Conozco imbéciles que encuentran deleite estético sin contrapunto ético en los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas. Una experiencia estética, sin duda, nunca artística y mucho menos bella. Tradicionalmente los diversos conceptos del Mal han irrumpido en el arte, como tema, como estorbo o como parte integral de la obra.
Pero yo soy un mal cura, ya lo ve usted. Yo sé, por experiencia, cuánta belleza llevó Satán al Infierno en su caída.
—Graham Greene, El poder y la gloria
Cuando se habla de estética con legos o sabihondos, sólo se llega a dos claridades: una es que la única respuesta irrefutable acerca de qué intentamos decir al hablar de “estética” es que se trata de ese sitio donde le cortan el pelo a la parienta, y la otra claridad (que como toda claridad no es sino penumbra y confusión) radica en la corroboración, a través de las opiniones e inquietudes de los interlocutores, de lo mucho que esa parte de la filosofía ha sido secuestrada por la ética. Desde otro punto de vista hay que decir que la estética no ha conseguido liberarse de la ética (aunque yo creo que para el Hombre el prurito moral es más tardío que el formal), lo que pone en entredicho el ¿deseable? éxito amoralista de muchos creadores y nos mete en una discusión que da para más de un tratado, así que dejémoslo en la concesión de principio que antifilosóficamente y con perdón solicito arriba.
Hablo, quede dicho de una vez, del ámbito del pensamiento, no el de la conducta o actitud de los homínidos lobos ante los lobos. Buonarroti fue un tipo éticamente impresentable (y lo sabía, tal como lo demostró en el fresco del altar de la Capilla Sixtina, único autorretrato suyo, donde se representó como un despojo dantesco, piel sin cuerpo ni alma, precipitándose a los infiernos), pero su obra, con salvedades, complace a la moralidad de su tiempo, es decir a sus mecenas y a la Iglesia católica. Lo importante, sin embargo, es que su estética es mayoritariamente amoral, aunque sus temas sean más bien moralistas y adoctrinadores. (Si había en él alguna emoción mística a la que nosotros ya no podemos acceder es otra historia que sólo importa si se quiere afirmar que no subarrendó su pasión creativa a cambio de prebendas y mercado.)
Para ilustrar y aclarar en lo posible esta diferenciación entre ética y estética dentro del arte me valdré de ejemplos pictóricos, accesibles a la mayoría, pues a fin de cuentas seguimos siendo visuales.
Empezaré a contrapelo cronológico por Dalí, pintor que no me emociona gran cosa pero me sirve por el gesto estético con que desafió a una Iglesia católica, ya muy debilitada, al situar al espectador y al artista (que siempre es el primer y más interesado espectador) por arriba de su Cristo. La representación de Jesús en su martirio tiene por sí misma implicaciones éticas, lo cual es temático. La forma de verlo en la composición, la perspectiva que sitúa a Dios Hijo por debajo del Hombre es donde queda involucrada la estética. No tenemos ahí más presencia de El Mal, según la concepción católica de éste, como asunto meramente estético y artístico (cosas distintas y a su vez diferentes de la belleza, aunque fuertemente interrelacionadas), que el petardo al principio de Dios elevado por sobre los hombres y toda la creación. Se trata de todo un tema (manido por demás: el hombre como creador y marionetista de Dios) a través, exclusivamente, del motivo formal, recurso estético, y no de la representación diáfana de una idea teológica o metafísica. Es decir: podríamos tener a Cristo de frente y, en el mismo cuadro, a la humanidad por encima de él. El tema sería el mismo pero no entraría a través de un magnífico recurso estético.
Buonarroti fue un tipo éticamente impresentable (y lo sabía, tal como lo demostró en el fresco del altar de la Capilla Sixtina, único autorretrato suyo, donde se representó como un despojo dantesco, piel sin cuerpo ni alma, precipitándose a los infiernos), pero su obra, con salvedades, complace a la moralidad de su tiempo, es decir a sus mecenas y a la Iglesia católica. Lo importante, sin embargo, es que su estética es mayoritariamente amoral, aunque sus temas sean más bien moralistas y adoctrinadores.
