Si ese historiador no es capaz de definir el arte podría haberse cuidado de entrar a tratar de ello, pues le bastaría con hacer una correcta exposición de hechos, que es lo único que se le pide a un historiador.
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La afirmación que hace Gombrich de que el arte no se puede definir como consecuencia de que adopta distintas formas en diversos periodos de la historia y que hay obras de arte pero no arte es un absurdo contrario al sentido común y la lógica. Según ese criterio, y teniendo en cuenta que el colibrí es distinto de la cigüeña y del pájaro bobo, deberíamos concluir que no existen las aves; hay animales aviarios, pero no aves; o que hay trajes de pana pero no pana. El hecho de que se afirme que existen diversas artes con características muy distintas incide en lo mismo.
Si pretende justificar su teoría diciendo que el arte es sólo una habilidad del artista y no algo más profundo, entonces debería cuidar más sus definiciones pues el resultado de obrar con una habilidad, a la que generalmente se refiere la gente como obrar con maestría, sería el de producir una obra con arte; porque, al hablar de una obra de arte ya está indicando que hay un determinado objeto que pertenece a un determinado grupo, el del arte. Así, Gombrich, con su expresión, está afirmando lo contrario de lo que niega con su argumentación.
Si se quisiera entender que el autor pretendía decir hecho con arte cuando dice obra de arte deberíamos advertir la incapacidad de ese historiador para expresarse correctamente con el lenguaje y dudar de todo cuanto pueda decir. Pero, en tal caso, hacer una pintura significaría reducir la labor del pintor a la del ebanista, es decir, considerar sólo la ejecución sin tener en cuenta la utilización de un estilo artístico, pues la historia del arte nos muestra que pintar no es dar las pinceladas correctamente sino darlas de la forma adecuada para que se pueda identificar el resultado con las corrientes estéticas de su tiempo.
Si un tercero pretendiera hacernos creer que con la expresión obras de arte Gombrich intentaría decir que hay pinturas, esculturas, arquitectura, etc., pero no la pintura o la escultura, llegaría al mismo absurdo, pues sería como plantear que existen esta silla y aquella otra pero no las sillas y que tampoco existen los muebles (sillas, mesas, aparadores, cabeceros…). En resumen, el artista crea obras de arte y el conjunto de esas obras determinan la existencia del arte.
Si Gombrich considera que no hay arte porque cada lugar y cada época, y hasta cada individuo, ve el arte de una manera, entonces, aunque equivocado, lo consideraremos un teórico, pero si tal afirmación la hace porque considera que el arte no es algo abstracto sino un don individual, él mismo debería entender que esa cualidad precisa su manifestación en la obra de arte porque resulta que el término arte tiene dos significados, la habilidad personal y su resultado, el conjunto de las obras realizadas con arte, y, entonces, lo consideraremos, junto con los que incansablemente vienen a decirnos que el arte es morirte de frío, entre los diletantes ya que, si se pone a jugar con las palabras, por esa falta de respeto hacia sus lectores, no creemos que merezca nuestra atención ni la de nadie. Pero, si Gombrich realmente pensara que el arte es, en sentido etimológico, una habilidad del artista, hubiera dado esa definición sin entrar a realizar tantos malabarismos dialecticos.
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Si ese historiador no es capaz de definir el arte podría haberse cuidado de entrar a tratar de ello, pues le bastaría con hacer una correcta exposición de hechos, que es lo único que se le pide a un historiador. Una vez que entra a tratar sobre algo que desconoce, y en vista del prestigio que posee o precisamente porque se siente condicionado socialmente por su imagen pública, queda obligado a proporcionar una explicación que resulta que no tiene. Y la inventa.
Como historiador Gombrich puede ser merecedor de un cierto respeto, pero no creemos que lo merezca como teórico. Una persona que afirma, por una parte, que no existe el arte y, por otra, publica una historia del arte es el colmo de la incoherencia. Y ésa no es la única que existe en nuestra cultura donde cada sabio presenta una teoría distinta de las demás y todas son aceptadas aunque sean contradictorias. Para que no se vea la inconsistencia, cada grupo o en cada momento se defiende una de ellas. En el mundo social todas son válidas, lo que es contrario a la razón que establecería que la verdad de una —en su caso— negaría la de las otras. Con su poder y su astucia el sabio ha recurrido al malabarismo verbal, muy apreciado en el mundo del circo en el que se desarrolla nuestra existencia, para imponer su criterio en el mundo social en el que el sometimiento a los cargos y la jerarquía es más importante que la búsqueda y defensa de la verdad que apenas tienen cabida en el mundo del conocimiento que cada día parece reducirse más.
