A los dieciséis años José Agustín se fue, en compañía de la hija de un guerrillero salvadoreño, a alfabetizar campesinos en la Cuba revolucionaria. Ahí supo que algo no marchaba bien.
I
¿Irse por Amor, con mayúsculas, a alfabetizar campesinos en la Cuba revolucionaria? No, no fue así. José Agustín y Margarita Dalton, apenas conociéndose, decidieron casarse por lo civil porque eran menores de edad, no tendrían el permiso de los padres y sólo matrimoniados podían viajar e ingresar a la isla. La historia de ella es simultáneamente interesante y triste: católica irredenta, ya verán por qué, se había adherido al comunismo. Ella le propuso a J.A. —no era su primer candidato— contraer matrimonio para participar de la novísima revolución castrista de 1959.
Los jóvenes sesenteros del siglo pasado se entusiasmaban con toda posibilidad de cambio social. Un primo de mi padre, por ejemplo, partió, décadas después, a hacer la revolución a Nicaragua e hizo allá su vida. Lo hizo también Samuel Noyola, poeta que me caía muy bien y cuyo paradero se desconoce.
En el caso de Margarita D. y J.A. aún no ocurría la matanza del 68, pero el partido en el poder, el régimen que tocó a tantos como a otros toca ahora un régimen reloaded y obsoleto, los tenía desesperanzados. Querían hacer algo por el mundo y J.A. aceptó gustoso la propuesta de Margarita, hermana del poeta salvadoreño Roque Dalton, cuyo nombre sonaba entre mis amistades, ignoro por qué. Al grado que le volé a mi padre periodista, q.e.p.d., un libro sobre el comunismo y otro, opuesto, sobre la Teología de la Liberación, del filósofo jesuita Pierre Teilhard de Chardin, y desde mi timidez eterna pasé los recreos del tercero de secundaria leyéndolos. Por supuesto, en el Instituto Buckingham donde estaba becada por la SEP —escuela popoff, como cantaba Dámaso Pérez Prado en su mambo «La niña popoff«—, observé minuciosamente a los chicos nice, así se decía, desde mi condición clasemediera. Los compañeritos veían con cierta extrañeza empática a la muchachita flaquérrima y lectora que no salía mucho del salón. Qué risa.
No cuento ni spoileo más. Prefiero preguntar: ¿El Diario de un brigadista es una crónica, o una crónica–diario, por decirlo a la manera de José Agustín, en este mundo actual de los géneros y sus fronteras porosas, líquidas, como ha escrito Bauman? Para el autor nació como un diario, desde luego, lo dice todo el tiempo. En ese entonces imagino que pocos hablaban de la crónica, aunque ya estaba por ahí Monsiváis. Pero a estas alturas de mi existencia he leído este libro como una crónica formidable. Dos años después nuestro autor escribió la magnífica novela que me cambió la vida, no exagero, en la secundaria: La tumba, publicada en 1964.
La tumba la tenían mis padres, como tantos libros en casa que leí sin su permiso: La Divina Comedia, de Dante; Nené y Niní, de Pirandello, confiscado por mi madre a unas páginas del final “porque es para adultos”; la biografía de María Estuardo, de Zweig, etc.
Cómo desearía leerla de nuevo con esa agudeza y frescura de mis quince años. La tumba la tenían mis padres, como tantos libros en casa que leí sin su permiso: La Divina Comedia, de Dante; Nené y Niní, de Pirandello, confiscado por mi madre a unas páginas del final “porque es para adultos”; la biografía de María Estuardo, de Zweig, etc. El primero era un volumen encuadernado en piel verde por mi abuelo culichi–revolucionario–autodidacta que fue asesinado en 1941 por ser una persona decente (permitáseme imitar las palabras juguetonas, largas y bien compuestas del autor, un lector muy superior a los que traté de cerca durante la adolescencia).
