Las ferias de arte contemporáneo en poco se distinguen de un fashion fest, en el ambiente de los vernissages es altamente apreciada la belleza física en términos expresamente europeos, la música que acompaña los eventos dista mucho de ser ninguna propuesta de vanguardia alejada del sistema tonal más tradicional.
Al amanecer, en la plaza central de Chihuahua, L. y E. me mostraban los edificios circundantes y me contaban algo de la Catedral, del H. Congreso, los nombres de las calles principales y me explicaban algo del carácter de la ciudad. La calle Libertad, me señalaba E. a su derecha, es una de las más emblemáticas, llega desde el Congreso hasta el calabozo donde el cura Hidalgo esperó su ejecución, y es una calle llena de cabo a rabo de comercios, franquicias norteamericanas y baratijas. Chihuahua, la ciudad del cielo más grande, la ciudad donde sus habitantes dicen que nunca pasa el tiempo. L. me habló de un amigo suyo afecto a la lectura del tarot y me arregló una cita para conocer mi presente inesperado y mi futuro posible. Me dejaron solo y tuve tiempo para pensar en mi tema, el arte contemporáneo. El arte actual tan como nunca desligado de su realidad circundante, tan brutalmente hipermoderno, en el clima ideal de una ciudad suspendida en la Historia.
Es la cosa más natural que la experiencia frente a una manifestación de arte contemporáneo vaya acompañada de una duda. Esta experiencia es de todos conocida como una problematización moderna: ¿Esto es arte? ¿Qué significa, si es que significa algo? Es la cosa más natural porque esta duda fue el mismo signo del nacimiento del arte llamado moderno, hace ya casi cien años, con la introducción de un objeto que ningún artista produjo en una galería de pinturas y esculturas, un objeto producido en serie y, a la sazón, vulgar. Duchamp se limitó a comprar un urinario y a firmarlo con un seudónimo. Como seguramente lo deseaba Duchamp, la reacción se registró en un espectro que fue de la indignación a la sospechada intrigada. Ése, se dice, fue el principio del fin. Cincuenta años después los artistas más radicales habían dejado de pintar, alguien compraba una lata de pintura y la exhibía con el título de “Pintura”, alguien más llenaba un vaso con agua y lo titulaba “Roble”; a esto se le llamó arte conceptual, se abandonaron las reglas milenarias de la noche a la mañana y con ello ya no se supo qué decir, ya no hubo criterios para comprender y mucho menos para juzgar. Se trata ya no de belleza, ya no de representaciones de la realidad, el arte se siguió llamando arte porque se sigue presentando en el circuito de siempre, en las galerías, los museos, pero se trata ya de otra cosa.
Se dice desde entonces que no hay reglas, que dejaron de existir tanto para los discursos acerca del arte como para la práctica en sí, que ya no hay reglas en absoluto y que ahora todo se vale. La libertad es ahora completa. Las instituciones culturales se verán en aprietos desde ese día en adelante. Se concluyó: el arte ha muerto. En la historia de las ideas esta frase tiene un antecedente estricto. En el siglo XIX, en una provincia alemana donde la vida se sucedía sin aspavientos, alejado de los epicentros de la Historia, un pensador dejó su libro en la mesa, se asomó por la ventana y vio la vida tranquila de una calle casi rural, pensó: “Dios ha muerto”. Ambas frases son perfectamente simétricas. Nietzsche no se refería por supuesto a que Dios, la esencia sempiterna que mantiene unido y girando el concierto celestial, hubiese dejado de existir. No se trataba de una escandalosa invectiva teológica, sino de una metáfora y de un diagnóstico: la manera occidental de entender el mundo, la naturaleza y el azar humano a través de una concepción religiosa judeocristiana había entrado en una crisis.
La ciencia cambió las cosas para siempre, ahora los hombres no buscan la respuesta a sus males o a los secretos del universo en La Palabra, sino en los telescopios y los microscopios. En el arte sucede exactamente lo mismo: la idea del arte como una disciplina con ciertas formas materiales para expresar dimensiones de lo humano sintetizadas en un momento histórico específico entró en una crisis irreversible con el urinario, y ahora se hacen otras cosas que nadie sabe exactamente qué son.
Con tiempo de sobra para mi lectura del tarot entré en la catedral. Nunca había visto así de cerca la arquitectura barroca mexicana, delicadamente impresionante cómo una masa estructural de esas dimensiones puede volverse virtuosamente ligera con la multiplicación del ornamento. La altura y la pesadez, los juegos lúcidos de sombra interior que los españoles conocían tan bien en los poderes del crepúsculo para convocar las sutiles fuerzas del temor, la estremecedora intimidad del pecado inconfeso, posiblemente la contrición. Un poco consciente de mis pasos en el eco me senté en una banca cerca del altar. Entonces el silencio se rompió. La luz se filtraba conspicua por la cúpula y una mujer sollozaba a mi lado. Estaba hincada con la frente apoyada en las manos entrelazadas y su pecho se agitaba con mayor fuerza. Con mi reflexión interrumpida pensé: ¿Cómo se le ocurre a esta mujer venir a llorar a la iglesia? Entonces comprendí: la mirada que bajaba del altar a los hombros agitados organizaba ese temblor, la respiración entrecortada, la humedad de los ojos, la fuerza que apretaba los dedos entre sí. Está claro que Dios no ha muerto en todas partes ni para todo el mundo.
Unos signos que podrían significar nada o cualquier cosa, un discurso hermético que se supone en manos de pocos iniciados, la interpretación clave para comprenderlo todo en un juego que podría dar sentido a la realidad o podría ser simple charlatanería, el dominio absoluto de la interpretación bajo leyes casi arbitrarias, sin verificación posible, un plano absolutamente discursivo. Ésta es la definición misma, letra por letra, de la estructura del arte contemporáneo.
