Elizondo diría Maurois dice —y empezar diciendo “Maurois dice…” ya lo dice todo— que “el libro que debes leer y la mujer que debes amar (no recuerdo bien si en ese orden) han de llegar a ti ineluctablemente». Y así, ineluctablemente, supe que unos Cuentos completos de Leopoldo María Panero aparecieron hace un par de años…
Compared with this, our modern lyric poetry seems like the statue of a god without a head.
—Nietzsche, The Birth of Tragedy (trad. de Kaufmann)
Es por Feijóo que no menosprecio las liviandades del azar, ese otro dios descabezado. Aquello mistérico es, sin embargo, insondable. Como los picos y las hachas “o como el agua que, de niños, nos estremeció melancólica, lloviendo en las tardes del otoño campesino”, los libros personifican este azar y, mal que bien, Elizondo diría Maurois dice —y empezar diciendo “Maurois dice…” ya lo dice todo— que “el libro que debes leer y la mujer que debes amar (no recuerdo bien si en ese orden) han de llegar a ti ineluctablemente». Y así, ineluctablemente, supe que unos Cuentos completos [Madrid: Páginas de Espuma, 2007] de Leopoldo María Panero aparecieron hace un par de años…
Esta edición estuvo a cargo de Túa Blesa, de la Universidad de Zaragoza, y consta de 362 páginas. Luego de los “Relatos de muertos”, que escribió Blesa, comienzan las narraciones de En lugar del hijo (originalmentepublicado por Tusquets en 1976) con “Acéfalo”, la primera de las cuatro variaciones sobre el filicidio. Un terceto debajo del velado subtítulo nos adelanta la trama de este proyecto de cuento; traduce así Longfellow: “And I heard locking up the under door / Of the horrible tower; whereat without a word / I gazed into the faces of my sons” (Poems of Places, vol. II, p. 30). En nuestra lengua, el Doctor es notoriamente más prolijo: “Cuando sentí que de la horrible torre / Cerraban por de fuera / La entrada; á mis hijuelos / Fijo entonces miré, sin que saliera / De mi pecho una voz” (Gac Med Mex., 2013 mar-abr, 149[2]: 241-4).
Alguna vez asentó J. Benito Fernández que En lugar del hijo “no destila terror al uso, sino angustia del yo, desolación interior”; me suscribo a la opinión… Conforme penetramos en esta primera variación sobre el filicidio, sus propiedades geométricas y cinematográficas sedimentan de modo terso hasta manifestarse ardiendo.
Esta edición estuvo a cargo de Túa Blesa, de la Universidad de Zaragoza, y consta de 362 páginas. Luego de los “Relatos de muertos”, que escribió Blesa, comienzan las narraciones de En lugar del hijo (originalmentepublicado por Tusquets en 1976) con “Acéfalo”, la primera de las cuatro variaciones sobre el filicidio. Un terceto debajo del velado subtítulo nos adelanta la trama de este proyecto de cuento.
Por un instante, en medio de un desfile, tras a los Visconti haber vencido, el Conde cree descubrir, aturdido quizá por el agotamiento, a un descabezado entre la concurrencia, a un descabezado que, en frenéticos aplausos, oscila sus manos. Quisiera el Conde que aquel estruendo de palmas, que aquello demasiado visible, pudiera reducirse al artificio del instante, al asombro de voltear con equivocada diligencia, pero advierte, a su pesar, el Conde, que ese frenesí oscilante le es exclusivo; lo acompaña en el desfile el Arzobispo, quien responde a su aflicción con una sonrisa: es este el segundo punto de los presentimientos del Conde, casi para clausurar el párrafo.
Situado tiempo después, el tercer punto de los presentimientos comprende una disputa entre el Conde y el Arzobispo, surgida posiblemente en la biblioteca de la Catedral. Mientras con la sangre pujante avanza el Conde, Monseñor descifra en un volumen el tormento genital que, de muy niño, antes de incorporarse al servicio de Flavia Domitila, habría padecido Aquiles o Nereo, o descifra un martirologio distinto, tal vez uno más anglosajón… En la mirada del Arzobispo, en las páginas fija, intuimos un bisbiseo, como una mutación de Bataille, que confiesa: “y he visto tu dolor como una caridad / irradiando en la noche tu forma amplia e inmensa” (Poesía, 1970-1985, p. 170). El descabezamiento es un sustituto simbólico de la castración, Freud ya lo aventuró para la cuestión de Medusa, ¿podría también valer su inversión? El Conde, ensangrentado por la nebulosidad que irradia un vitral con San Jorge martirizado (o acaso San Lorenzo), anuncia su partida con una manotada que derriba una torre de libros, en el trance ignora si el denso humor en sus venas es de cerdo o de hombre: esta consideración, que aparenta de una vez logorrea y préstamo, es capital, como veremos.
