Mi hija lloró con el llanto de quien ha perdido a alguien que conoce, le lloró a Ignacio la muerte que probablemente nadie más le lloró. El llanto aislado cerca del Tonaya cobró sentido.
Mi biblioteca tiene un volumen de ejemplares nada despreciable. La he construido como quien cría a un hijo: con mucho amor, ignorancia, pasión, sacrificio, orgullo, cuidado y errores. A veces con el ímpetu y la fuerza que nada sofocan, mientras que otras con la incertidumbre de quien se ve rebasado por la magnitud de la vida. Aún recuerdo el primer libro que llegó a ella, un regalo con un augurio que no se cumplió pero que sirvió como primer tabique para construir un hogar de páginas e historias que tengo la convicción de heredar a mi hija: Aura Karenina; sin ninguna —voy abriendo los ojos— certeza de que la reciba como el tesoro que considero.
Tardé en convertirme en lector y estuve a punto de no hacerlo. Todo estaba en mi contra: malos maestros, pocos acercamientos a libros, perspectivas sobre ellos de aburrimiento, tedio y distancia intelectual. No me representaban, allí no había nada para mí hasta que lo encontré todo y terminó por representar completamente lo que soy. Durante mis casi cuarenta años he sido muchas cosas: repartidor de pizzas, bodeguero, fabricante de churros, vendedor de guías de estudio de secundaria, burócrata cultural, profesor, intento de escritor… pero desde que descubrí que la vida se despliega de forma poderosa en los libros lo que más me siento es lector.
Creció y en las ferias del libro intenté recomendarle varios bajo portadas atractivas y premisas interesantes —a mi parecer—; sugerencias infructuosas pues ella deseaba los que estaban de moda: el de Luisito Comunica y la biografía de BTS.
Por ello he dedicado muchos esfuerzos a que Aura lea. De bebé, cuando sus ciclos de sueño cambiaban de un día a otro, en las madrugadas que pernoctaba le leía Ana Karenina. Con un pie balanceaba su sillita hasta que mi voz se hacía cada vez más silenciosa conforme conciliaba el sueño. Después vinieron más intentos: compras de libros infantiles como aquel de Alejandro Aura —por el cual se llama así— y que vandalizó sin pudor: El otro lado, en el que cuenta cómo sería el mundo si los papeles del poder se invirtieran y estuviera en manos del pueblo. La biblioteca crecía y parecía que no veía sino una pared en blanco. Creció y en las ferias del libro intenté recomendarle varios bajo portadas atractivas y premisas interesantes —a mi parecer—; sugerencias infructuosas pues ella deseaba los que estaban de moda: el de Luisito Comunica y la biografía de BTS, por mencionar algunos.
Cuando salió la serie inglesa Heartstopper Aura tuvo un impulso natural por leer la novela gráfica. Le compré los cuatro tomos que hasta el momento se habían publicado y también un par de libros de Scott Pilgrim, cuyo deseo se le veía en la cara. En más de una petición me agarró de bajada, con poco presupuesto, pero sin titubear se los compré pues más que un gasto lo consideré una inversión inmaterial —pienso en Mónica Lavín y lo que dice respecto a que uno no pone en su curriculum vitae cuántos libros ha leído—. De esa temporada también tuvo un acercamiento a los mangas que pronto se le apagó.
Insistí con ligeros triunfos: leyó #MásGordoElAmor, de Antonio Malpica, Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, entre otros a medias, con percepciones que me hicieron sentir que lo estaba logrando. Tampoco negaré que cometí el error de burocratizar la lectura: obligarla a que leyera veinte minutos al día. De las preguntas que le hacía salían respuestas más parecidas a las de un preso interrogado que responde lo que el otro quiere escuchar para salir de la sala lúgubre en la que le tienen cautivo.
A expensas de esos breves momentos de alegría, prevalecía la idea y la dura aceptación de que tal vez no estaba destinada a convertirse en lectora.
El cambio de vida que nos llevó a radicar en ciudades distintas hizo que desistiera un poco de evangelizarla en la lectura. Probablemente fue lo mejor que he hecho como padre.
