Que se celebren este 2010 esos “200 años de ser mexicano”, como dice el cursi spot propagandístico, me parece un asunto curioso. Para empezar, hace doscientos años el virreinato de la Nueva España seguía vivito y coleando, y los esporádicos movimientos de insurrección eran, en ese entonces, suprimidos sin mayor problema.
Aunque mirándolo bien, no está tan mal celebrar por un país que sólo duró doscientos años.
—Mario Bellatin
Lo que pasa es que la historia oficial ha canonizado el famoso “Grito de Dolores”. Aunque cuando el “cura” Miguel Hidalgo invitó aquella madrugada del 16 de septiembre de 1810 a rebelarse contra el “mal gobierno” al grito de “¡Viva Fernando VII!” (no aquel difundido “¡Viva México!” ni “¡Viva la Independencia!”), ni siquiera hubo enfrentamiento armado. Además, aún faltaban once años y numerosas batallas para lograr independencia de México. El verdadero Bicentenario, pues, será en el 2021.
Así, ¿por qué las prisas? Porfirio Díaz recurrió a los aparatosos festejos del Centenario en 1910 y aún se recuerdan, paradójicamente, como la pomposa antesala al estallido revolucionario. Ahora, por otro lado, en plena guerra contra el narco, crisis económica y otros muchos malestares sociales, se derrochan cerca de 3 mil millones de pesos en festejar el Bicentenario (que los discursos oficiales omitan el Centenario de la Revolución resulta sintomático). ¿Por qué esa necesidad de rimbombantes festejos anticipados por el México independiente justo en medio de profundas crisis sociales?
Festejar un aniversario, sea cual sea, significa simultáneamente invocar y despedirse de pasados, retomar y cerrar ciclos. Así pues, tras desenterrarlas y reanimarlas, el Bicentenario hará desfilar todas las imágenes y los clichés vinculados en el imaginario popular con lo mexicano. No por nada decidió Calderón exhumar los restos de “los héroes que nos dieron patria” ni es casualidad que en Twitter se hable del “Zombicentenario”: la identidad nacional deviene muerto-viviente.
Festejar un aniversario, sea cual sea, significa simultáneamente invocar y despedirse de pasados, retomar y cerrar ciclos.
Un ejemplo: la Selección. En México, el futbol ha acumulado históricamente las desgastadas conductas y prototipos que han definido al “mexicano”: desde la negación de la mujer (¿recuerdan esas rupturas amorosas en los comerciales de cerveza Sol?) hasta el homofóbico “¡Puto!” como insulto al portero. Este año mundialista, lo mexicano resurgió “tricolor”.
Pero la mexicanidad aparece alcanzando grados caricaturescos porque se intuye que esta forma de ser mexicano está por irse. Se revive al desgastado mexicano justamente para despedirse de él.
En su reciente libro el escritor Heriberto Yépez anticipó que tras este proceso vendría el “nuevo mexicano”, que se asume también como “norteamericano” y deja atrás machismos y matriarcados del “viejo mexicano”. Pero hasta ahora sólo es reconocible una cierta “dialéctica negativa” entre una identidad caduca y una fuerza que la niega. Es decir, actualmente el mexicano no está construyendo una “nueva mexicanidad”, simplemente está abandonando una.
Por eso, las palabras del Bicentenario que recordaremos no serán las de la canción oficial de los festejos (“El futuro es milenario, allá vamos paso a paso”, recita Aleks Syntec con el infantiloide “shalala” como estribillo), sino las que pronunció Jimena Navarrete, Miss Universo y nuevo símbolo del Bicentenario, justo tras haber ganado: “No sé qué decir, tengo la mente en blanco”, pues tras el llamado “Zombicentenario” y la “exhumación” y despedida de viejos clichés, llegaremos precisamente a eso: la “mente en blanco”, el “grado cero de lo mexicano”, es decir: el reto de formarse sin caducos imaginarios pretéritos. ®
Gustavo Méndez Martínez
Mexicanos al grito de thrilleeer, thrilleeer…