A través de la nebulosidad otros puercos chillan desde la zahúrda, y trenzando su pelo Circe tararea una melodía enrevesada. Por la flema incoherente, por los sigilosos vahos, adivina el Conde el cendal oprimente de la pesadilla en esta biblioteca ahora enmascarada. A pesar de haberse despedido, no ha abandonado su sitio entre los anaqueles, no ha dado los pasos vacilantes ni tambaleándose ha huido. Su permanencia, él mismo habrá de descubrirlo, ya está descubriéndolo, asemeja el brete del cautiverio; con los ojos engrilletados atina maquinalmente una lámina, desvelada por unas pastas abiertas, de las muchas que el suelo aderezan. Entre la abundancia de páginas expósitas, ésta en particular pudo haber evadido del Conde el vistazo, “mais l’image pousse son cri” (Images à Crusoé, p. 12), y con su estrépito de hierros por la pupila lo ha cogido. Cautivo ahonda en la perplejidad, de pie examina aquella lámina, incapaz de otorgarle un significado.
Absurdo es inferir, a partir del rictus del Conde, a partir de su estrella —nítida en el horóscopo—, el título del tratado que abriga esta lámina, encontrada azarosamente en una biblioteca pisana a mediados del siglo XIII, pues es una obra que André Masson engendraría hasta centurias lejanas. Siempre acostumbrados a mimar nuestra molicie, calificamos el resquicio previo como un ecfrático procronismo, un sugestivo lance de autor. No obstante, para el Conde esta introducción anacrónica es, sin saberlo, una monstruosidad, es decir, una divinidad. No está sólo ante una lámina monstruosa (es decir, divina), sino ante todo un tratado contrario al primoroso orden de la naturaleza: “Y entonces lo descubrió; y, al hacerlo, sintió como si le hubieran robado el alma, y se encontrara, al caer la tarde, solo en una llanura y sin otra riqueza que un inmóvil asombro de que algo o alguien le hubiera robado su espíritu” (ELH, p. 15).
Fue en abril de 1936, en Tossa de Mar, cuando Bataille dijo a Masson: “Fais-moi un dieu sans tête — tu trouveras le reste” (La Mémoire du monde, p. 130). Tres meses después aparecería el primer número de la revista Acéphale con esta lámina como portada. “La conjuration sacrée” forma parte de este número, ahí Bataille escribió: “L’homme a échappé à sa tête comme le condamné à la prison. Il a trouvé au-delà de lui-même non Dieu qui est la prohibition du crime, mais un être qui ignore la prohibition. Au-delà de ce que je suis, je rencontre un être qui me fait rire parce qu’il est sans tête, qui m’emplit d’angoisse parce qu’il est fait d’innocence et de crime” (OC, I, p. 445). Bataille ríe, ya que “sólo en la catástrofe está el gozo” (ABC, 05/01/92, p. 120). A diferencia del francés, el Conde no ríe frente al descabezado, en vez de eso “sintió como si le hubieran robado el alma” (ELH, p. 15). Este fragmento batailleano nos permite sondear el engranaje de esta sensación, en la lámina conviven primigeniamente la inocencia y el crimen —entidades antagónicas—, es esta coexistencia engorrosa la que en el Conde origina angustia. En 1910 Freud apostilló el tema: “What, in the conscious, is found split into a pair of opposites often occurs in the unconscious as a unity” (SE, XI, p. 170). Vincula el Conde la acefalidad con este antagonismo de la consciencia, quizá de este modo: la oposición nominal es motivo de angustia; aunque es ostensible en la lámina, la falta de cabeza, “precisamente el asiento del alma” (ELH, p. 15), puede encubrirse al atisbo inicial como consecuencia de la angustia monstruosa (es decir, divina). De pronto, al observar la lámina con mayor aplicación reparamos en la ausencia monstruosa (es decir, divina); la contorsión que remata en la identificación de la acefalia con el motor de la angustia parece, por lo tanto, natural: experimento, al ver la lámina, una angustia cuyo germen me está vedado, equiparo mi angustia a la carencia de alma, localizo sobresaltado, en la lámina, el defecto del ente antropomórfico, ¡no tiene cabeza!, “precisamente el asiento del alma” (loc. cit.), ergo, su falta de cabeza, es decir, su falta de alma —de mi alma—, es la raíz de mi angustia. En ese descabezado, en ese desalmado, está mi angustia. Este par de explicaciones psicologistas no suprimen la monstruosidad y divinidad, en pleno siglo XIII, de todo un tratado contrario al primoroso orden de la naturaleza; por el contrario, la concomitancia de interpretaciones dispares enriquece y ornamenta el sentimiento del Conde.
