Los festejos del Bicentenario lateralmente ponen en evidencia la crisis de ciertas prácticas culturales, como los desfiles y las dramatizaciones públicas, las canciones y el fomento de la euforia nacionalista. Crisis que también son consecuencia de un proyecto educativo todavía disperso y de infraestructura frágil.
A pocos días de la gran conmemoración festiva por el Bicentenario de la Independencia no han callado los cuestionamientos sobre los modos de celebrarlo. La queja más socorrida ha sido a causa del derroche, incongruente con la crisis económica y social por la que el país todavía atraviesa: un echar la casa por la ventana sin una transformación entre sus resultados tan imprevisibles que hasta la jerarquía católica ha intervenido para advertir de pecado a quienes desaprovechen estas fiestas. “Sería un pecado de omisión quedarnos al margen y guardar silencio” (Carta Pastoral “Conmemorar nuestra historia desde la Fe”).
Creo que los festejos del Bicentenario lateralmente ponen en evidencia la crisis de ciertas prácticas culturales, como los desfiles y las dramatizaciones públicas (donde, no obstante, participan cientos de voluntarios), las canciones y el fomento de la euforia nacionalista. Crisis que también son consecuencia de un proyecto educativo todavía disperso y de infraestructura frágil (endeble cuerpo docente y profundas diferencias interescolares).
Los excesos folklóricos de estas efemérides revelarían el desfondo de un proyecto educativo centrado en la imagen y la cantaleta: un proyecto que se piensa educativo aunque se agote en la exterioridad de la vestimenta, las luces y el murmullo, como sucede con frecuencia en los primeros grados de la educación pública. No estaría de más indagar si, en la otra parte, a la juventud pragmática del tercer milenio los desfiles que no son de moda le resultan vacuos.
Que la Secretaría de Educación haya asumido finalmente la organización de las fiestas del Bicentenario no es fortuito. Más allá de la premura por la responsabilidad de los festejos y de la confianza que parece reconocerse en su secretario, la designación evoca una noción de Educación centrada más en el folclor y la convivencia, pensados como germen seguro de un proyecto nacional identitario.
Creo que los festejos del Bicentenario lateralmente ponen en evidencia la crisis de ciertas prácticas culturales, como los desfiles y las dramatizaciones públicas, las canciones y el fomento de la euforia nacionalista.
A la par de los trabajos de la SEP han competido las series televisivas con motivos históricos. Las más comerciales —como podrá siempre esperarse— refuerzan sus pequeños dogmas, dictados por sus propias nociones acerca de la cultura nacional y que anteponen la imagen sobre la frase que, por demás, suele ser tanto imprecisa como corta.
¿Esperábamos que la música resultara redentora? Apenas tal vez un poco. Dos compositores con mérito propio (Aleks Sintek y Jaime López), responsables del tema oficial del bicentenario, terminaron cediendo al estribillo colegial (shalala-lala) de la canción “El futuro es milenario”. Desde otros estrados, los himnos por el bicentenario se han multiplicado para dar satisfacción a gustos distintos: ligeros o más solemnes, donde se incluye el himno religioso de la veterana compositora de música sagrada Benigna Carrillo.
La descripción de los festejos podría adelantarse imaginando la descarga emocional de masas, propia de las conglomeraciones en torno a personajes religiosos o de comedia. Demasiado circo, ruido excesivo para un pueblo con amplia deficiencia en el conocimiento y aprecio de su historia.
Para ahondar en el Centenario revolucionario, a quien le intriguen los detalles de la historia menos atendida puede buscar la Historia del desasosiego. Historia de la revolución en la Ciudad de México 1911-1922 (Colmex, 2010). ®