Michelangelo Buonarroti se acerca a ello cuando en la cúpula de la Sixtina, en uno de los frescos más admirables de que se tenga registro, sustituye el verbo creador y el soplo dador de alma por el dedo de Dios a punto de tocar el de Adán. Esto es rebelde y constituye una propuesta temática de orden metafísico y teológico, pero es estéticamente neutral. Y lo es porque Dios está por encima de Adán, porque sus rasgos son paternos mientras que los de su criatura son filiales y porque, en última instancia, la composición no trastoca el orden valorativo del catolicismo (y de cualquier religión, dicho sea de paso, pues cuando se llega al Hombre como creador de Dios o como su vigía se entra en el ámbito negativo de la religión, lo que no es religioso sino ontológico y existencial en todo caso). No obstante, respecto de la ubicación del Padre ante su criatura en La creación de Adán, atención con esto: la composición es horizontal, de modo que Dios y el primer hombre quedan en el mismo plano geométrico dentro de la capilla, aunque por encima de todo: santos, hombres e Infierno. Se desnuda la truquería deliciosa que permite nuestra cultura visual: costumbre y cultura nos hacen ver en ese fresco a Dios por encima del hombre, pero de hecho —en un eje geométrico vertical apoyado en la Tierra— no lo está. Los hallazgos y estudios renacentistas en torno a la percepción y la composición (destacadamente, claro, están Giotto y la perspectiva avant la lettre por un lado y Leonardo y sus tratados por otro) hicieron posibles los grandes ingenios retóricos del manierismo y el barroco, donde se afirma la estética no imitativa, sino simbolista y grotesca (entendiendo que lo grotesco siempre es perecedero, como toda provocación, al quedar asimilada a —precisamente— la costumbre y la normalidad cultural). La obra de Buonarroti abunda en estos guiños: La Piedad parece flaquear y soltar el cadáver del Hijo, las manos de Moisés parecieran estar empleando excesivo esfuerzo para sostener las Tablas de la Ley; la una como madre desgarrada, el otro como padre insultado por sus hijos. Es así como este genio inefable humaniza a los superhéroes del catolicismo.
La sola mención en el párrafo anterior de la elaboración teórica renacentista nos lleva inevitablemente a Leonardo y, en primera instancia, a La última cena, cuadro cuya excelencia ha hecho las delicias de los detectives exégetas, semióticos y demás. También de muchos charlatanes, como en todo. Esta obra —lo mismo que La Gioconda— son berenjenales a los que no conviene entrar sin un tratado por ariete. Ahí quede para novelistas malos —o buenos, ¿no?— y para diletantes exigentes.
La representación del Mal en la escuela flamenca —en Bosch o Brueguel tan implicados en las fantasías medievales del mal y su representación caricaturesca—, magnífica, es temática, incluso en la Autopsia del enorme Rembrandt. No recuerdo en ellos algún rasgo meramente estético que sea la entrada del mal por la vía de la forma. Esto guarda relación con que para el Mal vigente, es decir el pecado, Flandes era el Mal mismo, sólo empeorado por la Gran Bretaña. Esa gente vivía la intensa transición luterana y protestante que convirtió el mal en un rompecabezas al meter dentro de ese concepto, en el que todo cabe aunque nada acomoda del todo, al Bien mismo del que hasta entonces había sido incuestionable depositario el Vaticano.
Eso era en Flandes. Poco después y contemporáneamente para todo efecto de análisis, en la España cruel, sanguinario bastión de las prebendas papales y clericales, los artistas de todo género, sobresalientemente los poetas, pintores y arquitectos, tuvieron que ingeniar medios de expresión rebelde que no les enviaran directamente a la hoguera. Bajo esas condiciones, en la pequeña y enorme Toledo, Dios —el antidivinizador— concibió y nos donó a El Greco (“El griego” por su origen, mas no por su obra), heredero preclaro del manierismo de Michelangelo. Para seguir con ejemplos accesibles a cualquiera, sobre todo si son los pintiparados para lo que se quiere decir, en El entierro del conde de Orgaz sólo hay un personaje que mira al espectador: el niño que, en primer plano, señala con el índice el noble cadáver. Así, con el apoyo de la perspectiva, El Greco hace que en su composición ese niño —presuntamente su hijo— sea tan importante y estéticamente relevante como el cuerpo inerte y los asombrosos blancos propios del autor. Claramente, inequívocamente, el dedo del niño señala al personaje muerto, ubicado tras el ropón brocado de un eclesiástico. Ese ropón se compone de pequeños cuadrados con motivos que, en principio, no llaman la atención en absoluto, pues se presuponen en la grosera ostentación clerical. Por delante de uno de estos cuadrados —de acuerdo con la mirada recultivada en la perspectiva— está el dedo infantil que no hace sino señalar al personaje principal en plena armonía con la estética y la moral vigentes. Pero el ojo humano aún conserva la capacidad de contemplar la segunda dimensión, es decir renunciar a ver en perspectiva; así, de manera plana, el dedo del presunto hijo del artista, se detiene (con el índice indica) en uno de esos cuadritos del vestido clerical. El motivo que señala es el símbolo de la por entonces emergente orden esotérica (puente entre el protestantismo y la masonería) de los Rosacruces, a la que —según se ha convenido— pertenecían tanto el conde como su amigo y protegido El Greco. Esto tiene un contenido blasfemo (maldad para esa época) contundente. Es temáticamente malvado, pero se presenta a través de la forma: es un gesto puramente estético que sólo constituye un tema y asunto moral a través de la maniobra formal, estética.