Me dirigí entonces a mi cita y en el camino escuché un sonido familiar, alguien intentaba tocar un impromptu de Schubert. Era un edificio con patio central, un bachillerato de artes y humanidades. En el patio los estudiantes tallaban la madera para una especie de mural, en un salón practicaban danza, en las sombras de los pasillos se sentaban en el suelo y reían, se ponían nerviosos, hacían cosas de jóvenes. En sus cuerpos había una franca dedicación, una especie de tranquilidad, casi una convicción. Nietzsche dice algo así como que el cadáver de Dios seguirá todavía mucho tiempo planeando con su sombra el espíritu del mundo, entre nosotros, antes de desvanecerse por completo. Ya no hay vuelta atrás, pero se sigue pintando, se sigue esculpiendo, y en tiempos de recesión económica, cuando incluso las obras consagradas del arte conceptual llegan a bajar de precio, la pintura sigue cotizándose con salud imperturbable.1
Antes de iniciar la lectura M. puso el mazo de cartas frente a mí y empezó a hablar, empezó a contarme algo de la muy misteriosa historia del tarot: su pasado probable es insondable, verosímilmente precristiano, los arquetipos del tarot concentraban todas las posiciones de lo humano a través de las edades, las riquezas o enfermedades, y explicaban con fidelidad tranquilizante el sentido de un encuentro amoroso, de un amante infiel, de una herencia en juego. Cada trazo del dibujo correspondía a un significado, el número de hojas en El Árbol, cada color, si El Perro voltea hacia el cielo o el Rey de Espadas mira hacia el horizonte, pero en la Edad Media los Papas y los nobles intervinieron en el diseño de las cartas para imprimirle sus sellos personales modificando la gráfica y precisa simbología de un antiguo saber. La lectura de la fortuna se prohibió, y con la persecución de las prácticas herméticas la interpretación adecuada de los arcanos se perdió para siempre en la ambigüedad y en las versiones y en los tiempos. La interpretación del tarot depende ahora de una intuición clarividente del lector, de una sintaxis contextual en la disposición de las cartas unida a la energía del sujeto de la fortuna al partir el mazo y barajarlo, sobre todo, de la confianza en que el lector de las cartas conoce el código encriptado, un código que el otro ignora. Se trataba de una expectación, de una charla. Unos signos que podrían significar nada o cualquier cosa, un discurso hermético que se supone en manos de pocos iniciados, la interpretación clave para comprenderlo todo en un juego que podría dar sentido a la realidad o podría ser simple charlatanería, el dominio absoluto de la interpretación bajo leyes casi arbitrarias, sin verificación posible, un plano absolutamente discursivo. Ésta es la definición misma, letra por letra, de la estructura del arte contemporáneo.
La revista Letras Libres dedicó un número a la llamada problemática del arte contemporáneo;2 ahí, en un artículo de María Minera los especialistas opinaron:
“La discusión ahora no es una discusión entre qué es bello y qué no es bello, sino qué es significativo y qué es posible”, afirma Cuauhtemoc Medina. Y, ¿qué es posible? Todo lo que no es imposible. Puede haber incluso una obra, afirma Sofía Taboas, que ni siquiera necesites ver: “Si yo te platico la obra, y la entiendes, no necesitas transitarla, estar ahí, porque es suficiente lo que te voy a contar para que entiendas de qué se trata, cómo es la obra; pero hay obras en las que es al revés, la foto no es suficiente para transmitir lo que tú sientes cuando transitas esa pieza”.
En el mismo número, Félix de Azúa: “Como escribe Perniola, a los modernos les interesaba la Obra y a los contemporáneos les interesa la Conexión (el discurso, la acción, la situación, el sentido)”. Que el arte actual tiene mucho de discurso y poco de realidad objetiva es un consenso, casi todo mundo parece estar de acuerdo en esto, y este discurso, parecen coincidir también, está localizado en manos de unos pocos especialistas, es decir, los críticos, los curadores, los artistas, principalmente.
¿De qué esta hecho este discurso? Un ejemplo que tengo a la mano, de una revista Art Nexus,3 Ivonne Pini escribe un artículo sobre una obra de Doris Salcedo en el Tate Modern de Londres llamada Schibboleth: una gran placa de concreto cubriendo por completo el piso de una de las salas en el Tate Modern, con una grieta profunda que divide la placa de concreto de un extremo al otro. Esto es todo lo que se ve, una grieta en el piso. Como se aclara en el artículo, Schibboleth es una palabra que tiene lugar en el libro de los Jueces, versículo XII, líneas 4-6. En el libro, los gaaladitas saben si alguien es su enemigo o no mediante la correcta pronunciación de este vocablo. Éste es el título de la obra y la grieta en el piso puede presentar la relación semántica de la separación y la violencia entre dos comunidades, esto, para aquellos que se tomen el tiempo de saber lo que Schibboleth significa, los que no lo sepan y lleguen a la sala sólo verán una grieta en el piso y la interpretarán como puedan. Pini, la autora del artículo, despliega un gran poder interpretativo:
El pasaje de Jueces y el poema de Paul Celán, “Schibboleth”, son dos fuentes que permiten aproximarse al sentido que Doris Salcedo le da al nombre de su escultura en la Tate Modern de Londres. Sin embargo, la grieta de 167 metros que abre va más allá de las evocaciones mencionadas y se convierte en la representación de un conflicto que parece insuperable: el de la intolerancia y la segregación.
