Los VIP pueden darse el festín de ver al Cristo ése de playera y audífonos mientras ordenan a los meseros vino y algún aperitivo desde sus atalayas de sofisticación. Mientras separados, allá atrás, unas vallas dividen a los épsilones que “sólo” pagaron 500 pesos para redimirse a la luz de los efectos, sin ver, quizá en realidad sin estar ahí.
Recordar que todo es sensación, que al unísono la ciudad y sus edificios brincan a ritmo del DJ (si quisiera ver un protector de pantalla en 3D me hubiera quedado en casa mirando la pantalla de la sala), que el nuevo chamán rodeado de aparatos para mezclar puede inferir en sus fieles ese estado deseado: olvido y exultante fuga invocada por el chamán sónico Armin Van Buuren.
Que el crucificado, mientras la cascada de imágenes parece tragárselo, alza como un poseso los audífonos. Porque ¿en dónde puede encontrar algo más espectacular qué hacer, encerrado ahí durante horas ante el escrutinio de miles? Si su intención era evitar la adoración que provoca el rock star ha fracasado miserablemente.
Porque aquí, en la insulsa representación de lo tribal, él es un árbol de gran sombra, y nosotros volteamos al escenario esperando que ocurra algo, pero nada puede ocurrir en realidad, donde los textos no importan, donde las ideas son reemplazadas por el impulso del disfrute inmediato, el dejarse llevar hueco y fugaz, nada puede ocurrir.
Ocasionalmente, algún cantante utilizando sus líneas para adornar los sonidos de transistores, las pantallas de plasma —la robotina que todos anhelamos en casa—, demostrando lo mucho que la máquina ya vive en nosotros, y así hace su aparición Sophie Ellis Bextor, en “Not Giving Up on Love” en las pantalla, una edición inteligente hace que esas imágenes floten entre nosotros cual fantasmas invocados por el chamán.
Luego palabras bombardean nuestros ojos, una avalancha de arcoíris de ingeniosas variedades, a ratos por colores aplicados a la Pollock, a ratos sólo los bafles que danzan en el bip, en el loop y en las ingeniosas transiciones de canción a canción del DJ, y puedo recordar que alguien dijo alguna vez acertadamente: “Soy un DJ, soy lo que toco”,* mientras los fondos siguen invadiéndolo todo (y si quisiera ver letreros creados por power point estaría en la oficina).
Aquí parece que el tornamesista está creando todo con sus manos, como un mago aventando todo lo que tiene dentro del sombrero y como hippies posmodernos observamos babeantes, sosteniendo el teléfono o la cámara, deslumbrados, apabullados, buscando regalar al idiota que no asistió un poco de nuestra exigua felicidad.
¿Pero qué importa la razón, que importa lo que rodea y confiere un significado a todo, cuando lo único que quieres es huir de todo? Entrar en la comunión con el otro, ese estado ideal inducido por el brujo, en donde todos se confunden en una orgía de colores y sonidos desmotivados, dedicados a causar el estrepito del corazón, de imitar el sonido del torrente sanguíneo y la felicidad de los fluidos corporales llegando al puerto más deseado.
En medio pude ver bailar a chicas de bellas figuras (o al menos hacer su mejor intento) mientras la nube de colores las cubría, parecía que, sin mañana, lo único que quedaba era sentir el pulso de vida desaforada y desesperada dentro del otro. La ilusión de verlas cerca me entusiasmó, de por un momento pensar que la unión podría ser perfecta, que podría consumarse, un aquelarre de dos seres que no se conocían antes de esta noche, pero que por los hechizos del chamán holandés estaban dispuestas…
Pero mi visión reparó en los baños exclusivos para los VIP y todo ese pensamiento inicial dio pasó a la realidad. Porque puedes ver que en la grada hay clases sociales muy separadas, y Armin nos engaña con la ciudad bailando, con las razas uniéndose, con los colores creando perfección: con la ingenua unión de los blancos y negros restregados en la pantalla.
