El brujo como una admonición de la bruja

Amárrate a una escoba y alcanza el cielo, de Pablo Antúnez

En las generaciones actuales de poetas nacionales es más fácil ver un epígrafe de Rilke o Ginsberg que alguno de los callejeros mexicanos. El malditismo mexicano para los poetas es todavía un espacio que no ha sido registrado o tomado en serio como referente; no para su estudio, sino llanamente para su lectura.

I wish you could swim / Like the dolphins / can swim
though nothing, nothing will keep us together.
—David Bowie

Querido ángel estas aquí, en el rugir de las guitarras
mirando azul nuestros lamentos, perros de felicidad
querido cielo no quiero morir, lárgate lejos de mi canción
querido cielo vete de aquí, no quiero verte

ni en mis sueños, deja mis sueños.
—Javier Corcovado

Antúnez portadaLa música es un estado de perfección entre lo melódico y lo rítmico que se desarrolla cuánticamente —quiero plantearlo de ese modo— en lo que se conoce como una sinfonía (apúntese también poema sinfónico), y que en sus varias dimensiones discursivas, o de transcursos múltiples genera una obra completa a partir de las particularidades perceptivas que se manifiestan por un cuerpo específico, asúmase así el instrumento que representa su propia partitura. Ravel por eso puede orquestar a Mussorgsky, y por eso a las gymnopedias Satie las planteó como una capa más dentro del ruido cotidiano, como una extensión gimnástica de la realidad; es decir, entendiendo la música también como un ejercicio “físico” del arte.

Es importante decir que Amárrate a una escoba y alcanza el cielo, de Pablo Antúnez, editado por la Universidad Juárez del Estado de Durango, es un libro arriesgado, y eso es valor que no cualquier poeta de buró se animaría a realizar. Salir en busca del sentido popular de una frase que puede imprimatar a una generación entera de habitantes, frase de una canción sema-geográfica; es decir, que logra reunir un cúmulo de personas en torno a una identidad, a través del ritual que es la música.

Amárrate a una escoba y vuela lejos es un verso de Saúl Hernández, el cual ocupa en una paráfrasis Pablo Antúnez, y que es epílogo del elepé El diablito, compuesto elementalmente de canciones profanas, no al modo de Alfonso el Sabio; pero de una carga mariana —guadalupana, por supuesto, antes que europea—; esto pronunciado desde del característico politeísmo imperial mexica de un guerrero/sacerdote y su cosmovisión en crisis.

Cabe aquí la reflexión de que cualquier lector serio de poesía mexicana del siglo XX no puede (léase desde lo profesional mi comentario) dejar de ahondar en el movimiento Rupestre que surge, contiguo, de mano del bardo Ro(c)drigo González, bautista de un hato de cancioneros, entre ellos el emblemático José Cruz Camargo (Real de Catorce), o el mismo Jaime López, padrino de Cecilia Toussaint, o de José Manuel Aguilera, o el hermano siamés de Saúl Hernández, Arturo Meza, así como, más activo en lo reciente, Rafael Catana. A esta veta de conocedores del verso y sus intrincaciones antropológicas es que debemos el fenómeno de los Caifanes —con todo y su alusión histórica a la película que da origen al nombre del grupo, donde participa el mítico Óscar Chávez, o el mismo Monsiváis— y sus letras que sembraron no sólo afición por la música en los chavos universitarios de los ochenta y noventa, sino que también dejaron un paganismo práctico que “envenenó” —si seguimos los apuntes de Pablo Antúnez— la visión poética del mexicano de esas décadas, asumiéndose como descendientes de Caín. Por eso, en la página 32, Pablo escribe: “¡Caín!, ¡Caín! / ese cabrón me heredó / sus lindas tentaciones”.

Por eso el gen transgresor que Antúnez lleva bajo la piel, tiene que ver con la osadía de no sólo asumir el carácter simbólico de varias sectas de poetas en México, sino que también asume el lugar del escriba que hace del tratado natural de la música popular su base para realizar un ejercicio sustentado en la poética de un Contrafacta.