¿De dónde saca la autora del artículo que la grieta en el piso va más allá de las evocaciones mencionadas? ¿Cómo concluye que esta grieta con un título bíblico es el símbolo de un conflicto universal de lo humano? Más adelante la autora se extiende:
…en Europa, donde supuestamente se logró crear un modelo cultural homogéneo, la presencia de los no europeos llega a ser percibida como un factor de decadencia que atenta contra su identidad. De allí la distancia insalvable, de allí la grieta. Salcedo muestra en ella la profundidad y la separación que la segregación genera; el hueco es la evidencia de la incapacidad de atravesar las diferencias.
Aparentemente, Ivonne Pini concluye el significado profundo de un conflicto universal del hecho particular que la artista exhibiendo en el museo de Londres es latinoamericana. De cierto modo, la obra llamada Schibboleth permite esta interpretación, pero de un modo que no está implícito en la obra. La autora del artículo deduce conclusiones aún más arriesgadas:
Y en el caso de esta escultura el señalamiento no termina cuando se desmonte. La trasgresión de romper el suelo dejará una marca, el relleno que se le coloque al piso dejara una cicatriz que seguirá funcionando como memoria.
Incluso en el caso de que, efectivamente, los trabajadores en el Tate Modern dejen rastro en el piso de esta grieta, sin la ayuda de este texto de Ivonne Pini es muy difícil que los visitantes atribuyan esta marca a una trasgresión ideológica de validez universal, que lo vean como una cicatriz; para que un símbolo se constituya como tal el significado de un signo debe ser compartido por la comunidad sin necesidad de mayores explicaciones, y, ya que estas explicaciones se requieren para entender la grieta en el piso del museo, los visitantes no advertidos acaso la verán como una reparación de una tubería o algo parecido. Pero el tono adoptado por Pini es categórico. El artículo presenta un uso del objeto pasivo y un uso de los verbos que, en su conjunto, tiene la intención de un sentido a medias descriptivo y a medias poético, en términos de retórica, que son los propios para este tipo de discurso.
La obra no “ocupa” el espacio, lo rompe, se inserta, lo invade. En la sala vacía, la grieta abre un abismo que tiene dos orillas que no se juntan. Y, nuevamente, Salcedo interviene un espacio arquitectónico que, a su juicio, constituye una forma de poder, reflexión que comparte con artistas como… etcétera.
Este uso del vocabulario, de los verbos y la sintaxis no es invención exclusiva de la autora; por ejemplo, en el artículo de Susana Benko sobre la obra de Magdalena Fernández, en el mismo número de la revista, se lee:
Lo subjetivo, los elementos del mundo natural, los sonidos animales, el movimiento del agua, son apropiados para sus intervenciones en el espacio y su relación con el mundo natural… Magdalena Fernández domina tanto los formatos pequeños e íntimos como las instalaciones a gran escala. Pero sin lugar a dudas todos tienen un eje en común que las sustenta: el espacio como elemento de expresión y como medio propiciador de situaciones perceptivas y de experiencias estéticas en el espectador.4
O bien, el artículo de Freddy Carreño sobre una exposición llamada El hilo de Ariadna:
La notable exposición, que no busca reinterpretarlo (el mito de Ariadna), se plantea desde la visión contemporánea de lo fragmentado pero como un proceso de reconstrucción, de recuperación de la materia como recurso esencial para la recreación de nociones, experiencias…5
La terminología aquí adoptada, fórmulas como “intervención”, “exploración del tiempo y del espacio”, “proceso de reconstrucción”, “elementos que dan un nuevo significado…”, es muy común entre las publicaciones llamadas especializadas y los discursos que los mismos artistas elaboran. Esto puede deberse a que los artistas conceptuales de los sesenta fabricaron sus posiciones alrededor de una voluntaria y unánime subversión de lo que se entendía por “institución”: el muro del museo, el muro de la galería. En la ya emblemática publicación Art Now de la editorial Taschen6 pueden leerse exactamente los mismos usos del lenguaje arriba señalados, por ejemplo:
La obra de Darren Almond se centra en el paso del tiempo, en su duración y experiencia. Analiza la paradoja que sostiene que el tiempo discurre rápida o lentamente según las circunstancias en las que uno se encuentre… Almond estableció un enlace de video en directo entre una celda vacía de la prisión londinense de Pentonville y el Institute of Contemporary Arts de Londres. Esta obra pone de relieve el lento paso del tiempo en la vida de las prisiones a la vez que convierte a los espectadores en prisioneros del tiempo.7
A esta manera de proceder, y refiriéndose a la crítica literaria moderna, Umberto Eco le llama sobreinterpretación: una manera excesiva de leer que se ha vuelto habitual entre los lectores contemporáneos a raíz de las teorías de la imposibilidad de una interpretación limitada.
