Alguien ha tirado en el camino un retrato percudido, y sólo las andanzas comunes y mundanas, junto al porvenir que es, hoy, atroz y vacuo semblante, lo harán reaparecer, como el barco que ha vuelto, deshecho, del olvido.
Pero quien antes soltó con descaro, aunque evidentemente desinformado, viene de lejos, con bastón, a concluir lo que en su día era un mañana pendiente, pero a la vista. Ha nacido el pasado. Concluir parece ser la reincidencia en una respuesta bien conocida de origen, el pulimento perezoso, pero indispensable, de los metales que ya dieron todo de sí: esa promoción, cabizbaja o redimida, de los aprendizajes. Aunque las conclusiones satisfacen al hijo hambriento y al amigo desorientado, el que sujeta el bastón, si lo hace bajo el influjo del vértigo, ese viento que obliga a mirar hacia adelante donde sólo hay abismos traslúcidos, sabe de finiquitos, pero también de oportunidades. De este modo es como se advierte la hospitalidad del pasado, que no es sólo confiable, como un golpe que siempre se recibe en el lugar esperado, o privativa de quien, ante el mundo e impotente, solamente es voz del desierto. La hospitalidad del pasado también confirma la calidez dramática de lo trunco, de las interrupciones. Y es en ese último movimiento telúrico de lo inacabado y lo por acabarse que lo que ya ha dado todo de sí (como el reloj que agotó todas sus horas, pero su máquina es la reminiscencia de las mejores de ellas) se abre en dos caminos, por cuya elección se conoce a los hombres: haber llegado a un fondo tan remoto que ni el olvido es suficiente, como insuficiente es la tierra para un muerto ardiente, o haberse disminuido hasta demostrar, con el hecho patético de la necedad, el tedioso impulso por resucitar un hueco. Al olvido se lo conoce por sus ecos, eso lo saben los que empiezan a dormir, los que pasan sus horas muertas y el aburrimiento de las salas de espera. Aquella vibración reverberante se parece a una realidad omitida, aplazada, pero nunca fantástica. Es en esa intimidad que no llega al monólogo que quien porta el bastón tentonea su presente. El presente profundo, asediado por místicos y curanderos mentales, está habitado. Mas lo habitado debe ser forzosamente habitable, de otra manera la rara hospitalidad adquiere la apariencia de un cuello con comezón, y en tal caso el escándalo de los optimistas contaminará sin cesar la serenidad purgativa. Pero si lo habitado se enlaza con lo habitable, y el disperso polvo es removido, el del bastón, que ya ha tomado ritmo, se forzará sin reparos al oportunismo, ahí donde el recuerdo ha muerto, pero su gente no. Es entonces que, sin la fuerza de la costumbre que es decir éramos otros o somos los mismos, el encuentro casual, imprevisto, eleva la nostalgia a su punto más trivial, hasta devorarla. De esta manera es como el recuerdo es más bien una jaula abierta. Concluir no es, pues, en materia de bastones, una labor pedagógica lapidaria, sino un remate en tiempo real, que ya sólo tiene tiempo para el futuro. Volver y descubrir, siempre. Por ejemplo, me amaste, me amas. ®