Hasta que llegó la sorpresa.
Recorríamos la ciudad. Platicábamos sobre cosas sin guion ni pretensión. De pronto comentó que en la clase de español la maestra les presentó a Juan Rulfo —Aura cursa el segundo de secundaria—. Leyeron su biografía y el cuento “¿No oyes ladrar los perros?” de El llano en llamas. Comenzó a hablar sobre la premisa del viejo que lleva a su hijo Ignacio al pueblo más cercano para que un médico lo atienda. Dibujó con delicadeza la imagen y los sonidos del andar macilento y doloroso.
Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo…
No se ve nada.
Pobre de ti, Ignacio.
Hacía muchos años que yo había leído el libro de cuentos y apenas si recordaba de qué iba, pero Aura se encargó con el detalle que provee hablar desde la vehemencia y el enganche, de traerme a la memoria la atmósfera de aquel doloroso trayecto.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
La dejé hablar y apenas si intenté avivar esa llama en su voz diciéndole que había una adaptación cinematográfica —dirigida por François Reichenbach, con guion de Carlos Fuentes—. Le hablé de Pedro Páramo, del estilo rulfiano y le pregunté si deseaba leerlos, pues ambos los tengo en mi biblioteca. Noté que la chispa se apagaba y que cometía un error porque la naturalidad con la que alguien comparte un descubrimiento es intrínseca y nada puede alimentarlo sino uno mismo. Paré y dejé que fluyera hasta que un nuevo tema llegó. Poco recuerdo del resto de lo dicho, en mi cabeza sólo había júbilo.
Al día siguiente fuimos a comer a una fondita mexicana de migrantes asiáticos que conserva un aire de nostalgia y tiempos mejores. Transgredimos la cuaresma, que en nuestra ciudad es mucho decir, y antes de que nos sirvieran retomó el tema. Primero dijo que su papá no lo quería porque su hijo era un mal hombre.
Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre… A usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
El juicio estaba hecho, juicio al que todo lector tiene derecho, como cuando nos da gusto que un personaje cabrón muera de la peor manera o cuando no nos convence que uno se vincule amorosamente con otro, pues sabemos que le conviene más fulano o perengano.
Lo que ocurrió después no tengo forma de elevarlo al punto en que iluminó mi alma. De mantenerse en un estado normal, Aura comenzó a llorar. La resolución se había transformado súbitamente. Y es que el viejo sí quería a su hijo, por eso lo cargaba a pesar del estado de su cuerpo, las circunstancias y de la rabia innata que lo condujo a su condena. Mi hija lloró con el llanto de quien ha perdido a alguien que conoce, le lloró a Ignacio la muerte que probablemente nadie más le lloró. El llanto aislado cerca del Tonaya cobró sentido.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
Mi corazón se aceleró al verla con tal grado de empatía por dos seres cuyas vértebras eran invisibles, si acaso de tinta. Por supuesto que el viejo lo quería y el desasosiego se confundió con la bruma de la atmósfera rulfiana, desapareciendo de a poco, pero nunca, estoy seguro, de la memoria de Aura.
A la mañana posterior a aquel milagroso acto busqué los libros de Rulfo. Encontré dos versiones de Pedro Páramo y, extrañamente, no la de El llano en llamas. Ni hablar. Urgía volver a hablar el lenguaje que recién había aprendido esa adolescente de trece años que un par de días antes me habría parecido impensable. Era la tercera vez que me acercaba a él. La primera ocasión no entendí absolutamente nada, en la segunda apenas un poco, mientras que en la última cada palabra y cada imagen se revelaba ante mí con una claridad maravillosa. Volví a esa novela por mi hija y ese recuerdo será inamovible.
Una despedida más. Aura igualmente comenzó la otra edición por iniciativa propia. Los días posteriores apenas habló al respecto, poco importa. Dejaré que fluya y si hay otro vacío entre historias que así sea. Tengo la convicción de que aquel suceso le cambió algo dentro, que la ha transformado, porque habrá libros de los que uno puede salir sin ser trastocado, mientras que de otros se queda prendado para siempre. En eso creo. ®