De este manera sigue su descripción: “Il tient une arme de fer dans sa main gauche, des flammes semblables à un sacré–coeur dans sa main droite. Il réunit dans une même éruption la Naissance et la Mort” (OC, I, p. 445). Panero transformó la “arme de fer” en el “frío de una espada” (froid d’une épée), tropo más cercano a Flaubert que a Bataille. En su descripción del descabezado Masson aclara que el arma de fierro que sujeta en la mano izquierda es un puñal (poignard), como aquel del coup de poignard (puñalada) del que, en 1928, habló Paul Michon (1897–1964). Sabemos ahora que, en la mano izquierda, blande el frío de un puñal. No tiene, como Ciro, la mano derecha amputada, trae en ella el corazón flamante (o inflamado). El mismo Bataille reconoce la semejanza de este elemento con el Sagrado Corazón; Masson esclarece, sin embargo, que esas flamas pertenecen a Dionisos filósofo. Si bien no forma parte de la portada de Acéphale, la erupción (éruption) aludida por Bataille surge, en la apariencia de volcanes, en otras representaciones que Masson hizo del descabezado, las cuales pueden contemplarse en la edición de Caja Negra (Buenos Aires, 2005).
Bataille concluye así el párrafo: “Il n’est pas un homme. Il n’est pas non plus un dieu. Il n’est pas moi mais il est plus moi que moi : son ventre est le dédale dans lequel il s’est égaré lui–même, m’égare avec lui et dans lequel je me retrouve étant lui, c’est–à–dire monster” (OC, I, p. 445). Pese a que poseía aspecto de hombre, distinguió el Conde que el descabezado no era tal. Aquí Bataille niega la divinidad del descabezado —acaso olvidando que, en Tossa, había pedido a Masson la confección de un dios—, y en sus “Propositions” (1937) enuncia que éste expresa mitológicamente la muerte de Dios (OC, I, p. 470). En cualquier caso, Masson denomina al descabezado “dieu viscéral” en La Mémoire du monde (1974). A los ojos del Conde, el dios acéfalo está eviscerado y tienen la configuración de una serpiente sus vísceras huecas. La asociación del descabezado con la serpiente, así como el interés mismo de Bataille por la acefalidad, es muy anterior al año en que Masson gestó la lámina. Al final de “Le bas matérialisme et la gnose” (1930), ensayo publicado en la revista Documents, Bataille incluye cuatro figuras, todas de piedras basilidianas (nombradas así por el maldito Basílides heresiarca); en la tercera aparece un dios acéfalo coronado por dos cabezas de animales, a sus pies el uroboros, una serpiente “que empieza al fin de su cola” (MZF, p. 149), símbolo del curso del Sol en la magia. Más allá de la ideación serpentina, tanto Bataille como Masson equiparan el vientre del dios acéfalo con el receptáculo del Laberinto, de la casa monstruosa (es decir, divina). Masson incluso nombra al descabezado “dieu labyrinthique”. “La imagen del laberinto conviene a la imagen del minotauro” (p. 101), enunció en su Manual el venerable bibliotecario ciego de San Michele della Chiusa; en otras ilustraciones que Masson hizo del descabezado para Acéphale éste viene ataviado como el minotauro, aunque no a la guisa dantesca. El descabezado —el minotauro— se ha perdido en su propio Laberinto, Bataille y el Conde se han perdido en su propio Laberinto, en el Laberinto se han encontrado a sí mismos —nos hemos encontrando a nosotros mismos—, nos hemos encontrado siendo el acéfalo o la infamia de Creta: otra interpretación dispar para enriquecer y ornamentar el sentimiento del Conde, para nuestro enriquecimiento y ornamento. A propósito de este sentimiento y sus interpretaciones, cabe afirmar, como Bataille de los gnósticos, que “il n’est pas surprenant que le caractère protéique de cette agitation ait donné lieu à des interprétations contradictoires” (OC, I, p. 222).
