El auge autoritario y el derecho a la resistencia

El ascenso de Trump y del populismo en el mundo

No importa si se dicen de izquierdas o de derechas, los autoritarismos populistas socavan la democracia y las libertades, en Estados Unidos, El Salvador, México o Rusia. Todo en nombre del pueblo.

La secretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Kristi Noem, en el Centro de Confinamiento de Terroristas en Tecoluca, El Salvador. Captura de pantalla.

Hace ya varios meses tomaba un taxi en la Ciudad de México. Probablemente porque el acento me delata —aunque siempre como de algún lugar que casi nunca es Cuba—, suelo terminar hablando con los taxistas de la ciudad sobre la realidad cubana y luego sobre México, en clave comparativa. No es esencial, pero vale la pena anotar que he encontrado más sensibilidad y receptividad sobre Cuba en esos taxistas desconocidos con los que he pasado, en conjunto, horas conversando, que en muchos académicos de México y Latinoamérica que insisten, ya por suerte sin mucho entusiasmo, en demostrarme que la realidad en la que he crecido no es como se las describo.

La conversación, que comenzó con Cuba, saltó pronto a México, a hablar de la corrupción y el narco y, de ahí, a El Salvador. El taxista estaba fascinado con Nayib Bukele, y me explicaba que la solución para lo que pasaba ahí no podía haber sido otra que la de poner orden con toda la dureza necesaria. Había tenido esa conversación antes; de hecho, fue, durante un semestre académico, una parte importante de conversaciones con estudiantes en las que evaluamos el caso salvadoreño como ejemplo actual de un declive democrático con apoyo mayoritario.

Quizás el rumbo de la conversación hubiera seguido el que tantas veces tomó en esas clases; cómo la necesidad de enfrentar una situación crítica —como la que sin duda es la violencia de bandas delincuenciales— no debía poner en riesgo el funcionamiento de la institucionalidad democrática porque, sin ella, lo que hoy aparece como una solución perfecta puede mañana transformarse en una pesadilla. Cuando los derechos violados no sean los de personas que han cometido delitos, o cuando la violación de derechos permita que personas que no han cometido delitos sean juzgadas como tales, la situación será muy diferente y probablemente para entonces, como suele suceder, no habrá ya mecanismos para resistirse. Debo decir que, incluso en las clases, la idea de que unas cuantas víctimas de violaciones de derechos humanos inocentes de cargos criminales era un precio justo que pagar por un sistema de fuerza que resolviera la violencia de las bandas criminales, resultó ser extremadamente persistente.

Lo que el señor del taxi comentaba iba todavía más allá. Me decía que el sistema de encarcelamiento de las maras en El Salvador era un buen modelo para lidiar con la delincuencia del narco en México y que, en aras de la efectividad, se podría optimizar todavía más. Los presos podían ser ajusticiados —o sea asesinados— y donar sus órganos a los hospitales, donde vidas valiosas podrían entonces ser salvadas. Y, para que no sufrieran, el mecanismo podía ser la inyección letal, “por aquello de los derechos humanos”.

Me decía que el sistema de encarcelamiento de las maras en El Salvador era un buen modelo para lidiar con la delincuencia del narco en México y que, en aras de la efectividad, se podría optimizar todavía más. Los presos podían ser ajusticiados —o sea asesinados— y donar sus órganos a los hospitales.

El 16 de marzo el gobierno de Estados Unidos deportó a un grupo de 238 venezolanos —presuntos integrantes de la banda Tren de Aragua— al Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) en El Salvador. Aunque no hay evidencia de que todos los deportados sean miembros de la banda criminal, la condición en la que fueron deportados tampoco supone la posibilidad de revisión de los casos. En México, el hallazgo de un centro de reclutamiento y desaparición forzada en Teuchitlán, Jalisco, hace reemerger —una vez más— la evidencia de la violencia del narcotráfico y la participación —directa o indirecta, por colusión o por inacción— del Estado mexicano. La apelación al modelo salvadoreño para lidiar con el crimen organizado vuelve —con estos sucesos— a ponerse en el tablero de la discusión pública. Es el propio presidente salvadoreño, Nayib Bukele, quien insinúa que México debería aprender de El Salvador, mientras celebra la extensión de una práctica de encarcelamientos que tiene en el profiling y las violaciones del debido proceso un componente esencial. La contribución que la deriva populista y autoritaria en Estados Unidos, con su característica retórica y política anti migrante —criminalización de la migración que permite la puesta en práctica de medidas que exceden el sentido regulatorio y van destinadas a la migración ilegal y legal en igual medida— será probablemente definitoria en el establecimiento de un nuevo “sentido común” en el que la caracterización de un grupo humano como indeseable justifique la falta de un tratamiento diferenciado para los casos concretos y haga posible todo tipo de atropellos.