Porque los VIP pueden darse el festín de ver al Cristo ése de playera y audífonos mientras ordenan a los meseros vino y algún aperitivo desde sus atalayas de sofisticación. Mientras separados, allá atrás, unas vallas dividen a los épsilones que “sólo” pagaron 500 pesos para redimirse a la luz de los efectos, sin ver, quizá en realidad sin estar ahí.
Es escalofriante, si acaso los de la primera fila alcanzarían a ver un poco de los efectos, los de atrás, sin pantallas gigantes, sólo pueden imaginar cómo se ve el autor de sus mejores deslices. Aún así brincan con frenesí ante cada cambio de ritmo que anuncia una acumulación más de instantes, un desfogue y luego de nuevo a comenzar, como un continuum infinito, como el mantra electrónico, cual plegaria, que el dios electrónico en los cielos está dispuesto a escuchar y a rechazar. Y si románticamente pensó el asistente que se unía a los demás, aparece la realidad: “A mí sí me emputaría haber pagado 500 pesos y no poder ver nada, alguien les tiene que decir a esos pendejos que es una mamada, que los compas de allá no puedan disfrutar del evento”, dejó saber airado un asistente a las zonas exclusivas Platino antes de, por su bien, volver al olvido.
Y vi que todo era tan artificial como los estados que buscaba comunicarnos Armin. Sus iconografías gritaban y rogaban por el mundo joven unido, quizá no bajo ideales que ya pertenecen a causas vetustas y enterradas como las de nuestros padres, sino unirse al DJ en la degustación del mundo, en su encanto sibarita por la acumulación de momentos que corren prestos a estallar, como orgasmos sónicos que luego se disuelven en nada.
Y vi que todo era tan artificial como los estados que buscaba comunicarnos Armin. Sus iconografías gritaban y rogaban por el mundo joven unido, quizá no bajo ideales que ya pertenecen a causas vetustas y enterradas como las de nuestros padres, sino unirse al DJ en la degustación del mundo, en su encanto sibarita por la acumulación de momentos que corren prestos a estallar, como orgasmos sónicos que luego se disuelven en nada.
Que luego por su repetición, y si no estás colocado por algún estímulo, o droga, significan nada. Y no importa cuántas horas pase el gurú (en serio ¿cómo le hace para orinar, tiene conectada una sonda?) en su árbol de la vida intentando rememorar lo sagrado en un mundo dolorosamente profano y caníbal, el efecto de lo no dicho es más poderoso: sólo fuegos artificiales para el olvido, sólo lindos lásers para cubrir la noche triste y envolverla en una utopía que está desahuciada, que muere en el mismo instante en que no puedo abrazar a la chica que pagó 500 pesos, porque la valla y un grupo de gorilas de amarillo me lo impide.
Y de ahí a ignorar que sus imágenes computarizadas mentían, porque el mundo simplemente no es así, porque un bit y una reiteración infinita sólo busca hacer desaparecer momentáneamente todo bajo ese halo engañoso de lo “posible”, esa repetición de tan escuchada ya poca ingeniosa que no obra el milagro que obra en mí la música.
Puedo ver exhaustos por el frío a muchos en el suelo. Sus pies y miembros aún se mueven, pero el simulacro de orgía ya les ha hartado, y ese sonriente y entregado holandés, que ya ha hecho cientos de veces las mismas señales (perdí la cuenta de cuántas veces alzó las manos, cuantas veces hizo su pose de Cristo, alzó sus audífonos como en la portada de Imagine [2008] y cuántas veces saltó y saltó y saltó, con la enorme ilusa ilusión de que esa pieza era por mucho distinto a la anterior).
Pero en el frío de la noche, mientras huyo del contento, mientras pretendo escapar de la felicidad aparente que invade el aire, he optado por esperar el último de esos orgasmos sónicos que conducirán a la misma nada en que astros y estados perfectos fueron invocados durante toda una noche. Y di a entender al final lo que se escondió durante horas en medio de marejadas de sonidos desmotivados, buscando llegar a mi corazón: el olvido no funciona para todos. ®
* “I am a DJ I am what I play”, “DJ”, de David Bowie, del Lodger, 1978.