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Entre las diversas teorías existentes podemos presentar, en función del tiempo que asignan a la existencia del arte, las de los siguientes autores: Dino Formaggio, que nos dice que arte es todo aquello a que los hombres llaman arte. Carl André, que afirma que arte es lo que hacen los artistas. Hegel dice, a principios del siglo XIX, que el arte ha muerto, pero considera que todo lo anterior era arte. Belting piensa que el arte comenzó en 1300, y que el arte anterior no era arte y lo enmarca en la teoría de la imagen. Arthur Danto piensa, como Belting, que el arte nació con el Renacimiento y que murió a mediados del siglo XX. Gombrich considera que el arte no existe.
Vemos cuatro posturas distintas ante una misma cuestión que corresponden, respectivamente, a un pensamiento fundado en la intuición, en el entendimiento, en la razón y en el poder, y que cada cual valore, según su leal saber y entender, el grado de inteligencia que muestra cada una de ellas. Quienes piensan de una forma intuitiva dan valor a toda la historia del arte, como los artistas, que aceptan la existencia del arte en todas las épocas, o la gente corriente, que ve en las obras de los artistas una trascendencia con independencia del tiempo de su creación. En cambio, quienes recurren a la razón eliminan del arte numerosas obras y periodos artísticos. Las posiciones desde las que se hacen las interpretaciones son válidas, el fallo se produce por la mala calidad de la interpretación; al fin y al cabo, toda manifestación puede y debe entenderse como variación de una posición. Los sabios se toman la molestia de conocer muchas cosas para acabar alcanzando la ignorancia.
Hegel posee la intuición para comprender y la razón para expresarse pero a ese gran pensador le faltó conocer el arte de las vanguardias para poder llegar a una conclusión definitiva acerca de la naturaleza y apariencia de las obras. Hegel acertó al afirmar que, ya en el siglo XIX —y no a finales, como consideraron otros—, se había producido un cambio evidente con respecto a la historia anterior, toda la cual estaría plagada de manifestaciones artísticas. Pero, sin poseer datos acerca del cubismo y del arte abstracto, era imposible que llegara a alcanzar una conclusión acerca del arte y de las trasformaciones que veía y que le llevaron a decretar, erróneamente, la muerte del arte.
Danto, el teórico más influyente en la actualidad, niega la existencia del arte antes del Renacimiento y después de las Cajas de Brillo de Warhol y comete el gran error de indicar que los cambios artísticos se produjeron a partir de las obras de Gauguin. Como no tiene un buen criterio y rechaza la intuición, va de error en error pues su teoría artística no es más que un cúmulo de opiniones carentes de fundamento. Le defienden sus partidarios diciendo que sus escritos ofrecen explicaciones importantes. Lo que ofrece Danto en sus elucubraciones son simples descripciones que unas veces interpreta erróneamente —como su teoría de los indiscernibles— y, otras, acierta por tratarse de auténticas perogrulladas —como cuando dice que el arte debe tener un sentido ¡Menudo iluminado! De lo contrario, ¿por qué el arte? pero se le olvida hablarnos de ese sentido.
Gombrich alcanza el grado supremo de ignorancia al afirmar que el arte no existe, si es que esa expresión no es más que el atrevimiento de un hombre con poder social que sabe que cuanto diga será admitido en la sociedad y que, en lugar de reconocer que no sabe explicarlo, se pone a fabular.
Las cuestiones sobre la existencia del mundo del arte y del marco institucional de la obra, si se puede o no definir el arte, si tiene una definición abierta o cerrada y si se puede distinguir por alguna norma la diferencia entre arte y no arte, no afectan al tema que se trata ahora, el de la existencia continua del arte en toda la historia de la humanidad o si el arte aparece y desaparece como el Guadiana.