Volviendo a la propuesta de la manera más “productiva” de tratar con la población penal, ella indica también el tremendo éxito que un modelo como el de Bukele —un líder carismático en control del Estado que, deterioro de la institucionalidad democrática mediante, ofrece la respuesta a un problema grave—. Frente a esa respuesta, cosas como el establecimiento de un estado de excepción en marzo de 2022 prorrogado hasta el presente, violaciones del debido proceso, o concentración de poder en manos de la rama ejecutiva del gobierno —léase directamente el presidente— que han conducido a violaciones constitucionales como la que sustenta la reelección de Bukele en febrero de 2024, pasan a ser vistos como medidas que son justificadas por la gravedad del caso, o dificultades irrelevantes frente al tremendo logro que representa el nuevo El Salvador sin delincuencia organizada.

La institucionalidad democrática ha fallado de mil maneras; en el caso de un país como El Salvador probablemente la discusión no haya sido en los años recientes siquiera sobre la democracia misma, sino sobre gobiernos que, de un signo ideológico o su contrario, han fallado en resolver el problema de una violencia.

Que eso que constituye el esqueleto de la estructura democrática —derechos, y limitación temporal y división de poderes— sea visto como descartable habla, entre otras cosas, de la crisis de legitimidad y credibilidad de la democracia. Sería difícilmente descartable que esa pérdida de legitimidad pueda ser leída como completamente errónea o equivocada. La institucionalidad democrática ha fallado de mil maneras; en el caso de un país como El Salvador probablemente la discusión no haya sido en los años recientes siquiera sobre la democracia misma, sino sobre gobiernos que, de un signo ideológico o su contrario, han fallado en resolver el problema de una violencia que, más que nada, afectaba directamente las vidas de una población extenuada tras décadas de inestabilidad política, crisis económica inseguridad ciudadana.

En esto El Salvador no es distinto de muchos otros casos en los que la democracia es concebida a veces como algo demasiado abstracto que no tiene que ver con los problemas cotidianos que demandan solución urgente y, otras, como la causa misma de esos problemas, pues el discurso sobre la democracia ha escondido todo tipo de males: control del Estado por parte de intereses financieros o burocratización extrema de la administración estatal, por citar dos de los más recurrentes.

No ha ayudado tampoco que regímenes como el cubano —y sus afines Venezuela y Nicaragua— hayan contribuido a vaciar de sentido la idea de la democracia, haciendo pasar imposiciones claramente autocráticas como democracias “verdaderas”, “populares”, “alternativas” a la democracia liberal, que estarían por tanto libres de los males de los que se quejan las personas comunes en países democráticos. Venezuela puede así cometer un fraude electoral gigantesco sin tener siquiera la capacidad de mostrar las actas de la votación y defender que tal cosa es en realidad un ejercicio democrático de un pueblo en revolución. O Cuba puede estar gobernada por un partido único que controla la totalidad del Estado durante casi siete décadas y presentarse a sí misma como “democracia participativa” o cualquier otra cosa semejante.

Si se piensa en casos tan diferentes como El Salvador o Venezuela los caminos por los que se llega a la deslegitimación de la democracia son muy diferentes; el primero parece más un caso de apelación a una situación concreta que requería solución urgente para, en la propuesta de su solución, presentar como necesarios la creación de condiciones para la concentración del poder, y ése es un proceso siempre contrario a la lógica de división y limitación del poder, esencial en cualquier forma de democracia. En el de Venezuela, la concentración de poder apeló más a la idea de que democracia significa realmente el poder de la mayoría, y ese pueblo que mayoritariamente apoya un proyecto de cambio requiere de la eliminación de todos los obstáculos que puedan oponérsele. Como los casos de los tres autoritarismos más antiguos de la región han demostrado, comenzando con Cuba en fecha tan temprana como la década de los sesenta, el poder del pueblo, sin mecanismos efectivos para que el pueblo que es objeto de la retórica oficial pueda organizarse, resistirse al establecimiento de una forma de opresión autoritaria, no significa más que el poder de una cúpula parásita que, en nombre del pueblo, se apropia del gobierno y el Estado.

