Si Kim Jong Un, el dictador de Corea del Norte, ha aparecido en los medios a lomos de un corcel blanco es porque la imagen posee un valor simbólico muy distinto al de conducir, pongamos, un Rolls–Royce.
La historia es una disciplina antropocéntrica: hecha por seres humanos acerca de seres humanos. A los animales se les confina en el campo de la zoología porque su reino sería el de la naturaleza, no el de la cultura. Sin embargo, en las últimas décadas, gracias a pioneros como Robert Delort, este compartimento estanco ha saltado por los aires. ¿Por qué no estudiar las interacciones entre el hombre y la bestia, de forma que sepamos cómo se han condicionado mutuamente?
Nuestro pasado adquiere así una dimensión más profunda y matizada. En Como animales (2019) Pierre Serna nos ofrece una historia política de las criaturas del título durante el periodo de la Revolución francesa, a caballo entre los siglos XVIII y XIX. Aquella fue una época en la que asistimos a una revaloración de los seres denominados “irracionales”. Los ilustrados cuestionan la imagen tradicional del hombre como un ser aparte, creado por Dios. También éramos animales, aunque, eso sí, en un lugar de privilegio respecto al resto de seres vivos. Como dice Serna, nos encontramos ante un oxímoron: somos y a la vez no somos.
Superioridad e inferioridad
Los revolucionarios franceses, al instaurar un nuevo régimen político, buscaban también establecer un nuevo sistema de valores como cimiento de la República. Eso implicaba, entre otras cosas, promulgar leyes contra la crueldad con los animales. Se prohibió, por ejemplo, utilizarlos en espectáculos de feria. Por otra parte, en nombre de la higiene, se planteó la prohibición de la matanza de ganado dentro del espacio urbano. Estaba claro que la ciudad ganaría así en limpieza pero… ¿no perderían los consumidores al disponer de una carne menos fresca? El caso es que las autoridades revolucionarias tuvieron que esforzarse para perseguir a los vendedores de viandas en mal estado o a un precio por encima del establecido.
Al mismo tiempo, los avances científicos tuvieron un efecto perverso. Los políticos utilizaron las nuevas clasificaciones para situar a los obreros y a los pueblos de otras razas dentro en un puesto subalterno: no poseían una humanidad completa y se hallaban peligrosamente próximos al animal. Voltaire, tan progresista en otros aspectos, no dudó en burlarse de la “canalla” de Lyon al comparar a las gentes del pueblo con bueyes. Necesitaban “del yugo, de la puya y del heno”. Y Georges Cuvier, al diseccionar el cadáver de la “Venus hotentote”, una africana exhibida como espectáculo de feria, afirmó que su cuerpo estaba más próximo al de una mona que al de una mujer.
Los caballos, por ejemplo, fueron instrumentos esenciales de todos los ejércitos y pagaron con creces su funcionalidad bélica. En los campos de batalla, el número de los que moría excedía con mucho al de soldados. La caballería era entonces un arma formidable con la cual destrozar la infantería enemiga en cargas espectaculares.
El animal constituía un aliado pero también una amenaza. ¿Cómo defender a los ciudadanos de sus peligros? El filósofo Jean–Jacques Rousseau, en 1776, se llevó un buen susto al ser atacado por un gran danés. Pocos años antes, en la capital francesa, una ordenanza establecía la ejecución generalizada de perros para evitar el contagio de la rabia.
Pierre Serna nos cuenta que el París revolucionario era una ciudad “caballar” por la omnipresencia de los equinos. Existían decenas de cocheras, centenares de cuadras, grandes mercados de caballos junto al Sena. Un buen caballo constituía un objeto de lujo exhibido sin pudor por los poderosos, insensibles a la opinión del pueblo llano ante aquella ostentación.
Un arma para la guerra
Cuando comenzó el siglo XX el caballo aún se movía gracias a la tracción animal. Pero la tecnología pondría fin a este estado de cosas en un proceso imparable, de forma que el camino del hombre y el de la bestia dejaron de converger. Había llegado el fin del “pacto centáurico”, en palabras de Ulrich Raulff. En Adiós al caballo (Taurus, 2018) este historiador disecciona el inmenso protagonismo que han tenido en nuestro pasado los congéneres de Bucéfalo y Rocinante.