De estas cosas, de símbolos crípticos y mensajes cifrados, está repleto el barroco, si no es que se define por ellos, al punto que no es aventurado afirmar que a éstos se debe la arquitectura barroca y que es la intención del adorno, la palabra excedente pero hermosa o enfática, lo que le diferencia esencialmente del manierismo.
De estas cosas, de símbolos crípticos y mensajes cifrados, está repleto el barroco, si no es que se define por ellos, al punto que no es aventurado afirmar que a éstos se debe la arquitectura barroca y que es la intención del adorno, la palabra excedente pero hermosa o enfática, lo que le diferencia esencialmente del manierismo.
De la pintura barroca, bastante e inmediatamente posterior, mi dilecto también es español: Goya. Asimismo es el que prodiga más ejemplos del Mal y los horrores a través de la forma, a través de la estética más que del tema (grupos de villanos jugando no son horror alguno, pero lo son en la estética goyesca). Es ocioso detenerse en sus ridiculizaciones de la nobleza y los cortesanos o el atrevimiento de pintar desnuda y vestida a su prominente amante. En los primeros casos el Mal se introduce mediante detalles estéticos, burlas formales —composición y deformación caricaturesca—, muecas estilísticas; en el de las majas no hay otra maldad que la temática: la desnudez de la amante y la pasión tan impertinente como imprudente del artista. Incursionar en Velázquez daría el mismo resultado y —por supuesto— el mejor ejemplo, sobradamente, sería Las Meninas, cuyos méritos estéticos son tan abundantes como sus misterios y las interpretaciones que se pueden hacer de cada detalle. Por cierto que Velázquez, como El Greco en el cuadro comentado, tiene en Las hilanderas un personaje femenino juvenil que es el único que mira de frente al espectador y que a la vez repite —en composición y probablemente en intención— el motivo de la misteriosa figura de fondo de Las Meninas, pero dejémoslo ahí.
De vuelta con Goya, en Saturno devorando a sus hijos nos encontramos con una paradoja temática fascinante: un padre se come a sus criaturas y el pintor no escatima virtud (areté griega, es decir habilidad) estética para representar semejante horror. Pero también es el Tiempo (Saturno, Cronos) que nos consume, realidad ontológica y existencial que —como tal— no puede ser sino amoral, aunque a nosotros —venturosamente temerosos de la muerte, temor que mueve cuanto hacemos— no nos parece del todo deseable. Los dos rostros del tema, el inmoral y el amoral, grotescos ambos, causan horror y eso representan, pero formalmente —estéticamente— no hay maldad alguna: el Mal que pueda haber es cosa del tema y —aún más— de nuestras emociones ontológicas y existenciales ante el tema.