En el de Venezuela, la concentración de poder apeló más a la idea de que democracia significa realmente el poder de la mayoría, y ese pueblo que mayoritariamente apoya un proyecto de cambio requiere de la eliminación de todos los obstáculos que puedan oponérsele.

El caso actual de Estados Unidos parece seguir un camino de declive democrático más a través de la segunda vía —aunque la primera tiene también mucho de esto—, claramente populista, en la que un líder que ha capturado e instrumentalizado las inconformidades de una parte de la población con el statu quo, propone una alternativa que requiere obligatoriamente del desmontaje de todo aquello que impida la acción del líder revolucionario, tal y como lo perciben sus seguidores. Esa “necesidad” es reivindicada una y otra vez frente a medidas que exceden los límites del poder ejecutivo, requieren aprobación del Congreso, son inconstitucionales o satisfacen un impulso personalista. El atractivo, y a la vez la razón por la cual el populismo deriva con tanta frecuencia en una forma de autoritarismo, es que el populista en el poder tiene el apoyo mayoritario de quienes tienen suficiente molestia con el mal derrotado —la casta, la clase parásita, la oligarquía, la burguesía, etc., dependiendo del caso específico—, y suficiente sentido de urgencia como para apoyar el desmontaje de la estructura que les permitiría impedir que ese mismo jefe al mando concentre en sí un poder desmedido y transforme un país entero a la medida de su capricho y el de sus aliados y beneficiarios más próximos. El resultado de estos procesos suele ser una especie de más o menos largo recorrido para terminar en un punto no muy diferente del inicial y con frecuencia peor: la superación de la burguesía por el proletariado termina instaurando una nueva burguesía; la indignación con la oligarquía desentendida de los problemas de las personas comunes termina instaurando una nueva oligarquía, y la violencia del Estado contra la delincuencia organizada termina redireccionando el monopolio de la violencia hacia el Estado mismo.

Frente a esto, la posición del taxista de Ciudad de México que comparte el entusiasmo con el modelo Bukele y su visión tecnocrática y productivista del manejo carcelario no es la única posible. Otras dos, que nacen de otras configuraciones, conducen igualmente a legitimar o desconocer el peligro implicado en el desmontaje democrático, o a justificarlo directamente. Uno de ellos es el de la postura cínica del crítico de la democracia que alaba a regímenes autocráticos de izquierda y termina por tanto asumiendo que la democracia liberal o representativa es siempre, inevitablemente, algo de la burguesía, la derecha y la oligarquía y, fundamentalmente, que la alternativa a ella sería una forma de autocracia presentada, en los dichos pero no en los hechos, como una forma “otra” de democracia. Es una posición que puede entender perfectamente por qué el autoritarismo de derecha, con toda la retórica antimigrante, antiminorías, marcada por sus propias visiones identitarias generalmente asociadas a proyectos de supremacía blanca, es un peligro, pero le parece bien la existencia de modelos “alternativos” como el cubano. Finalmente, la retórica de la justicia social y el antiimperialismo justificaría todos los atropellos cometidos en su nombre.

Curtis Yarvin, líder del movimiento neorreaccionario en Estados Unidos, propone que la democracia estadounidense —a la que llama “experimento fallido”— debe ser reemplazada por una monarquía, con un gobernante similar al CEO de una corporación.

Por supuesto, ésta es una posición a la que no le interesa en realidad la democracia, en particular aquella parte de la democracia que consiste en reconocer, a través de los derechos civiles de reunión, expresión y manifestación, el derecho a la resistencia y la rebelión ante la opresión. Suele tener a la mano siempre el argumento de que sin derechos sociales básicos —a la educación y la salud, por ejemplo— no es posible construir una democracia, pero no trae a colación ese argumento para pensar en la necesidad de todos los derechos, sino en que la existencia de unos justifique la inexistencia de los otros. Quienes hacen esto coquetean, a menudo en tono de sarcasmo, con la idea de un poder central que determine todo y ante el que la sociedad permanezca pasiva, porque eso de que el poder esté distribuido es, finalmente, demasiado complicado e impide la construcción de la hegemonía.