No reparó en el pecho estrellado del descabezado, mas advirtió el Conde que “una calavera ocupaba el lugar del estómago” (ELH, p. 15), sin embargo, en el acéfalo de Masson la calavera, la “tête de mort”, enmascara el sexo y no el estómago. Si pedimos el concurso de Freud, este trueque es lícito puesto que considera a la libido como algo análogo al hambre (SE, XVII, p. 137). A través de esta licencia imaginamos el estómago genital del descabezado, forma gemelar, al igual que el corazón; lo imaginamos hambriento, libidinoso. Disfrazada, en el estómago o el sexo, esta libido es mortido: “Tuvimos hambre, hambre de la nada. / Jugábamos a fingirnos muertos. / […] / Su laberinto no es el mío” (Mi cerebro es una rosa, p. 31).
De acuerdo con Matthew W. Dickie, las imágenes de demonios descabezados no fueron infrecuentes en la Antigüedad tardía, y no todas representaban la misma fuerza demoníaca (GRBS, 1999; 40[1]: 99–104). El acéfalo, cuyo origen es desconocido, florece como una divinidad en papiros mágicos y amuletos (The Secret Lore of Egypt, p. 58). En el Papiro de Berlín encarna a Apolo–Helios. Según Armand Delatte, en el acéfalo puede reconocerse a Seth–Tifón, pues una doctrina presenta a Tifón como deidad solar. Jean–Pierre Corteggiani, en L’Égypte ancienne et ses dieux [París: Fayard, 2007], manifiesta que ese “cadavre sans tête”, esa “momie sans visage”, es el cuerpo mutilado de Osiris. Karl Preisendanz, por su parte, mantiene que se trata de Osiris–Onnophris, deidad solar. En “Le bas matérialisme et la gnose” Bataille identifica al acéfalo con Bes, divinidad acerca de la que Henry–Charles Puech escribiría ese mismo año un artículo en la misma publicación. Osiris suele tener cabeza de gavilán: Bes significa “gavilán” en egipcio, precisó Delatte. En el periodo grecorromano Bes surge, relacionado con Osiris, como un dios oracular (A Companion to Ancient Egypt, p. 539). Concluye así Delatte: “En définitive, la seule raison de l’identification de l’Acéphale avec Horus, Osiris, Bésa et Typhon, c’est que tous ces dieux ont été considérés comme des dieux du Soleil” (BCH, 1914; 38: 189–249). Es ya un lugar común la similitud entre Osiris y Dionisos, cuyo corazón flamante sujeta el acéfalo.
Antes de poner fin al tercer punto de los presentimientos, desalmado deletrea el Conde una inscripción grecolatina al pie de la lámina (ELH, p. 16):
DEUS AKÉFALOS, QUI IMPERAT OBSCURAM REGIONEM VENTRIS.
En los Cuentos completos (p. 39)aparece una errata:
DEUS AKÉFALOS, QUI IMPEPLAT OBSCURAM REGIONEM VENTRIS.
Impera el dios acéfalo en el oscuro laberinto, en la casa monstruosa (es decir, divina): “Toute l’existence, en ce qui concerne les hommes, se lie en particulier au langage, dont les termes en fixent les modes d’apparition à l’intérieur de chaque personne. Chaque personne ne peut représenter son existence totale, fût–ce à ses propres yeux, que par le moyen des mots. Les mots surgissent dans sa tête chargés de la foule d’existences humaines ou supra–humaines par rapport à laquelle existe son existence privée. […] Il suffit de suivre peu de temps à la trace les parcours répétés des mots pour découvrir, dans une vision déconcertante, la structure labyrinthique de l’être humain” (OC, I, p. 436–437). La estructura laberíntica del ser humano, el quinto Laberinto, pues cuatro enlistó antes el otro Feijoo: el de Egipto, el de Creta, el de Lemnos y el de Italia… Para adentrarse en este tema batailleano (y especialmente en la cuestión del ser en relación [être en rapport]) puede recurrirse a “Le labyrinthe” (1936), texto originalmente contenido en Recherches philosophiques, y que luego fue recogido en la OC, a partir de la página 433.
