Para nadie es un secreto que el gran motor del avance de cualquier país es su sistema educativo, en el que se sinteticen e impulsen lo mejor de las grandes tradiciones culturales de cada nación, los avances en materia de democracia y defensa de los derechos humanos y las profundas y dinámicas transformaciones de las revoluciones científicas y tecnológicas. Sin ello, ningún país puede aspirar a generar un mayor bienestar de su población ni a presentarse como una opción competitiva en la economía mundial.
Lo anterior requiere de un conjunto de esfuerzos y costos enormes que en México no acabamos ni de entender ni de emprender. En términos políticos, los anhelos de una reforma educativa de gran calado se han estancado en la falta de propuestas claras y también en la falta de decisiones para llevarla a cabo. Los problemas son múltiples: deterioro y carencia de la infraestructura adecuada para una educación del siglo XXI; presupuestos insuficientes; una cobertura en la educación primaria que, pese a los grandes avances, no termina por ser universal; los alumnos que logran avanzar en los niveles de secundaria y media superior no son los óptimos y se vuelven filtros de exclusión, mientras que la eficiencia terminal en la educación superior continúa siendo muy baja. Hasta ahora, las tareas en los ámbitos de la legislación y las políticas públicas han resultado notoriamente insuficientes.
A esto debe añadirse la situación del gremio de los profesores: por una parte, su gran sindicato sigue bajo el cacicazgo (que ya se ha extendido durante más de veinte años) de su lideresa, la que lo utiliza políticamente y electoralmente a través de un partido político que ha mostrado gran astucia y adaptabilidad a los momentos en que hay comicios. La otra gran vertiente política lo es la disidencia radical que, en sus momentos estelares, logra paralizar las actividades en las escuelas de algunas regiones del país. Sin embargo, en ambas partes (que viven en permanente disputa hasta por el más mínimo resquicio de poder) no parece haber mayores ideas para amalgamar la mejora efectiva de las condiciones de los trabajadores de la educación y el aumento en la calidad de la enseñanza que se ofrece a los párvulos.
Además, tenemos unos medios de comunicación más comprometidos con prestar mucha mayor atención al entretenimiento (mientras más barato y vulgar, mejor) que con asumir un mínimo de responsabilidad educativa. A esto también debemos sumar la escasa participación de los padres de familia en el sistema educativo, lo cual también es un vacío grave.
Todo esto ocurre en un contexto en el que las exigencias de capacidades, conocimientos y habilidades son cada vez mayores y más complejas. La calidad de la mayoría de la educación que hoy se ofrece en México evidentemente no responde a esa realidad, por lo que se está condenando a la población, especialmente a sus sectores más pobres, al atraso, a la falta de oportunidades, a la miseria y a la exclusión —curiosamente, por el contrario, muchas veces se esgrimen estas condiciones para relajar cualquier exigencia académica hasta casi desaparecerla en aras de una presunta “inclusión” que sólo conduce al engaño.
En esta ocasión Replicante quiere hacer una revisión crítica de apenas algunos temas de la condición educativa mexicana (aunque incluimos un trabajo sobre España que nos puede servir para echar una ojeada comparativa en algunos aspectos) con miras a contribuir a que ésta obtenga la centralidad que merece en la discusión pública nacional. ®