En los años recientes, otra posición más radical respecto a la democracia ni siquiera coquetea con la ilusión de un poder único que venga a librarnos de los males democráticos, o llama democracia a una supuesta alternativa democrática. Más bien lo propone como programa político. Curtis Yarvin, líder del movimiento neorreaccionario en Estados Unidos, propone que la democracia estadounidense —a la que llama “experimento fallido”— debe ser reemplazada por una monarquía, con un gobernante similar al CEO de una corporación.[1] Otras propuestas, apostando más a la idea libertaria de reducción del Estado, siguen la línea de una reinvención de la sociedad guiada por los tecnócratas, sobre la base de que libertad y democracia no son compatibles.[2] En relación con el gran número de personas que dependen efectivamente del Estado, Curtis propone que

Estas personas necesitan ser reprocesadas para determinar si pueden volverse miembros productivos de una sociedad productiva, y durante ese periodo, no veo razón para dejarlos donde están. Por tanto, podemos esperar que se establezcan centros de reubicación seguros, en los que las subpoblaciones artificialmente descivilizadas del siglo XX reciban servicios sociales en un entorno controlado mientras son reintroducidos en la sociedad civilizada.[3]

La propuesta contiene campos de concentración poblacional (“centros de reubicación”), deshumanización de grupos poblacionales (“subpoblaciones incivilizadas”) y evaluación sobre la “aptitud” para incorporarse a la “sociedad civilizada”, lo que sea que eso último signifique. Imaginarse los detalles de un plan de reconcentración poblacional para una evaluación de su capacidad de incorporarse a la “sociedad civilizada” suena, y no por gusto, a un modo de fascismo, en el cual los excluidos sociales son aquellos que no tienen suficientes recursos para sostenerse por sí mismos.

La relación entre el manejo de poblaciones consideradas menos que humanas —subpoblaciones de hecho— y la concentración de poder implicada en el autoritarismo es de complementariedad, aunque ello no sea siempre tan explícito. El autoritarismo, en particular su dimensión populista, suele poner más énfasis en la capacidad de un líder y sus asociados directos de representar la “voluntad popular” y por tanto en la legitimidad que esta representación le otorga para tomar medidas arbitrarias que sacuden la estructura democrática, que en el manejo de sus poblaciones “excedentes”, pero esta es una parte inevitable del asunto, puesto que el populismo apela a la construcción de una diferencia esencial entre un “nosotros” y un “ellos” —culpables de la situación de crisis que abona y da sentido a la propuesta populista.

Este desprecio por la democracia que va mucho más allá del desdén y el sarcasmo, para proponer como plataforma política una forma de autoritarismo, puede servir para explicar la afinidad que el gobierno actual de los Estados Unidos tiene por Rusia, al punto de contribuir directamente con sus planes de guerra expansionista hacia Ucrania.

Hay una resonancia inquietante entre la propuesta de Yarvin, el comentario del taxista en Ciudad de México y la forma en que el modelo carcelario de Bukele y la política antimigrante de Estados Unidos se alían para producir movimientos de grupos considerados, en el mejor de los casos, apéndices parásitos de la sociedad y, en el peor, culpables de sus males, y a los que no se les otorga, por tanto, el beneficio de ser tratados con apego al derecho.

Este desprecio por la democracia que va mucho más allá del desdén y el sarcasmo, para proponer como plataforma política una forma de autoritarismo, puede servir para explicar la afinidad que el gobierno actual de los Estados Unidos tiene por Rusia, al punto de contribuir directamente con sus planes de guerra expansionista hacia Ucrania. Los ideólogos como Yarvin comparten con intelectuales rusos como Alexander Dugin, orgánico al proyecto político de Putin, una crítica a la democracia liberal que nada tiene que ver con su capacidad de encubrir el poder económico real o la manera en que puede subordinar los derechos sociales a los civiles. Es más bien que les parece demasiado libre; llena de divergentes sexuales y caldo de cultivo para el debilitamiento de valores tradicionales que un país fuerte, nacionalista, no debería permitir.

Del lado del espectro que agruparía a lo que puede denominarse como autoritarismos de izquierda, la idea del control social transita por otros derroteros; en muchas ocasiones por uno que parecería ser lo contrario de la construcción de subpoblaciones: el Estado se ve como un redistribuidor de bienes que tiene en la equidad social uno de sus principales motores. Regímenes que se identifican a sí mismos como de izquierda suelen poner énfasis en el establecimiento de programas sociales que intentan cerrar en alguna medida las brechas de la desigualdad económica y social. Pretender que esta intención es de por sí dañina sería obviar la problemática de la desigualdad social y asumir que los derechos básicos, como el acceso a la educación y la salud, son simplemente descartables. No lo son. Sin embargo, el autoritarismo que se pregona sobre la igualdad social corre el riesgo de convertir una estrategia de disminución de la desigualdad en una forma de control social. En ella no hay tanto subpoblaciones descartables —aunque inevitablemente las desigualdades históricas imprimen su huella sobre unos grupos sociales más que sobre otros—, sino una gran población vista como masa y tratada como tal. En ausencia de derechos civiles y estructuras de limitación, traspaso y contestación del poder, tal masa termina siendo caldo de cultivo para el totalitarismo, en el cual los descartables son fundamentalmente los opositores, e incluso aquellos que pretenden mantenerse al margen del proyecto de dominación ideológica. El caso de Cuba es emblemático en ese sentido, tal y como ha propuesto Claudia Hilb en su clásico Silencio Cuba.