En la horrible torre, sus hijos, sus sobrinos, chillan como puercos, como puercos de la zahúrda, y no hay allí Circe. Desconoce todavía el Conde si su humor venoso es de cerdo o de hombre; no podemos representar ni concebir aquello que padece, ese suplicio mudo de la boca, pero sabemos que acabará en un canibalismo…
La lectura de “Acéfalo” puede asimismo concluirse en el blog de Alberto Chimal, aunque esta transcripción tiene una peculiaridad, posee una feliz errata. En el segundo presentimiento del Conde, cuando éste descubre al acéfalo vitoreándolo entre el gentío, trocaron “hombre” por “hambre” (error análogo, aunque en sentido inverso, al cometido en el verso final de “Don du poème” a su paso por la pluma de Leopoldo Díaz), obteniendo el siguiente resultado: “Entonces, de repente, cree por un segundo ver entre la multitud a un hambre sin cabeza”. De tal modo que el aprieto del Conde se ramifica en dos o tres cauces paralelos, cuyas trayectorias se intersectan en veces repetidas, enriqueciendo y ornamentando el sentimiento que ya conocemos: o en el desfile se halla a un hombre sin cabeza (aun cuando ya sabemos que no es un hombre, sino la apariencia de uno), que aplaude, o en el desfile se halla a un hambre sin cabeza, que aplaude. Esta pifia tipográfica es, sin querer, muy acertada, ya que más adelante Panero revela que “la psicología del hambre, se desprecia” (ELH, p. 17). Un hambre sin cabeza, un hambre sin psicología: despreciamos esta cabeza, esta psicología, porque este hecho concreto, esta “reducción del cuerpo al estado de boca” (op. cit., p. 16), es naturalmente inenarrable, dada su condición de haberse “desnudado de la palabra, de la palabra insípida” (loc. cit.). Del mismo modo, en Of Man and Beast (2008), Steiner coloca al hambre, junto con el odio, entre las funciones primarias que no requieren del lenguaje. En esta hambre sin cabeza, sin psicología, instintivamente vuelve la figura del estómago genital, libidinoso y hambriento —con “hambre de la nada”—, donde reside el quinto Laberinto. Como leímos en el último fragmento de Bataille, sólo por medio de las palabras puede representarse la existencia total. Por consiguiente, cuando se despoja de la palabra, esta existencia no puede representarse. La existencia del hambre sin cabeza, del descabezado, no puede representarse ni concebirse; cabe ahora expresar que “su laberinto no es el mío”.
En la horrible torre, sus hijos, sus sobrinos, chillan como puercos, como puercos de la zahúrda, y no hay allí Circe. Desconoce todavía el Conde si su humor venoso es de cerdo o de hombre; no podemos representar ni concebir aquello que padece, ese suplicio mudo de la boca, pero sabemos que acabará en un canibalismo: “Y tengo / la boca llena de sangre, / y sangre que sale de las grietas de mi cráneo / y toda mi alma sabe a sangre” (Poesía, 1970–1985, p. 186). El Conde no pudo haber pensado los versos previos, “es como si habitara su cuerpo un alma que ya no es la suya” (ELH, pp. 17) sino la del hambre sin cabeza, la del descabezado, “desnudado de la palabra, de la palabra insípida”: “El hambre no es humana, no se equivoca quien habla accidentalmente de un hambre «sobrehumana»: el hambre es, como decía Hesíodo, una divinidad hija de la noche” (op. cit., pp. 17–18). Aun desnudos y sin palabras, podríamos aspirar a concebir el suplicio del Conde, el Laberinto, el hambre sin cabeza —que es el dios acéfalo—, tal vez mediante la música, como Nietzsche alguna vez propuso.
“¡Oh tú!, poesía, reina del hambre”, azarosa estatua del dios sin cabeza, del acéfalo: un encuentro con el Conde expuso Dante y siguió con sus tercetos, algunos momentos del Conde detalló exegéticamente Panero y siguió publicando poemarios, en estos detalles del Conde permeó Bataille y sus versos. Ocurrió lo anterior, todo lo anterior, mientras yo, del Conde, de Panero, de Bataille, ensalzo nimiedades ecfrástricas, errores tipográficos.®