Las batallas en el cielo, la conquista del paraíso, las bodas entre el cielo y la tierra; en pocas palabras, la noción del dominio metafísico del mundo es un ejercicio que ha preocupado a “los poetas” desde hace varios siglos. Especifico “los poetas” como género masculino y los “siglos” como una generación cíclica, válgase la redundancia, para consolidar ese dominio. Porque un brujo es en sí mismo percibido como un benefactor de la humanidad, recordemos a Merlín, o cristianamente al Bautista, o desde la poesía mexicana, El aprendiz de brujo, de Sergio Mondragón —otra vez la música— si recordamos el mismo título del poema sinfónico de Paul Dukas, basado asimismo en Goethe. Es elemental hacer esta acotación para entender el libro de Antúnez, pues por el otro lado las brujas, por el contrario, son percibidas o estigmatizadas como las maléficas de la historia. Sólo recordemos a Medusa, o cristianamente la figura femenina reducida a una sierva de dios con Magdalena (de lo que hace un extenso y bello poema Rilke, traduciendo un sermón al respecto), o en la poesía mexicana si quiere verse, la bruja es una figura que retorna en voz de las poetas para tomar venganza, o realizar un acto de liberación, o desde otra perspectiva, como una bandera de resguardo para el ejercicio del conocimiento de las artes de la naturaleza. Y de un modo más marcado en las canciones que aluden a la Llorona, a la Bruja, y la repetitiva imagen de la mujer como un icono divino, poseedor de los poderes del bien y del mal.

No es en vano que una de las grandes poetas de México no haya sido antologada aún por los “poetas” en sus antologías históricas. María Sabina es una proscrita del lenguaje y de la poesía, cuando su “magia” es más poesía que mucho de lo que se compendia como tal, aunque también soporte mucha carga de los dominios cristianos varoncentristas (para no ocupar el término genérico de lo que se ha entendido como lo humanista). Mejor Camilo José Cela, premio nobel de literatura, ocupa los cantos líricos de María Sabina como soporte de una de sus obras.

Por eso el gen transgresor que Antúnez lleva bajo la piel, tiene que ver con la osadía de no sólo asumir el carácter simbólico de varias sectas de poetas en México, sino que también asume el lugar del escriba que hace del tratado natural de la música popular su base para realizar un ejercicio sustentado en la poética de un Contrafacta. Toma los elementos circundantes e intenta despojarlos de su condición social para injertarlos en un tubo de ensayo de rasgos cristianos, los mete al laboratorio y falla. Se equivoca una y otra vez. Se topa contra la pared de la quimera fallida de la alquimia, que ahora sólo es historia de un poeta emasculado a su propia Cuesta. Por algo la Inquisición, dentro de las más de cien mil personas que llevó a la hoguera, incluyó a ese 20% de víctimas, personas que eran consideradas los errantes. El otro 80% fueron mujeres, sabias, curanderas, magas, hechiceras o brujas, poetas, escribas, estudiosas, etcétera.

Al final están los poetas que enfrentan el fin con la certeza de una respuesta; los que buscan la permanente. Y los poetas que la enfrentan con la infinita incertidumbre de un racimo de preguntas, bardos que trascienden con una poética que se desintegra en canto.

Tomemos como base la primera estrofa de la canción de Saúl Hernández: “Aunque no te importe nada / la vida de un delfín, / nadarás a fin de siglo en tu pecera”. Versos que Antúnez prefiere cantar en lo que él llama, yo mayor, de ese modo escribe: “He escuchado el llanto de un ángel / incrustándose en mis huesos”. El llanto, el canto, la era de piscis dirán los esoteristas del verso. Así, el ángel de la primera parte del libro, Fuera de un paraíso habitual, se torna en niña, en mujer, en monja y finalmente en puta, que encarna a la muerte en la segunda y tercera parte Trepado sobre el espinazo de la duda; en la cuarta y quinta parte, el dios (siempre en cursivas) del lenguaje —que Lacan enuncia desde la perspectiva psicoanalítica pero que Antúnez lo refiere de San Agustín— se aferra a los poemas que se entregan al martirio y a la voluntad cognitiva de la deidad, así el poeta se ofrenda al tiempo y su peso. A la experiencia del dominio del padre. Y cierra el libro con este par de versos conclusivos: “No cambio a mi Dios por nada / ni siquiera por un cielo o una tierra nueva”.