El espectador en la galería, viendo en tiempo real un video de una celda vacía de una prisión, dicen los curadores, se convierte en un prisionero del tiempo. Sin otro indicio de lectura más que el título de la obra —H. M. Pentonville—, ¿de dónde puede concluir el espectador que el artista está analizando la paradoja del tiempo subjetivo mientras lo convierte a él en prisionero del tiempo? Tal vez estas obras tengan todos estos sentidos, pero igualmente está claro que no están exactamente implícitos, puesto que sólo los especialistas iniciados pueden verlos. ¿En qué consiste esta óptica privilegiada? A esta manera de proceder, y refiriéndose a la crítica literaria moderna, Umberto Eco le llama sobreinterpretación: una manera excesiva de leer que se ha vuelto habitual entre los lectores contemporáneos a raíz de las teorías de la imposibilidad de una interpretación limitada. Estos excesos, Eco señala, tienen un antecedente bastante claro: la lógica de las interpretaciones herméticas, de la cábala, del tarot, de la alquimia; en las conferencias Tanner de Clare Hall describe esta lógica puntualmente:
[En la lógica hermética] la interpretación es indefinida. El intento de buscar un significado final e inaccesible conduce a la aceptación de una deriva o un deslizamiento interminable del sentido. Una planta no se define por sus características morfológicas o funcionales, sino por su parecido, bien que parcial, con otro elemento del cosmos. Si se parece vagamente a una parte del cuerpo humano, entonces tiene significado porque remite al cuerpo. Pero esa parte del cuerpo tiene sentido porque remite a una estrella, y esta última tiene sentido porque remite a una escala musical, y así ad infinitum. Todo objeto, ya sea terrenal o celeste esconde un secreto. Cada vez que se descubre un secreto se referirá a otro secreto en un movimiento progresivo hacia un secreto final. No obstante, no puede haber secreto final. El secreto último de la iniciación hermética es que todo es secreto. Por ello el secreto hermético tiene que ser un secreto vacío, porque cualquiera que pretenda revelar cualquier tipo de secreto no está iniciado y se ha detenido en un nivel superficial del misterio cósmico. El pensamiento hermético transforma todo el teatro del mundo en un fenómeno lingüístico y al mismo tiempo niega al lenguaje cualquier poder comunicativo.8
Ahora, un último ejemplo en Art Now de esta práctica interpretativa que da cuenta de los elementos arriba mencionados:
Los trabajos de Simon Starling son paseos por el tiempo y el espacio. Parte de un objeto concreto, que puede ser una caja vacía de una obra de arte de Edimburgo que convierte en un barco de pesca de Marsella. O una lata de cerveza Eichenbaum Pils encontrada en algún lugar del complejo de la Bauhaus de Dessau. Cada objeto desencadena un proceso de translocación, de vueltas circulares y saltos violentos en el tiempo y el espacio, en los que nuestra percepción del significado de los objetos es puesta en duda sin piedad. Starling teje una red de asociaciones increíbles entre hechos y lugares distintos entre sí. Sus obras son el resultado de procesos de reflexión que revelan la psicología de los objetos y la psicología de nuestra comprensión de la cultura.9
Una de las piezas para ilustrar los trabajos de Simon Starling en la publicación mencionada es Work, made Ready, Kunsthalle Bern, 1997, a Marin “Sausalito” bicycle remade using the metal from one Charles Eames “Aluminium Group Chair”, a Charles Eames “Aluminium Group Chair” remade using metal from one Marin “Sausalito” bicycle; se trata de una bicicleta construida a partir del material de una silla ejecutiva, y de una silla ejecutiva construida del material de una bicicleta, ambos de marcas señaladas en el título. En la galería donde está montada esta obra, en un cuarto se muestra la bicicleta, y en la habitación contigua la silla. De la simple observación de la bicicleta y de la silla, sumados a la lectura del título, como en los casos ya mencionados, es mucho muy difícil que el espectador llegue a pensar que esa obra es un paseo por el tiempo y el espacio, o que se está presenciando el resultado de procesos de reflexión que revelan la psicología de los objetos mientras que su percepción del significado de los objetos está siendo puesta en duda sin piedad. Este discurso que le da sentido al arte contemporáneo es luego uno adyacente, no propio de las construcciones que son su supuesto soporte material, y sin embargo coordina toda una manera de entender la práctica del arte actual, a tal punto que es indisociable de tal práctica, así como de sus maneras de circular en el mercado.
Para ilustrar su idea acerca de la crítica literaria moderna Eco pone un ejemplo de inducción lógica:
La sobreestimación de la importancia de los indicios nace con frecuencia de una propensión a considerar como significativos los elementos más inmediatamente aparentes, cuando el hecho mismo de que son aparentes nos permitiría reconocer que son explicables en términos mucho más económicos. Pondré un ejemplo, utilizado por los teóricos de la inducción científica, de adscripción de pertinencia al elemento equivocado: un médico se equivoca si, al darse cuenta que todos sus pacientes que padecen cirrosis hepática beben regularmente whisky con soda, coñac con soda o ginebra con soda, concluye que la soda provoca cirrosis hepática.10