Sin embargo, la confusión filosófica es habitual: El Saturno de Goya pareciera ser un ejemplo diáfano de la maldad en el arte. De hecho no lo es: hay maldad, pero no artística ni estética, como tampoco la hay en Los fusilamientos del 3 de mayo. Y para de una vez situar el siglo XX en el discernimiento entre el Mal ético y el Mal a través del gesto o la intención estética, veamos el Guernica: pocos cuadros representan con tal evidencia el Mal —y ese otro mal que es el dolor producido por el Mal—, pero la representación de esa valoración se vale de rasgos formales unívocos, de la normalidad picassiana, sin gestos estéticos que desafíen moral alguna. Incluso la decisión del genio malagueño de suprimir el color (los primeros bocetos fueron policromos) es un atinado recurso estético sin implicaciones morales: sólo se trata de la intención comunicativa de una representación y su interpretación prima.Entre Goya y Picasso se interponen los efectos de la Revolución Francesa —con la ascensión de la burguesía, el republicanismo, la democracia y las independencias americanas—, el auge de la Revolución Industrial, los grandes descubrimientos científicos que se hicieron posibles con la mordaza al catolicismo y las Guerras Mundiales con la crisis cultural, ontológica y existencial que les acompañó. Poco más de un siglo en el que el concepto del mal terminó de deslindarse de todo sentido metafísico (el clero pasó a representar para muchos el mal en sí mismo, desde Voltaire hasta Nietzsche, no exclusivamente ni concluyentemente) para preguntarse por el origen de nuestras valoraciones morales, remontarse a los más incisivos tratamientos éticos de la Grecia clásica y asumir el problema de la moralidad como algo que rebasa la comprensión digerible del sentir místico y religioso, el prejuicio de fe y el temor a infiernos paranormales que no pueden ser mucho peores que los infiernos terrenales. El Mal deja de ser evidente. La moral normativa fracasa ante la moral aporística e instintiva, se produce un extravío ético que parece liberar culturalmente al artista y al creador sin Creador o a despecho de éste. La grata errancia ética se ilustra magníficamente en una frase de Montaigne —el pertinaz adelantado— que no pierde vigencia y me gusta repetir: “¿Qué clase de moral es ésta que con sólo cruzar el río se está en el otro extremo?” Entre Goya y Picasso sucede tanto así y el arte es pródigo: nos brinda cosas como el impresionismo, el expresionismo, el abstraccionismo, el modernismo y demás interminables ismos.
El artista comprende —o parece comprender o al menos intuir— la independencia entre lo estético y lo ético —sobre todo por indiferencia ante lo ético. Los escritores británicos —british pride of the common sense—, Wilde ejemplarmente, se divierten con el asunto, y Thomas de Quincey nos ofrenda el más admirable ensayo acerca de la insensatez de mezclar el bien y el mal con la experiencia estética: El asesinato concebido como una de las bellas artes nos regala la frase que —debidamente contextualizada— le da plena nitidez a toda esta complejidad: “(Ante la contemplación de un bello incendio con hermosos gestos de sufrimiento:) Lo que se requería en este caso no eran pruebas de virtud. Al llegar los bomberos, toda moralidad quedaba a cargo exclusivo de la empresa de seguros”.
El arte contemporáneo da un paso ¿adelante? con el que sacrifica siglos de salud: adopta por dios a don Dinero y paga diezmos estéticos al mercado. Tunick hace sus variaciones sobre sí mismo en destinos turísticos, emblemas culturales, paraísos renombrados, infiernos en boga y puntos de venta similares. Tal vez soy injusto y tiene mucha obra situada en lugares como la calle asfaltada de El Encino en la Huasteca tamaulipeca o como el embarcadero de Geixo, autonomía de Bizkaia, Euskadi, la verdad es que no tengo noticia de esas desafiantes y apetitosas instalaciones. Hay que decir, sin embargo, que en Tunick el Mal a través de la estética está presente de una manera socialmente aceptada: el desnudo como símbolo de la naturalidad y desinhibición, así como de su neutralidad erótica. El exhibidor de cadáveres de cuyo nombre no me interesa acordarme tiene muchos méritos —incluso alguno estético— pero no ignora que el morbo es manirroto y que no es concebible mejor negocio que cobrar para ver un accidente —a un dólar el litro de sangre— o un paseo guiado por la morgue. El mal —si un muerto lo es— en el tema, pero no en la forma. En cuanto a arte no estoy seguro de que haya suficiente.
No todos los contemporáneos trabajan para el mercado, pero todos dependen de él, lo que en los casos patéticos condiciona la estética y en otros la respeta y acepta sin imponerle más cosa que ser fiel a lo que la hizo rentable (nada de escándalo: la mayoría de los artistas de todo género y todas las épocas se han embalsamado al dar con la tecla del éxito). Hoy, como siempre, hay artistas buenos y malos (ética y estéticamente) que se mueren de hambre, y los hay buenos y malos con cuentas bancarias con una obesidad rayana en la virtud. Esto no está bien ni mal, sólo Es.
La grata errancia ética se ilustra magníficamente en una frase de Montaigne —el pertinaz adelantado— que no pierde vigencia y me gusta repetir: “¿Qué clase de moral es ésta que con sólo cruzar el río se está en el otro extremo?” Entre Goya y Picasso sucede tanto así y el arte es pródigo: nos brinda cosas como el impresionismo, el expresionismo, el abstraccionismo, el modernismo y demás interminables ismos.
