Si algún otro cine es… llegará el día en que se moldeará de videojuego y ahí estaremos nosotros, en medio de la historia, decidiéndola en caliente, y tal vez nos maten y seamos los héroes, y pagaremos otra entrada, espectadores necesitados de entusiasmos, irreales, querremos estar en pantalla.
A los dispersos lo sencillo se les antoja uniforme. Lo uniforme hastía. Los desencantados sólo encuentran lo indistinto. Lo sencillo se ha evadido. Su callada fuerza se ha agotado. Disminuye rápidamente, por cierto, el número de los que todavía reconocen lo sencillo como su bien adquirido.
—Martin Heidegger, Camino de campo
Cualquier llamado a pensar —desear— otro algo (cine, mundo, poesía, gobierno, costumbres, etcétera) es una convocatoria al fracaso, precisamente porque el intento difícilmente coincidirá con su realización, que necesariamente se dará. Es decir, la tentativa en la realidad será, de veras, otra.
Primero, si anclamos la reflexión a las posibilidades tecnológicas, es decir, a un avance por venir, la discusión quedará en avatares especulativos menos imaginativos que fantasiosos (garantizado: llegará el día en que…), y a la postre resultarán lo mismo pero más barato o más grandote o más… Siempre asombrosa y esperanzadora (temor, especie de esperanza), la tecnología es herramienta eficaz en manos de los talentosos, de los efectistas, de los experimentados. De cualquier manera no queda sino esperar aquello que en su momento causará expectativas, decepciones, sorpresas.
Así, vale la pena adentrarse por el otro camino, y ahí la historia depara cantidad de otras formas y otros contenidos. Vemos que lo inesperado resulta de necesidades específicas: políticas, económicas, espirituales, lúdicas, sociales, existenciales, culturales, estéticas, personales, epocales. Aparece un genio que renueva la cosa —Buñuel, Lynch, Tarkovski…— o una generación que busca crear en términos diferentes desde su impronta, sin atenerse o rechazando sus antecedentes para surgir con identidad: nuevo cine francés, italiano, brasileño, argentino…
Generalizando (si no de qué modo en poco espacio), en México, el natural de los noventa, cuyos saldos continúan a la vista, es un cine —como alcanzaron a percibir oportunamente unos cuantos— que retrata las fantasías de la clase media que se quiso de otro mundo, ñoña, cursi, maliciosa, escatológica; un México moderno: la relación alivianadísima entre padres e hijos, donde adolescencia y madurez rompen fronteras, la ilusionante idea de que los espíritus del pasado, si revivieran, caerían rendidos ante el alma juvenil (El bulto, 1991, de Gabriel Retes) o la historia del indecible (por baboso) sufrimiento condesino (delegación Cuauhtémoc de la Ciudad de México), más grande que los balcones de los departamentos de la jactanciosa colonia de izquierda derechista, que sabe llorar lagrimones tan grandes como el eterno amor (Sexo, pudor y lágrimas, 1999, de Antonio Serrano); también se halla la conciencia grandota del clasista/racista bueno, la corrección política de aceptar el espíritu superior multicultural, la fuerza de un destino humano que sobrepasa lo físico como algún Dios manda (Babel, 2006, Alejandro González Iñárritu), cuando antes la mirada alcanzaba a ver la tierra en el ombligo con ojos inocentes y emocionados (Amores perros, 2000).
Como necesidad epocal tenemos el auge del documental, tendencia mayor de la última década que va del reportaje a lo ficticio, en años de un despertar que confirma la impotencia en el mundo, donde la denuncia como activismo es primordial —si no lo único—, posibilidad impensable sin la masificación tecnológica y una mezcla de perspicacia, lucidez y oportunismo moralizante: desenmascarar los discursos de la hegemonía política y económica, reivindicar héroes y antihéroes, revisar las mentiras históricas, llamar a salvar el macroecosistema que nos da de respirar y comer… Modo infinitivo, el apropiado para la globalización, el pasivizador indicado, el pertinente para la vergüenza y la indignación desde una sala de cine, el tiranetas que garantiza llevar a la mesa de la casa, del café o de la tele, una realidad que está buenísima, muy recomendable, motiva la reflexión seria.
Preguntar por las posibilidades futuras es conocer las actuales —o pretenderlo. Pero el tiempo nuestro pasa rápido, vertiginoso, y uno es espectador, se aburre, espera siempre otra cosa, distinta a lo visto, donde identificarse, no con lo que pelear ni contra lo que ir. Uno pide la novedad, la sorpresa, una vuelta de tuerca por favor.