Pero en este ejemplo de Eco el exceso o lo erróneo de la interpretación clínica se revela en la verificación de la experiencia corporal, y en el arte contemporáneo no hay comprobación empírica posible, todo lo que hay es un consenso entre artistas, críticos y curadores, profesores, y un público extrañamente silente, tal vez tan conforme como desconfiado. Este consenso en la manera de hablar acerca de un objeto es necesario para la comprensión o para la disensión, pero esta comprensión o disensión debe darse entre los mismos límites de iniciación, de otra forma es imposible validarlo o invalidarlo. Se trata de un mundo discursivo cerrado, que da vueltas sobre sí mismo.11
Este discurso de qué es el arte contemporáneo está pues regulado por un principio interpretativo frecuente, dominado por unos cuantos lugares comunes o tropos (“intervenciones en el espacio”, “lecturas subjetivas del tiempo”, “crítica del poder”, etcétera), es decir, que no es después de todo tan libre de reglas, que se trata de un discurso fuertemente institucional, y de una institucionalidad muy curiosa, porque se conforma de una jerga en apariencia subversiva, así como un partido político que en campaña abandera las frases de la revolución para proseguir el poder establecido. Se trata de un discurso blindado —dice Baudrillard— contra el pensamiento, pues es perfectamente móvil, flexible, equívoco. Un galerista citado en el mismo artículo de María Minera lo pone así: “Si te gusta, muy bien, si no te gusta, tampoco pasa nada, pero existe”, y en el mismo tenor la directora de la Sala de Arte Publico Siqueiros, Itala Schmelz: “La invitación de muchos artistas a otra forma de dialogar, de interpretar, de meterse con la obra, tiene que ver con hacer un ejercicio con tu propio imaginario, con tu capacidad de ironizar, de leer, de vincular, de relacionar, de identificarte, o de no identificarte”; es decir, si no lo entiendes, está bien, porque se trataba de causar confusión; si no te gusta, está perfecto, porque de hecho se quería provocar, y si te gusta, qué mejor.12
Por alguna razón ninguno de los grandes pensadores de la última mitad del siglo XX se ocupó del arte de su tiempo, acaso hay alguna nota al pie en Hannah Arendt, algún comentario de paso en Foucault o en Lacan, con las solitarias y exiguas excepciones de Adorno y Jean Baudrillard. Adorno y Baudrillard están de acuerdo en algo: el arte actual en nada se distingue de la realidad cotidiana, es idéntica aquella instalación de una bicicleta y una silla en una galería a una sala de una tienda departamental, y por esto no representa, no hay distancia interpretativa, es una nada repetida en la nada, porque sólo hay realidad, sin sentido. En su artículo Félix de Azúa afirma:
El arte contemporáneo es nuestro arte porque no cree en nada, no espera nada, no aspira a nada, no se propone nada, es nada, quiere ser nada… ¿Era posible el arte contemporáneo después de Auschwitz? Por supuesto: eso es el arte contemporáneo… Nadie está obligado a amar su imagen en el espejo, pero sólo rechazarán esa imagen aquellos que se toman por algo, que creen ser alguien, que se sienten depositarios de valores humanos, cápsulas de preciosa riqueza universal… quienes por el contrario reciben sin melancolía lo que trae el tiempo no tienen inconveniente en mirar ese espejo…
Tiene sentido. María Minera en su artículo cita y concluye:
“No puede haber un momento histórico estúpido”, reconoce el crítico de arte, curador y ex director de los museos de arte contemporáneo Carrillo Gil y Rufino Tamayo, Osvaldo Sánchez. Así que, al parecer, sólo hay de dos sopas: dedicarse a denunciar el presente y a promover la nostalgia o entrarle al juego. Hay que vivir el presente.
Minera cita más adelante:
Para Artemio todo está muy claro: “Los dadaístas están redefiniendo el mundo del arte, no nos los podemos quitar de encima. Pero, al menos, ya pasamos de Da Vinci. No lo olvidamos y no decimos que es una basura, pero ya se volvió una antigüedad. Un barroco, un flamenco, son muy interesantes, muy bonitos, pero ya son antigüedades; el discurso que existe ahorita finalmente viene de las vanguardias.
El valor de estas manifestaciones se calcula entonces por medio de una contraposición, de un contraste de fabricación histórica: el arte moderno se define por ser distinto del arte clásico, el arte clásico se trataba de la belleza, de la representación de las pasiones humanas; el arte moderno ha dejado todo eso atrás, y a quien no le guste el arte actual por parecerle frívolo, improvisado, insustancial, es porque prefiere vivir en el pasado, en la nostalgia, en la melancolía de lo que nunca habrá de volver. Puede ser. Aceptemos, por un momento, que es así, porque de no serlo, entonces el arte actual no reflejaría la actualidad, no sería la consecuencia lógica de la vida —moderna o posmoderna, como se la quiera llamar— y en la trama socioeconómica del poder vendría a ser un problema sin precedentes de categorización, en todo distinta de las demás prácticas insertas en ella, como la científica o la política, sencillamente no se sabría qué hacer con ella. Supongamos que es así entonces, desde que el arte actual candorosamente forma parte de un sistema de producción y distribución perfectamente capitalista.
El rechazo a la melancolía en el discurso del arte contemporáneo, en la mercadotecnia y en la más reciente clase política tiene su raíz en la noción clásica de progreso, la misma que se empezó a formar con el conocimiento ilustrado y científico del siglo XVIII y que culminó con la revolución industrial, o tal vez con mayor precisión, con el fin de la II Guerra Mundial.