El paraíso está perdido, o no lo hubo. “Si no sabes si eres rata, / o una masa amorfa más / sólo basta darle un beso al espejo”. Sigue la canción de “El diablito”, apología de algunos tiempos perdidos que Antúnez en la página 70 resume así: “La calle de mi boca / calca rosas exiliadas / y mata a las putas que muerden historias olvidadas. / No hay verdad en este paraíso / ni en ningún otro / hay una libertad abortada en cada idea concebida”.

Podemos decir que Amárrate a una escoba y alcanza el cielo es un libro triste, de renuncia, pero también de entrega. De resignación, y por tanto que asume el sentido que otorga un valor mayor; el peso del cielo, antes que el de la distancia. El techo, antes que la boca abierta del universo. Lo que parece vida, antes que lo que parece muerte.

Este poemario nos hace recordar que en México, en los ochenta, mientras los poetas oficiales, bajo la tutela de Octavio Paz jugaban a ser “malditos” (como lo apunta Francisco Hernández en su famoso poema: “De niño jugaba a ser poeta maldito”), el malditismo se daba en otras latitudes; si los malditos decimonónicos fueron franceses, y para medio siglo XX los anglosajones tenían en los beats su rebelión silvestre, en México fue con los músicos rupestres (aprendices de poetas) y Mario Santiago Papasquiaro (por cierto, nombre del pueblo duranguense donde nació José Revueltas) y Orlando Guillén con su revista Le Prosa, donde se aterriza esa poética del mal-viviente. Asumiendo que el ejercicio del brujo fue asumido ritualmente más por los poetas del ascenso (los bardos vulgares) y no por los del descenso, los aprendices del báculo áulico. Los bardos mexicanos fueron nómadas, trashumantes cruzando varias veces el mismo centro; palimpsesto si se quiere, de una realidad mexicana sin registro para esa época, y que son los primeros no sólo en registrarla, sino en ritualizarla.

Curiosamente, en las generaciones actuales de poetas nacionales es más fácil ver un epígrafe de Rilke o Ginsberg que alguno de los callejeros mexicanos. El malditismo mexicano para los poetas es todavía un espacio que no ha sido registrado o tomado en serio como referente; no para su estudio, sino llanamente para su lectura. Es parte de su corpus tácito, pero no está concientizado, de tal modo que muchos poemas al ser deudores secretos de esta tradición joven e invisible tienden a repetir y caer en el lugar común sin percatarse de su pifia.

Pablo Antúnez pertenece a los aprendices de ollave, si leemos a Graves. Aprendices de brujo, si leemos a Mondragón. El verso original, del cual parte la paráfrasis del título, es: Si no quieres entender / que invernando están las brujas / amárrate a una escoba / y vuela lejos. / Muy lejos. Es decisivo para entender el sentido del libro y buscar la analogía y contraposición entre “alcanzar el cielo”: tocar fondo, llegar al límite, y su contraparte, el “ir lejos”, no llegar nunca, enfrentar el vacío que aparece siempre con rostro de pregunta: la incertidumbre. La infinitud del cosmos. Por eso concluye la canción: “Aunque no puedas, / aunque te mueras”. Es decir, la muerte llega antes de que lleguemos a ninguna parte.

La muerte es el sitio que nos reúne a todos. Llegar antes a cualquier parte es estar muerto de antemano. Por eso el cielo del lenguaje paterno es un límite que endulza el oído al que inherente ama la muerte. Pablo Antúnez los sabe, lo apunta. Lo que nos hace diferentes como poetas, o como humanos, es cómo concebimos la muerte. Al final están los poetas que enfrentan el fin con la certeza de una respuesta; los que buscan la permanente. Y los poetas que la enfrentan con la infinita incertidumbre de un racimo de preguntas, bardos que trascienden con una poética que se desintegra en canto. ®

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Publicado en: agosto 2013, Libros y autores

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