Wow: qué dominio del lenguaje, cuánto dolor sentimental, capacidad expresiva y, al mismo tiempo, qué gracia y sensibilidad. Juan Rulfo escribió por entonces:
Irónica, desencantada y una de las obras esenciales de la literatura mexicana del siglo XX, publicada en 1964 y considerada la primera novela de la literatura de la Onda en Latinoamérica, La tumba relata la vida de un adolescente extraviado. Novela de iniciación que inauguró una nueva etapa de la literatura mexicana, en la cual los jóvenes, su lenguaje y su furia tienen un peso central y decisivo, llena de humor.
Uno de los contemporáneos de J. A., Gustavo Sainz, expresó cierta sensibilidad de sus tiempos ante la novela: “Un escupitajo a las buenas conciencias que inventaron rebeldes sin causa. El libro lúcido y emocionante de una generación”.
Pero, volviendo a nuestro tema, además de la Cuba de Fidel Castro, recién creada en 1959 como país revolucionario, como ya se dijo, este diario–crónica de 1961, el segundo libro de José Agustín, muestra algunas estampas del México cambiante de los años sesenta del siglo pasado. Por ejemplo, al mexicano de clase media rockero y lector, nuestro autor, de entonces dieciséis años, llegado al oriente cubano para alfabetizar campesinos de todas las edades y donde cantó con los alfabetizadores el “Himno de las Brigadas Conrado Benítez”: “Somos las Brigadas Conrado Benítez/ Somos la vanguardia de la Revolución/ Con el libro en alto cumplimos una meta/ Llevar a toda Cuba la alfabetización/ Luchando por la patria luchando por la paz /¡Abajo imperialismo! ¡Arriba libertad!/ Llevamos en los libros la luz de la verdad/ ¡Cuba! ¡Cuba!/ ¡Estudio trabajo fusil!/ ¡Lápiz cartilla manual!/ ¡Alfabetizar alfabetizar!/¡Venceremos!”
Por cierto, el mismo José Agustín, como estupendo prestidigitador de la palabra, describe así a un adolescente que conoció: “Una rara mezcla de niño–bien–rebelde–sincausa-tipo–agradable–granrevolucionario de nombre Salvador Sepalabola”. J. A. —según comenta en magnífica entrevista con el escritor Enrique Serna, al final de un volumen anterior, editado en 2010 por Penguin Random Mondadori— hizo una buena repasada de estilo en los ochenta del siglo XX a su Diario…, concebido veinte años antes. Ya era un escritor prolífico, muy reconocido por sus novelas, libros de cuentos, de periodismo histórico en clave presente, e incluso una autobiografía y una precoz obra de teatro, escrita y dirigida por él mismo cuando cursaba el segundo de secundaria.
Recuerdo haber leído un Diccionario de J. A. sobre las múltiples versiones de la palabra mariguana (mantequilla, mota, etc.,) publicado por Vicente Leñero en la revista Claudia, que dirigió el propio Leñero a fines de los setenta: una delicia. Mi madre, redactora en la revista, ignoraba lo que su hijita de nueve años estaba disfrutando en los ejemplares de esta publicación femenina.
Fue representante, continúa siéndolo, con Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña y otros a los que Margo Glantz bautizó como creadores de la Literatura de la Onda en el contexto de un México libertario en modo visiblemente distinto del estilo cubano: rock, amor libre, lecturas novedosas, frescura ante el vivir pese a la intención represora de los padres–clasemedieros–mexicanos de entonces. Recuerdo haber leído un Diccionario de J. A. sobre las múltiples versiones de la palabra mariguana (mantequilla, mota, etc.) publicado por Vicente Leñero en la revista Claudia, que dirigió el propio Leñero a fines de los setenta: una delicia. Mi madre, redactora en la revista, ignoraba lo que su hijita de nueve años estaba disfrutando en los ejemplares de esta publicación femenina, donde también publicaron Ignacio Solares y otros, que llevaba cada mes a casa, sin contar la sección “Zona Rosa” en donde la actriz Irma Lozano fue calificada como IN porque tuvo hijos sin casarse, por ejemplo. Relataba mi madre anécdotas magníficas. Por ejemplo, que Leñero se ponía un sombrero para escribir, encerrado en su despachito–cajoncito de cristal en las instalaciones de Novedades, y cuando se desesperaba, al no encontrar el vocablo o la idea adecuados, le daba jalones al sombrero.