Hay que vivir el presente. Es un imperativo a todas luces moderno, agente en la mercadotecnia de toda clase de productos —entre ellos y, en primer lugar, la tecnología—, es el clamor de las estrategias crediticias y los seguros de vida decir que la vida es ahora. El discurso de la gran mayoría de los que se dedican a hablar de arte o a su práctica está anclado firme y sigilosamente en esta creencia; alguna vez escuché en una reunión a alguien decir: Y todavía hay quienes quieren entender el arte leyendo a Platón; todos en la mesa rieron al unísono, como si fuese el comentario del sarcasmo más ingenioso. Sobra decir que es un comentario desconcertante hasta lo sintomático, cualquier estudiante en primer grado de filosofía sabe que Platón es tan actual como Deleuze o Derrida. ¿Por qué la referencia al pasado se refiere en términos de “nostalgia” y “melancolía”? Después de que Baudrillard publicara “El complot del arte” en Libération las reacciones no se hicieron esperar, lo entrevistaron para la prensa de diversas revistas y diarios. En una entrevista con Geneviéve Breenette y seguramente harto de la polémica desatada, inmediatamente se desmarcó: “Todo el malentendido reside en que el arte no es mi problema. Yo no apunto al arte ni a los artistas personalmente. El arte me interesa en tanto objeto y desde un punto de vista antropológico”. La entrevistadora insistió: “Sin embargo, usted se permite decir que casi todo el arte contemporáneo es nulo”. Baudrillard terminó este asunto de un brochazo: “Este colapso de la banalidad en el arte y del arte en la banalidad, este juego respectivo, yo no lo recuso. Sobre todo, no siento nostalgia por los valores estéticos antiguos”. Hal Foster, cofundador de la revista October, quien presenciara y participara en el debate de la pintura y el arte modernos con críticos como Clement Greenberg, artistas como Joseph Kosuth, en fin, decano indiscutible de la crítica de arte estadounidense, publicó hace poco un libro titulado Diseño y delito. Se trata de un esfuerzo de este hombre, que es prácticamente una institución del pensamiento sobre las artes, por fabricar un instrumento conceptual que ayude a entender el arte contemporáneo con herramientas teóricas sólidas. Para hacerlo cita a Baudelaire, al caso de Manet, a Walter Benjamin, es decir, a pintores clásicos, a un poeta y a un pensador de principios del siglo pasado, pero inmediatamente se justifica: “Hoy en día el canon aparece menos como una barricada que derribar que como una ruina que conservar. Esta situación (que no tiene por qué ser melancólica) distingue al presente del arte y la crítica, política y estratégicamente, del pasado reciente, el pasado de la crítica posmoderna de la modernidad”.13Foster, con claridad suficiente, se declara fuera de las filas de los melancólicos y los que se dedican a denunciar el presente: “Yo tampoco niego que nuestro estado actual es en gran medida de resaca: que vivimos en la estela no sólo de la pintura y la escultura modernas, sino de las reconstrucciones posmodernas de estas formas asimismo, en la estela no solamente de las vanguardias de la preguerra, sino de las neovanguardias de la posguerra. Pero hay otras respuestas a este estado que el triunfalismo o la desesperación, o incluso la melancolía (como mínimo no necesitamos hacerla más patológica)”.14
¿Por qué la nostalgia se entiende a priori en términos despectivos? Elisa Corona me ha mostrado que pensar que lo importante es el presente no es una idea totalmente moderna, carpe diem es una frase clásica latina que se retomó durante el Renacimiento y luego los románticos, durante la revolución industrial, vivieron las pasiones humanas con una fuerza que se antoja mítica, que los llevó a la muerte temprana y muchas veces al suicidio, pero también los poetas románticos acompañaron la era de Europa con una conciencia histórica sin precedentes, el Renacimiento lo es de un pasado clásico y los latinos, al decir aprovecha el día, pensaban en los viejos pensadores griegos. ¿Por qué el amar el pasado de pronto se vio signado por un juicio moral? La idea de que la melancolía es una enfermedad o una desviación es vieja como su etimología griega, pero su formulación en los discursos de patología moderna se la debemos a Freud.
En su ensayo Duelo y melancolía Freud compara la melancolía con el estado de duelo, los signos que presenta un sujeto en ambos estados son muy similares: el duelo intenso se resume en un “apartamiento de toda actividad no conectada con la memoria del ser querido, y la melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas los funciones y la disminución del amor propio”. En la melancolía el sujeto no ha perdido, aparentemente, nada, contrario al caso del duelo, donde la muerte de un ser cercano es de una realidad duramente material. Esto se puede ver en la dulce languidez de los amantes, que se entristecen y bajan la mirada abrazados, pensando, en el medio de su felicidad erótica, que algún día, por lejano o irreal que en el presente de su abrazo sea, habrán de separarse. En la melancolía “no conseguimos distinguir claramente qué es lo que el sujeto ha perdido. La melancolía está relacionada con una pérdida de objeto sustraída a la conciencia”. La melancolía se relaciona, pues, más que con la pérdida, con la idea de la falta; a Freud le interesa mucho estudiar el estado melancólico porque el sujeto se retrae del mundo, sufre, pero no sabe por qué, y esto lo ubica de lleno en el ámbito del inconsciente, la melancolía es un síntoma que le ayuda a Freud para estructurar el saber psicoanalítico.
Si es cierto que ésta es la naturaleza de la melancolía, esto nos ayuda a entender por qué alguien nacido en la segunda mitad del siglo XX puede encontrar placer en la música de Beethoven o Schubert, y quedarse frío ante la música electrónica, por ejemplo. Es decir, sentir placer en algo que se pierde, aunque en términos prácticos no se ha perdido, y sentirse indiferente hacia las cosas de su tiempo. ¿Es esto a lo que se refiere este discurso del arte contemporáneo y la publicidad actual con una nostalgia por los valores del pasado? En todo caso ¿a qué se refiere este discurso con “valores del pasado”? ¿A la antigua asociación grecorromana de lo bueno y lo bello? ¿A la noción clásica de belleza fundada en la simetría y la proporción? Si es así, se trata de un rechazo o una superación con un área de acción muy específica, porque las ferias de arte contemporáneo en poco se distinguen de un fashion fest, en el ambiente de los vernissages es altamente apreciada la belleza física en términos expresamente europeos, la música que acompaña los eventos dista mucho de ser ninguna propuesta de vanguardia alejada del sistema tonal más tradicional, y es usualmente la dócil, la fácilmente repetitiva música electrónica del lounge. Entre los artistas contemporáneos no se encuentra ningún Baudelaire amante de prostitutas enanas o pacientes de gigantismo, ningún Byron con su hija viviendo en un sótano entre cebras y camellos en el mayor descuido del cuidado corporal. Al contrario, se observan a la letra las exigencias de las revistas de moda para ofrecer un cocktail y se los ve viviendo el amor y el desamor exactamente como se ha hecho en los últimos siglos, con la única diferencia de que ahora se avergüenzan de ello. Algunos artistas, en un intento por desmarcarse de este hecho, lo abrazan y lo llaman una postura irónica. No es luego en una praxis de su vida cotidiana que se han separado de los viejos valores de la Europa imperial, sino al puro nivel del discurso, y en la forma, una cierta manera estandarizada de proceder en la técnica para la representación de lo grotesco.