Los caballos, por ejemplo, fueron instrumentos esenciales de todos los ejércitos y pagaron con creces su funcionalidad bélica. En los campos de batalla, el número de los que moría excedía con mucho al de soldados. La caballería era entonces un arma formidable con la cual destrozar la infantería enemiga en cargas espectaculares, esas que después lucían tan bien en los cuadros históricos. El artista, por supuesto, contaba un relato prefabricado de heroísmo y no la cruel realidad de vísceras derramadas por todas partes.
Esta situación experimentó un cambio radical cuando las armas de fuego se hicieron más eficaces. La infantería pasó a tener ventaja y aplastó a unos oponentes que tardaron mucho tiempo en asimilar las lecciones de la realidad. Eso fue así porque, más allá de sus ventajas prácticas, el caballo poseía unas connotaciones muy determinadas como sinónimo de nobleza. Un auténtico caballero no se limitaba a matar a distancia, como un cobarde, sino que exhibía su coraje en el combate a cuerpo a cuerpo. No se podía renunciar, así como así, a algo que era sinónimo de distinción.
¿Se ha reconocido esta importante contribución? El tópico pretende que no y que este ninguneo solo se ha rectificado en fechas muy recientes. Con datos en la mano, Raulff muestra que poco después de la Primera Guerra Mundial distintas voces elogiaron al caballo. En aquellos instantes, la ASPCA (American Society for the Prevention of Cruelty to Animals), fundada en 1866, llevaba ya varias décadas de funcionamiento. Nuestra sensibilidad actual hacia los animales no es, por tanto, ninguna innovación.
Presencia cotidiana
Hombre y bestia cabalgaban juntos hacia la muerte, pero su fusión se daba también en ámbitos de la vida muy distintos a los de la guerra. Si no imaginamos nuestras megalópolis sin el agobiante tráfico de miles de automóviles, en las ciudades del pasado la presencia de los equinos daba su propia impronta al paisaje. Un viandante tenía que llevar mucho cuidado para no ser embestido por los carruajes: los accidentes alcanzaron proporciones descomunales, muy superiores a los automovilísticos el siglo XXI, de forma que la ley tuvo que regular la circulación.
Por otra parte, había que contar con el ruido que producían los chasquidos de los látigos de los conductores. Al filósofo Schopenhauer le exasperaba esta contaminación acústica, que juzgaba infame. El sentido del olfato también se veía afectado por las cantidades masivas de estiércol que producían los caballos. Sólo en el Nueva York de 1900 se producían 1,100 toneladas diarias.
Entre la realidad y el mito
Entre tanto, los pintores y los artistas aprovechaban la belleza del cuadrúpedo como fuente de inspiración. León Tolstoi, por ejemplo, escribió Historia de un caballo (1886), y a Mark Twain debemos A Horse’s Tale (1905). Picasso, en el centro del Guernica, colocó su propio ejemplar, en este caso símbolo de la tragedia y el absurdo de los enfrentamientos bélicos.
Fuera de Europa, ciertos pueblos no parecen entenderse sin el pacto centáurico. Imaginamos, por ejemplo, que los apaches y los caballos han estado unidos desde siempre. Y, sin embargo, sabemos que los equinos solo llegaron a América a partir de 1492. Sin los españoles, los indios nunca habrían aprendido a cabalgar ni serían jinetes míticos, los mismos que en el siglo XIX superaron a los rangers estadounidenses mientras éstos no dispusieron del revólver inventado por Samuelt Colt.
El western daría cuenta del protagonismo de los jinetes en la conquista del Viejo Oeste. ¿Un género menor, como algunos piensan? En realidad, nos encontramos ante una actualización moderna de las antiguas epopeyas. Las películas de indios y vaqueros nos hablan de la construcción de una nación, de los combates entre héroes que merecen nuestra admiración por su coraje y su destreza. Pese a los siglos transcurridos, su perspectiva épica no resulta muy diferente de la que anima, en la Ilíada, el canto a las luchas entre griegos y troyanos.
En la actualidad los herederos de los caballos son los automóviles. Fascinan por su belleza, son símbolo de poder. Pero no tienen la misma majestuosidad. Si Kim Jong Un, el dictador de Corea del Norte, ha aparecido en los medios a lomos de un corcel blanco es porque la imagen posee un valor simbólico muy distinto al de conducir, pongamos, un Rolls–Royce. ®