No hace falta valorar, eso implica análisis y eso no es divertido, no está padre. Armados con sentencias juguetonas para demostrar un alto grado de inteligencia, y por lo tanto inteligentes que se dan a conocer por una pose cool —del estilo demasiado importante para tomarse en serio—, en la tele y la radio los neocríticos sueltan algunas ironías en medio de toneladas de pedregal de almanaque: años, títulos, repartos, directores, anécdotas… Así, los consentidos del profesor hacen la tarea de apuntalar lo inamovible, de dar carácter feroz con la cara amable, digna labor de enmohecer temas y retocar superficies con trazos de profundidad, técnica que convoca audiencias sin dudar. Lo que importa es el entusiasmo cultural y el toque de la farándula, un consumo, más. Estrellita en la frente, abejita en el cuaderno.
Fórmula de actualidad: entusiasmo y fascinación. En 1995 Pulp fiction (Quentin Tarantino) conmocionó a críticos y espectadores. ¡De dónde esto! ¡Inaudito! El cinismo chistoso y ocurrente de los matones se adoptó como norma de calle entre jóvenes y no tanto. Novedad rotunda. Imposible no adorarla. Nada volvería a ser igual. Kieslowski echó todo a perder, ¡qué ocurrencias de morirse al poco tiempo! Se reflexionó sobre el cine del polaco teniendo de fondo a Tarantino. ¿Cómo establecer los territorios? Kieslowski era Kieslowski, pero esto era otra cosa. O sea: Tarantino era Tarantino. Una intuición que de pronto deja estupefacto: cómo se mide la importancia… si a veces ésta depende del entusiasmo… y viceversa. ¡A quién se le ocurre comparar! ¡Qué ganas! Lo razonable susurra: debemos ponderar la grandeza individual, considerar la trayectoria, mirar la obra, repetir enrevesadamente que cada cabeza es un mundo y esperar con gusto lo que depara el futuro.
Preguntar por las posibilidades futuras es conocer las actuales —o pretenderlo. Pero el tiempo nuestro pasa rápido, vertiginoso, y uno es espectador, se aburre, espera siempre otra cosa, distinta a lo visto, donde identificarse, no con lo que pelear ni contra lo que ir. Uno pide la novedad, la sorpresa, una vuelta de tuerca por favor. Pasa el tiempo, nada. Nietszche, ese ajonjolí de cuanto mole, se lamentaba: dos mil años y ni un solo Dios nuevo.
Una plática sobre literatura entre entendidos versaba sobre cuál sería el futuro de la narrativa; se expusieron nombres, corrientes, descubrimientos de todos los siglos. De pronto se halló —o se quiso hallar— una posible conclusión: en el Quijote estaba casi todo, las diferencias con lo posterior eran de grado; en él la vanguardia ya andaba. Se aceptó lo siguiente: a la vista del Ingenioso hidalgo en realidad poco se podría jactar de inédito. Bloom dice algo parecido de su Shakespeare.
Distinta perspectiva tienen otros. Es decir, lo de costumbre —¡uno lo tiene que hacer todo!: si hace falta otra cosa lo primero es destrozar lo anterior, criticar con sensatez o iracundia. Renovaciones, revoluciones, rebeldías. El tiempo dará la marca de la sublimación, con frecuencia conservadurismo. Lo nuevo como cambio de piel —nunca mejor visto que por el Príncipe de Salina.
¿Qué tenemos? Sí, Hollywood, también el documental, ¿algo todavía es videohome?, 3D, incluso Bollywood, experimental, porno, (territorio de momias:) Nuevo Cine Mexicano, festivales y muestras, animación, clásico, de aventuras, policíaco, independiente, thriller, ciencia ficción, churros, de autor, noir, de arte, contemporáneo, por nacionalidades o niveles de marginación o grados de realismo… Negando que el sol pueda alumbrar lo desconocido, aunque sepamos bien que un día estaremos frente a ello, vamos por el cine como por la baqueta.
“Me interesaba encontrar una marca personal de hacer cine”, recordó Mike Leigh durante su charla en el auditorio del Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la UNAM el pasado 7 de marzo. Le interesaba “capturar la esencia de lo que podríamos llamar la vida, los sucesos reales”, y así se lanzó a un trabajo sorprendente: sí, las películas, aunque sobre todo la forma de hacerlas: improvisación. En su juventud (los sesenta) se topó con Picasso, el jazz, la poesía (“Descubrí algo que hizo que jamás volviera a aburrirme”), pura libertad expresiva y concreta. Leigh, improvisando, ha hecho historias que conmueven, cabe decir mejor: impactan casi inadvertidamente —trasminan verdad: yo no quiero otro cine, quiero ése, la forma y el origen es lo de menos.
“¿No sería maravilloso una película donde los actores fueran gente real?”, recordó Leigh que se preguntó en su juventud. Esa maravilla puede tener distinto horizonte. Si algún otro cine es… llegará el día en que se moldeará de videojuego y ahí estaremos nosotros, tal cual, yo, tú, en medio de la historia, decidiéndola en caliente, y tal vez nos maten y seamos los héroes, y pagaremos otra entrada, espectadores necesitados de entusiasmos, irreales, querremos estar en pantalla. “Yo no”, remilgan unos. ®