El rechazo a la melancolía en el discurso del arte contemporáneo, en la mercadotecnia y en la más reciente clase política tiene su raíz en la noción clásica de progreso, la misma que se empezó a formar con el conocimiento ilustrado y científico del siglo XVIII y que culminó con la revolución industrial, o tal vez con mayor precisión, con el fin de la II Guerra Mundial. Una vez más esta reveladora frase de Félix de Azúa: “¿Era posible el arte de después de Auschwitz? Sí, es el arte contemporáneo”. Se dice en los estudios de artes, filosofía y humanidades, que la II Guerra Mundial fracturó sin remedio los valores fundamentales de la civilización occidental: la idea clásica de la belleza, el sueño americano y, para acabar pronto, el sueño del progreso, pero si es cierto que el escepticismo frente al progreso fue generalizado apenas se dieron a conocer los horrores de los campos de concentración, ¿por qué el ISO 9000, una enseñanza de la Alemania nazi, se ha adoptado con éxito en escuelas, hospitales y prácticamente en todo sistema de producción, por dar sólo un ejemplo? Se sigue invocando al progreso y a la justicia, a la democracia, para justificar las prácticas de la guerra y la rapiña comercial. ¿Es que realmente la consecuencia de la II Guerra Mundial fue el escepticismo y el derrumbamiento de los valores clásicos? A mí me parece claro que no. El proyecto de modernidad y de progreso, con su andar cientificista y su furor por borrar toda diferencia se cumple cabalmente. La realidad de la explotación imperial, de la miseria de los otros o incluso de los mismos por los mismos sigue retratada fielmente por una novela incluso previa a la I Gran Guerra, El corazón de las tinieblas de Conrad conserva la nitidez de su retrato en todo su espanto. Los que realmente pusieron en duda estas nociones de belleza y valor humano lo empezaron a hacer desde antes de las guerras y nunca fueron más de un puñado de pensadores y artistas sin ningún eco ni influencia en el transcurso de las ideologías.
¿Qué es el pasado? El pasado, para las ideologías, para los discursos de Estado y las políticas culturales, es una noción que se hace equivaler a la de Historia, es decir, a lo que ha sucedido y es memorable en tanto hecho de lo que ahora es consecuencia, pero la verdad es que tanto para estas nombradas instituciones como para el nivel del sujeto el pasado es más bien una incertidumbre. En términos prácticos, la única realidad es la del presente, el presente de los sentidos, y el tiempo y la memoria persisten como un misterio para la filosofía desde san Agustín hasta Bergson. En general, se dice que para entender el presente es necesario releer, estudiar el pasado. Al nivel del sujeto, la catedral literaria de este esfuerzo es En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, que ensanchó y profundizó este misterio; el recuerdo nos lleva a seguir recordando, de una imagen, de una palabra a otra, en un extravío inevitable. Pero al nivel de las prácticas interpretativas uno de los esfuerzos más autorizados y fértiles ha sido el de Michel Foucault. La noción de pasado para Michel Foucault es una muy singular y compleja, habría que citar completas una docena de páginas de La arqueología del saber15 para aventurar una aproximación en trazos groseros, su idea del pasado no es una selección de autores y hechos inmóviles en la superficie del tiempo, sino las condiciones estratégicas que permiten que un hecho lógico definido se pueda enunciar en el presente, empezando por su misma condición de “definido” y siguiendo con las posibilidades de su transformación. Es decir, las referencias en el presente del supuesto pasado son una especie de horizonte gracias al cual se actualizan los saberes participativos del poder en turno, que siempre es en todo caso “el poder”. El pasado es un instrumento en última instancia indefinible —en tanto que para enunciarse se participa en el interior de su lógica— de interpretación que condiciona su misma instrumentación. Lo que ahora pensamos del pasado define más nuestro presente que el pasado en sí, en virtud de lo que el pasado permite pensar.16
El prejuicio moral ante la melancolía o la nostalgia por parte del discurso contemporáneo —y posiblemente también por parte del más reciente discurso de la política educativa— no es un signo propio de ninguna versión de entender la Historia, sino una excéntrica concepción de lo que el pasado es. Al considerar patológica la melancolía se da por sentado que se conoce lo que es el pasado, sin más lugar a críticas o interpretaciones, y no se segrega tanto la pasión melancólica como el objeto de esta pasión. Hablando con propiedad, este prejuicio no se relaciona pues con el pasado de hecho ni con ninguna manera de entender la historicidad, sino con una noción moderna de entender el tiempo verbal “ha sucedido” y lo que esta aparentemente inocente fracción gramatical organiza en los poderes académicos, instituciones de salud, prácticas familiares, etcétera. Lo que puede conllevar la moderna acepción de esta fracción gramatical es seguramente vasto, pero se puede empezar por notar cuando menos uno de sus efectos. Curiosamente, considerar la melancolía una patología o una postura pasada de moda implica una función silenciadora: del pasado es mejor no hablar, o más exactamente: hay que decir que el pasado es asunto cerrado. Al clausurar mediante esta formulación la reinterpretación latente del pasado de lo que se pretende impedir hablar es de una versión distinta del presente, y así, paradójicamente, el rechazo a la melancolía apunta a una posición conservadora, apunta a que el presente no cambie, o a que cambie para conservarse un estado actual de las cosas, de acuerdo con la célebre conclusión del príncipe Lampedusa.