II
Dos elementos fundamentales atraviesan el Diario de José Agustín: la luz y la comida como carencias básicas. El alfabetizador adolescente siempre está hambriento y a la caza de la luz de un farol, llevado por otros brigadistas, para poder leer y escribir su diario por las noches, ya instalado en un cuarto precario, a base de ramas y telas raídas, que le fabricaron al llegar. Impacta mucho esta realidad. Luz y comida es justo lo que falta en la Cuba actual llena de refunfuños contra los apagones por la falta de electricidad.
Recuerdo mi primer viaje a La Habana, en 1988, y no puedo sacar de la memoria las voces melancólicas y dulces de los adolescentes caribeños que pedían que me los trajera a México en la maleta. Yo era una late veinteañera, por decirlo así, en la que confiaron y con la que lloraron ante una vida sin asomo de esperanza. También acuden a mí los regalos que algunos amigos cubanos de los años noventa, residentes en México, llevaban a la isla cuando iban de vacaciones: latas y latas de sardinas, huitlacoche, elotitos, leche, etc. A muchos de los que formábamos parte de aquel grupo amistoso nos asombraba la escasez en la isla. Cada vez creíamos menos en que persistiera el castigo yanqui por haber osado convertirse en un país revolucionario.
Muchos años después, en julio de 2021, algunos mexicanos treintañeros —entre sobrinos y demás— se ofendieron en Facebook porque conté esto que recién escribí. Dejaron de relacionarse conmigo vía redes sociales porque ellos sí creen, o creían ese 11 de julio de protestas, en el llamado socialismo cubano.
La segunda vez que fui a La Habana conversé con varios periodistas. Era increíble lo mal que se sentían en su país: el aspecto ralo y deplorable de las tienditas, bodegas, como se les llama allá, donde si acaso se podía adquirir un yogurt, las peticiones de los adolescentitos para que los turistas llegados en grupo —no se viajaba de otro modo para allá— les compráramos jeans y tenis en las boutiques de los hoteles lujosos a los que tenían prohibido entrar. La melancolía se enseñoreaba, aunque estuvieras bailando en el Tropicana, y al mismo tiempo cada charla con un universitario —entrevisté a muchos— era un gozo porque realmente estaban muy bien preparados. Muchos años después, en julio de 2021, algunos mexicanos treintañeros —entre sobrinos y demás— se ofendieron en Facebook porque conté esto que recién escribí. Dejaron de relacionarse conmigo vía redes sociales porque ellos sí creen, o creían ese 11 de julio de protestas, en el llamado socialismo cubano. Lo cierto es que, a principios de los noventa, muchos jóvenes isleños estaban planeando abandonar la patria–o–muerte (desde aquella protesta es patria–o–vida), como escribía a menudo José Agustín desde ese su ánimo dicharachero ante la palabra. ¿Quién puede olvidar a los marielitos de los ochenta, a los caribeños de Miami, a Celia Cruz, la gran “gusana”, y su voz potente pese a la avanzada edad, que le permitía ser la reina de las noches mexicanas del Salón Los Ángeles cada vez que venía a México?
José Agustín era un chico de dieciséis, se ha repetido aquí mil veces. Sin embargo, pese a su entusiasmo por esa nueva vida de alfabetizador que iba a poner su grano de arena en un país en pleno cambio, advierte fallas graves y en algún momento, durante la entrevista ya mencionada con Enrique Serna, platica su experiencia de vida, plagada de apasionadas discusiones con los compañeros de la Brigada Conrado Benítez, sobre los puntos de desacuerdo con ese adolescente mexicano que fue, admirado por todos y a quien muchos querían escuchar cantar rancheras a la Pedro Infante. La respuesta de José Agustín sobre lo que le molestaba de Cuba sorprende y es esencial:
Primero, la dictadura del proletariado, una idea que yo no aceptaba por ningún motivo. La libertad de creación, la libertad en general, la libertad de tránsito, todas esas cosas eran irrenunciables para mí. Teníamos discusiones sensacionales, hasta que poco a poco creo que los fui convenciendo yo.