Una vez legitimada, no importa qué signo lleve: lo mismo en nombre de la justicia social que de la civilización, que de cualquier otra cosa, la opresión legitimada conduce a la imposición de poderes tiránicos y dictatoriales.

Sería equivocado en este punto —lo ha sido siempre pero es hoy aún más urgente— defender que la búsqueda de una disminución de la desigualdad o el deseo de justicia social justifiquen la instauración de un régimen de opresión. Tal suposición, que suele invocarse en ocasiones como inevitable, tal y como sus contrarios ideológicos invocan la desigualdad como inevitable, contribuye únicamente a la legitimación de la opresión. Una vez legitimada, no importa qué signo lleve: lo mismo en nombre de la justicia social que de la civilización, que de cualquier otra cosa, la opresión legitimada conduce a la imposición de poderes tiránicos y dictatoriales.

Con la victoria electoral de Donald Trump en los Estados Unidos hemos arribado a un momento en el cual el autoritarismo parece ser el régimen político predominante y legitimado en gran parte del mundo. Con el auge de los autoritarismos emergen una serie de lógicas y dinámicas que, entre sus consecuencias más inmediatas, tiene la subordinación de los derechos humanos a los programas políticos autoritarios y a sus mecanismos de control social y poblacional.

En un panorama así, que vuelve aún más inoperantes las divisiones entre izquierda y derecha y da paso a líneas de conflicto más apegadas a ejes como nacionalismo vs. globalización —o globalismo, como le llaman sus detractores—, o valores tradicionales vs. diversidad identitaria, una definición mínima, o minimalista, de la democracia, puede servirnos para intentar salvaguardar la oportunidad de oponernos a las pretensiones de poder absoluto que emergen por todas parte, diferenciándose en agenda pero articuladas por una similar ansia de control.

La democracia es, en un sentido muy básico, la construcción de obstáculos al poder absoluto, en combinación con la capacidad de generar un poder desde otro lugar, el de la gente común luchando por sus propias condiciones de vida. Ello se logra, en las sociedades contemporáneas, poniendo límite al tiempo que una persona, o un partido, o un movimiento, ocupan la posición máxima en un gobierno; estableciendo contrapoderes —en la forma hoy de poder legislativo, ejecutivo y judicial— y garantizando el ejercicio de los derechos civiles a la expresión, la reunión y la manifestación. Quienes hemos vivido en dictadura sabemos que esos derechos son siempre practicados de forma imperfecta, pero hace toda la diferencia poder decir en voz alta lo que se piensa, organizarse para resistirse a lo que nos oprime y ocupar la calle cuando es necesario. Esto no significa que tener limitación temporal y división de poderes más derechos civiles sea suficiente y mucho menos que sea el horizonte final de las luchas humanas —siguen siendo demandas básicas tener las condiciones para vivir de manera digna (acceso a educación, salud, trabajo remunerado)—. Significa más bien que ésas son las condiciones imprescindibles e irrenunciables para que cualquier proyecto político sea más de los ciudadanos y las comunidades, en su interminable multiplicidad y diversidad, que de quienes pretenden imponernos su propia y a menudo caprichosa visión del mundo. ®


[1] George Hawley, 2017. Making Sense of the Alt–Right. Nueva York: Columbia University Press.
[2] Peter Thiel, “The Education of a Libertarian”.
[3] Curtis Yarvin, “A Simple Sovereign Bankruptcy Procedure”, citado en Jonathan Taplin, The End of Reality. How Four Billionaires are Selling a Fantasy Future of the Metaverse, Mars, and Crypto.

Compartir:

Publicado en: Política y sociedad

Apóyanos:

Aquí puedes Replicar

¿Quieres contribuir a la discusión o a la reflexión? Publicaremos tu comentario si éste no es ofensivo o irrelevante. Replicante cree en la libertad y está contra la censura, pero no tiene la obligación de publicar expresiones de los lectores que resulten contrarias a la inteligencia y la sensibilidad. Si estás de acuerdo con esto, adelante.