La novela El gatopardo17 se sucede durante la revolución italiana. Garibaldi ha derrocado el antiguo régimen y un emisario del nuevo gobierno de Turín llega al palacio para ofrecerle al príncipe un lugar en el senado, para que hable por Sicilia, para que lleve el progreso a su isla. El emisario intenta transmitirle al príncipe su entusiasmo: “Este estado de las cosas no durará. Nuestra administración nueva, ágil y moderna lo cambiará todo”. Pero el príncipe estaba deprimido: “Todo esto no tendría que durar, pero durará siempre. El siempre de los hombres, naturalmente, un siglo, dos siglos… Y luego será distinto, pero peor. Nosotros fuimos los Gatopardos, los Leones. Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos, gatopardos, chacales y ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra”. En su lecho de muerte, el príncipe piensa en los hijos, en los perros que lo acompañaron, los dolores, los fastidios, las mujeres, hace un cálculo de los días, “él mismo había dicho que los Salina siempre serían los Salina. Se había equivocado. El último era él. Después de todo, ese Garibaldi, ese barbudo Vulcano había vencido”. Los últimos minutos del príncipe, menguantes de dulce melancolía, se deslizan como una comprensión de lo que se perdía en el mundo con su muerte, de lo que él perdía del mundo con su partida, lo que jamás volvería a sentir, a observar, a probar, una pérdida sosegada y agridulce en la relación y el balance de los últimos momentos. La melancolía del príncipe reside en la certeza de su muerte, y el resultado es el lenguaje de la soledad extrema. ®
Notas
1 Finch, Mick, “The night shift”, Contemporary Magazine, no. 58/Focus 212121 Painting; USA, 2003.
2 Letras Libres, año V, no. 50.
3 Art Nexus, no. 68, Vol. 7, año 2008.
4 Ibid., p. 54.
5 Ibíd., p. 152.
6 Art Now, 81 artistas a principios del nuevo milenio, Taschen, editado por Uta Grosenick y Burkhard Riemschneider, 2005, Colonia. En palabras de sus editores: “Un libro de consulta para todos aquellos que quieren estar al día de los últimos acontecimientos del arte actual”.
7 Ibid., p. 20.
8 Umberto Eco, Interpretación y sobreinterpretación, Cambridge University Press, 1990, p. 43.
9 Art Now, p. 296.
10 Eco, op. cit., p. 61.
11 “Más que un parámetro para usar con el fin de validar la interpretación, el texto [o, en nuestro caso, la obra de arte] es un objeto que la interpretación construye en el curso del esfuerzo circular de validarse a sí misma sobre la base de lo que construye como resultado. No me avergüenzo de admitir que con esto estoy definiendo el viejo y aún válido círculo hermenéutico.” Ibid., p. 77.
12 Baudrillard describe esta condición de juicio trucado como un “delito de iniciados”, una expresión tomada del ámbito bursátil para describir un fraude: se llama delito de iniciados cuando los accionistas de una empresa venden las acciones a precio alto o regular cuando la realidad de la empresa es la bancarrota. Baudrillard es de hecho agresivo al describir cómo este ambiente del arte contemporáneo aspira a “forzar a la gente, fanfarroneando con la nulidad, a que dé importancia y crédito a todo eso con el pretexto de que no puede que sea tan nulo y el que en este asunto debe haber gato encerrado. El arte contemporáneo apuesta a esa incertidumbre, a la imposibilidad de un juicio de valor estético fundado, y esperarlo con la culpa de los que no lo entienden, o no entendieron que no había nada que entender: delito de iniciados”, Jean Baudrillard, El complot del arte, Buenos Aires: Amorrortu, 2007, p. 67.
13 Hal Foster, Diseño y delito, Madrid: Akal, 2004, pp. 65-66.
14 Op. cit., p. 125.
15 Michel Foucault, Arqueología del saber, México: Siglo XXI, 1970. En especial para este tema, pp. 214-223.
16 Las investigaciones de Martin Heidegger sobre el ser presentan unas colindancias en el plano filosófico con las de Michel Foucault: “El Dasein [el modo de ser del hombre] «es» su pasado en la forma de su propio ser, ser que, dicho elementalmente, acontece siempre desde su futuro […] La ausencia del saber histórico no es prueba alguna contra la historicidad [del modo de ser del hombre], sino, más bien, en cuanto modo deficiente de esta constitución de ser, una prueba a su favor. Una determinada época puede carecer de sentido histórico solamente en la medida en que es «histórica»” (Ser y tiempo, Trotta, 2009, p. 41). El mismo Heidegger, en su seminario Los conceptos fundamentales de la metafísica, escrito en 1929, apenas dos años después de la publicación de Ser y tiempo: “En un fragmento, Novalis dijo una vez: «La filosofía es, hablando con propiedad, nostalgia, algo que empuja a estar por doquier en casa». Extraña definición, romántica naturalmente. La nostalgia, ¿existe todavía algo semejante hoy en día? ¿Acaso no se ha convertido en una palabra incomprensible, incluso en la vida cotidiana? Pues el ciudadano contemporáneo, mono de la civilización, ¿acaso no se ha deshecho desde hace tiempo de la nostalgia?”
17 Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El Gatopardo, Madrid: Cátedra, 2006.
Carolina Pesuto
Excelente ! un placer leer tan buen escrito, un disfrute y también un desafío para compreder el hermetismo del discurso sobre el arte contemporáneo.