Como artista adolescente parecía no tolerar la ausencia de libertad, una palabra que todo el tiempo recorre el Diario…
En otro momento, el jovencísimo exponente de la futura Literatura de la Onda —escribió su gran novela La tumba dos años después— se ve a sí mismo cuando asume la crítica constante que recibe en la isla: “Al desayunar pensé, soy un pequeñoburgués irreversible cuando casi me avine a entrarle a unos huevos con jamón”. Un pecado comer huevos con jamón en Cuba.
José Agustín no pensaba publicar sus vivencias como brigadista. Escribía cada noche un diario para sí mismo. Por cierto, un concepto llamativo, por el sonido de la palabra, sobre todo, es el equivalente de nuestro “burgués”, por decirlo así: “Una vez en una fiesta me puse a bailar y dijeron: ese mexicano es un bitonguito, el nombre que le daban allá a los niños ricos y fresas”. En otro momento, el jovencísimo exponente de la futura Literatura de la Onda —escribió su gran novela La tumba dos años después— se ve a sí mismo cuando asume la crítica constante que recibe en la isla: “Al desayunar pensé, soy un pequeñoburgués irreversible cuando casi me avine a entrarle a unos huevos con jamón”. Un pecado comer huevos con jamón en Cuba. Uf.
Esto revela muy bien el clima de la época permeado por esa especie de vigilancia eterna sobre el proletariado obligado a ejercer una moral austera (a diferencia de los grandes políticos de vidas lujosas). País de delatores se le llamaba a Cuba cuando yo viajaba para allá y, a pesar de mis verdades escritas, pues era otra época, me mandaron desde la embajada de Cuba en México una carta de felicitación por una crónica sobre la Bienal de La Habana publicada en el unomásuno. Hubo algo que me remitió al tercer viaje a Cuba, con una amiga de mi edad. Cierta tarde bochornosa dos muchachos guapetones, de caminar altivo —vaya que hay gente bella por esos rumbos— nos siguieron por una calle larga para ligarnos. No hicimos gran caso y terminamos escuchando a lo largo de una cuadra completa un epíteto iracundo: “¡Burguesas!” Era horrible escucharlo. No había oído algo semejante en la Ciudad de México. Acá te decían cualquier cosa —fea, tarada, engreída, tú te lo pierdes, te llevo al hotel, etc.— pero nada más.
Epílogo
Dos observaciones finales. ¿Por qué me cambió la vida La tumba a los quince años (no exagero)? ¿Cómo fue que Octavio Paz le respondió a José Agustín cuando lo entrevisté hacia 1986, para el unomásuno, ante sus afirmaciones sobre el ninguneo tan mexicano?
1. La tumba cambió mi existencia porque me llenó de Libertad, con mayúsculas. Había estudiado la primaria en colegios de monjas españolas, siempre becada debido a los sueldos no óptimos de mis padres periodistas, dedicados a alimentar a seis hijitos, y luego la secundaria y la preparatoria en colegios de niños popoff, también becada, en uno de los cuales la costumbre era irse en bola a fumar mota a la barranca. A los doce años yo tenía cara de mariguana (mis ojitos miopes), como me decían los condiscípulos, y creo que por eso nunca me eché un churro con ellos.
2. Esa entrevista maravillosa con J.A. en su casa de Cuautla, a donde llegué en autobús, fue mi must de la época. El admirado escritor de mi adolescencia semi–popoff dijo, cito de memoria, que el ninguneo era una terrible costumbre mexicana, que se ignoraba al escritor talentoso si no coincidía con las aparentes y no aparentes luminarias de la época. Una respuesta inesperada llegó, al día siguiente, en la primera plana del unomásuno, pues Octavio Paz envió una carta muy gentil al maese José Agustín, como lo llamó, y le dijo que lo del ninguneo no era tan severo en México, que se valoraba a muchos escritores, etcétera.
¿Qué más decir? Hasta ahora no olvido estos hechos. Qué maravilloso que el dieciseisañero José Agustín haya causado efectos tan radiantes en personitas tímidas como yo. Gracias siempre, querido José Agustín. Voilà! ®
Este texto es el prólogo a la reciente edición de Diario de brigadista, de José Agustín. México: Debolsillo, 2022.