colgado. No lo había notado. Es un departamento austero, casi miserable. No es que quiera adornos pero es que ni un pinche calendario de una taquería con la foto de unos perritos cachorros hay. Me acabo de dar cuenta de que la fiesta la componen la barra, una mesa de plástico blanco desde donde el DJ pone canciones y un baño. Además de todos nosotros y nuestras playeras. Todos anunciamos algo. Quiero ver qué se ofrece hoy, tal vez podría comprar algo.
Bitch
Ramones
Adidas
Ren & Stimpy
Lola trae un top blanco y Camacho una playera roja. Yo traigo puesta una playera de Café Tacuba a la que arriba le puse con marcador “Me caga”. No es muy original la idea, pero son tiempos de reciclaje.
—¿Has visto si ya llegó Choco? —me pregunta Camacho—. Me dijo que iba a conectar antes de venir.
—Choco conecta pura basura —reclama Lola.
—Te he visto picando en la basura —le regreso.
—La última vez —rememora Lola—, tardé no más de dos minutos en empezar a sangrar de la nariz.
—This is hardcore —contesto.
—Exacto.
—No, que está sonando “This is hardcore”.
—Voy a ver si ya llegó —anuncia Camacho y nos deja a Lola y a mí observando cómo se baila en estos tiempos.
Malteada en Florencia
Entré al McDonald’s de la calle Florencia. Pedí una orden grande de papas a la francesa y una malteada de vainilla.
Saqué de mi mochila un marcador plateado metalizado y un libro de diseños de flyers de raves y fiestas de música electrónica. Hacía sol esa tarde, la mesa se iluminaba con su destello y olía a meados de perro, calientes por el sol de la Zona Rosa. De algún lugar llegaba música insoportable. Metí la mano al fondo de la mochila, de donde extraje un Walkman color gris oscuro. Tomé un caset al azar, siempre llevaba una selección de cuatro o cinco para que me duraran durante todo el tiempo de aquellas largas caminatas. Todos los sábados salía de casa, tomaba el metro rumbo al centro, visitaba las mismas librerías de usado, me llenaba las manos de polvo y gérmenes hojeando ejemplares viejos y salía con algún libro nuevo–viejo. Después, caminaba con la mirada puesta en el suelo rumbo a la Zona Rosa para terminar en el Tower Records. A la caminata le sumaba dos horas por lo menos en aquella tienda, donde primordialmente me dedicaba a repasar las novedades de la sección de sencillos y a hojear libros y revistas.
Sentado en la mesa del McDonald’s garabateaba un tonto tag que me había inventado, seguido del año, 97, con tal timidez que lo escribía demasiado pequeño. Mi furioso tag solamente causaba risa, pero era mío, y las letras eran lo más hip hop que podía salir de mi triste alma adolescente, atormentada porque ya nadie me invitaba a jugar Super Nintendo o Nintendo 64 a su casa. Había mucho sufrimiento en mi vida. ®