Entre artistas virtuosos (de virtud —habilidad y valor— estética) que no consiguen fama ni dinero abundan los que cargan con toda clase de lastres: esposa, hijos, mascotas y esas cosas. Viven un conflicto entre su amor al arte y la moralidad que les impide incurrir en la maldad de dejar morir de hambre a sus parásitos. La ética y sus infiernos terrenales oprimiendo y entorpeciendo la estética. Pregunté a mis alumnos y contactos de Facebook por las implicaciones meramente estéticas de asesinar a quien se obstina en estorbar el trabajo del artista (y sólo por esta vez no pensaba en mi esposa sino en mi casero). Inmediatamente se encendió la marquesina de las bellas almas llenas de moralidad y las respuestas coincidieron: entre valores éticos y estéticos la mayoría sacrifica los estéticos. Está muy bien, pero la respuesta es más elemental: matar al estorbo del artista puede tener consecuencias últimas de orden estético, pero en sí mismo es un vil asesinato como cualquier otro. Si el homicidio es bello —a lo De Quincey— nada importa a la estética si el occiso es quien estorba al poeta o si es éste el asesinado (y por cierto que quizá la Estética prefiere que sea éste).
He dicho que de inmediato se encendieron las alarmas éticas en detrimento de los posibles bienes estéticos. Es una reacción comprensible y natural, pero inmediata y sólo inmediata. Puede ser que pensándolo un poco o dejando enfriar nuestros prontos moralistas no tengamos tanto afecto por la bondad o tal repudio hacia la maldad (que no es lo mismo). Cierto instalacionista puso un perro (de ser una persona se le llamaría cucamente performance) en un corral sin comida ni agua por tiempo indeterminado. Unos cuantos centímetros separaban a los espectadores y al animalito encerrado. El perro agonizó y murió “estéticamente” sin que nadie osara traspasar el límite intangible que nos prohíbe irrumpir en una pieza artística, no importa la razón. (El tema de la censura, la censura de la censura, la autocensura y cuantos absurdos y paradojas le acompañan, ya lo he tratado en otros textos). Soy un amante de los animales lo bastante irreverente para afirmar que, si yo hubiera visto eso, el perro no habría sido sacrificado con lujo de crueldad en aras de un tabú tal vez tan imponente como el de las moralinas católicas; en nombre de una estética tan dudosa como ruidosa. Si el autor quiso representar la hipocresía moral y ética de los diletantes podía haberse metido él mismo en el corral. Si su intención era mostrar que la pieza artística se sobrevalora hasta convertirse en un fetiche tan inviolable como nuestros más caros valores éticos, quizá lo hizo bien, aunque para todo hay maneras. Conozco imbéciles que encuentran deleite estético sin contrapunto ético en los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas. Una experiencia estética, sin duda, nunca artística y mucho menos bella. Que para alguien no sea francamente malo no pasa de ser interesante, aunque no demasiado.
Tradicionalmente los diversos conceptos del Mal han irrumpido en el arte, como tema, como estorbo o como parte integral de la obra. Nos gusta creernos “más allá del bien y del mal” (especialmente a quienes nunca han leído al gran Nietzsche o no han entendido un rábano). Es lo actual, lo elegante y lo que nos hace vivir la inagotable entelequia de la libertad (independencia, autonomía, libre albedrío y demás abstracciones sin referente). Nada hay tan maravilloso como el arte, quizá éste podría bastar para el Ser (y, sin duda es suficiente para considerar que la vida es digna de ser vivida). ¿Pero el arte se engrandece o envilece cuando —coludido con el diletante— deja morir horriblemente a un perro o cualquier animal, un ser humano maligno inclusive?
Lo único claro con este ejemplo del perro en el corral es que se trata de un caso donde la maldad es temática y —a la vez— conforma la intención estética misma: el mal en el arte a través de la forma. Pareciera —contra lo que afirmé temer en el primer párrafo de este ensayo— que nuestros progresos amoralistas van más avanzados que nuestros logros estéticos.
Las preguntas, sin embargo y como debe ser, quedan abiertas: ¿Qué tan bueno o malo es que el bien y el mal determinen la bondad y maldad en el arte? ¿Y que tan estético es que la Estética determine la Ética? Si muchas son las veces en que la sublimación del mal y la valoración desmesurada de lo estético han dejado morir de hambre al perro, no son menos aquellas en que la estética no ha sido otra cosa que un perro torturado hasta morir. Otras veces, quizá; más de las deseables, quizá, el perro o el “artista” han merecido esa tortura y esa muerte. ®