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Nietzsche, que admiraba lo apolíneo y lo dionisíaco presentes en el teatro griego, lamentaba, en su primera obra, el triunfo del socratismo, y sentía enormemente que Eurípides se hubiera percatado de su error al final de su vida. Pero, al final de la suya, Nietzsche se percató del suyo, pues se dio cuenta de que lo racional debía tener su lugar en el mundo y que, de hecho, el socratismo era anterior a Sócrates. Pero estos cambios de posición de estos dos personajes respecto de esta cuestión ponen de manifiesto las dudas justificadas que genera el proceso racional, lo que ya se dijo en Atenas en aquel tiempo, pues, con la razón, se puede concluir tanto una cosa como su opuesta. Con estas y otras consideraciones Nietzsche llegó a advertir que, en la búsqueda de la verdad, tan importante o más que el método y los datos era la honestidad del pensador.
Cuando uno se percata de que siempre la defensa de la razón, de lo racional, de la ciencia y de la objetividad está en manos de personajes ideológicamente comprometidos y de que tienen un constante empeño por negar la religión, que es la forma sibilina de llegar a negar la intuición y el entendimiento, se advierte que sus conclusiones son necesariamente parciales, luego falsas, pues a ese conocimiento le falta el aspecto sensible y el espiritual que es una manera de referirnos a lo emocional. Y la forma de conseguirlo ha sido la de desprestigiar las creencias frente a lo que se considera forma incuestionable de alcanzar la verdad, para que nadie se sienta tentado a recurrir a ellas. El sistema se basa en lo que se conoce como moralidad social, pero produciéndola artificial y falsamente. Para lograrlo, se demoniza una idea, un método, una persona o un hecho, de forma que los respetables miembros de una comunidad lo desprecien y se aparten de ello. Así, los sofistas logran difundir la fe en la razón y consiguen el menosprecio de la intuición.
Los pensadores racionales son siempre ideólogos políticos que destruyen la argumentación basada en la experiencia y la evidencia para poder alcanzar lo opuesto a la verdad mediante la astuta manipulación de la lógica. El fin que persiguen los ideólogos es el poder, y el error al que someten a la sociedad y a la cultura es el precio por su triunfo. Llevado a cabo el adecuado lavado de cerebro social, nadie se percatará del error. Y la sociedad vivirá feliz convencida de la verdad que la razón les ha proporcionado. Por eso los ideólogos tienen tanto empeño por enseñar a pensar. Lo que persiguen de esa forma es establecer pautas para que el discurso lleve al pensador, por su propia voluntad, al estuario predeterminado sin que pueda percatarse de cómo ha sido dirigido a ese destino.
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No conviene leer a los sabios si no se sabe interpretar lo que se lee. El fin de la razón es acabar con la intuición y el entendimiento. El razonamiento impide contemplar lo que la intuición y las evidencias nos dicen, así que elimina una parte de la verdad, una parte del mundo, pero la misma objetividad solamente conoce una parte del mundo, la única que ha descubierto. La objetividad es doblemente parcial, o doblemente ciega. La sociedad ya está suficientemente ideologizada y la mayoría de la gente es incapaz de verlo y de juzgar con equidad cualquier oposición a las verdades establecidas.
Por ello, nada de cuanto se desvele de las intenciones de los sabios poderosos del mundo social servirá para evitar que logren sus metas. Los seres sociales adquieren, a través de la educación y de la aceptación de lo establecido —como forma de poder acceder al mundo social—, una impronta de cuál verdad es socialmente aceptable y de cómo es socialmente aceptable alcanzar una verdad. Por ejemplo, los estudiantes tendrán que aceptar las teorías de los sabios para aprobar una asignatura, y ese aprobado lo interpretan como que poseen la verdad, de lo contrario, hubieran suspendido; en consecuencia, las teorías que son contrarias a aquellas que les sirven para sacar un título deben ser falsas porque la sociedad no aceptaría el error y ellos no pueden cuestionar a la sociedad.
Los seres sociales acaban por ser dependientes del orden establecido y carecen de la autonomía necesaria para tener opiniones propias o criterio personal para ser capaces de aceptar verdades no impuestas pues saben que corren el riesgo de perder algo por lo que han luchado tenazmente: por tener el reconocimiento social. ®
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