Dos películas para recordar: Felicidad (Happiness) y Cosas que no se olvidan (Storytelling) de Todd Solondz, que ponen al descubierto el backstage o la cocina de la violencia que el gran país del norte se dedica a exportar al resto del mundo.
Todd Solondz, desde la ficción del cine estadounidense independiente, tal como lo hizo Michael Moore con el género documental en Bowling for Columbine, parece decirnos que Estados Unidos vive innumerables locuras como la de Newtown, Connecticut, día a día y en cada rincón de su extenso territorio. Dos de las películas más cáusticas del cincuentón Solondz, Felicidad y Cosas que no se olvidan, pusieron al descubierto el backstage o la cocina de la violencia que el gran país del norte se dedica a exportar al resto del mundo.
Pero, ojo, preparar brebajes tan ponzoñosos no es gratuito. El establishment estadounidense apenas comenzó a tomar conciencia de esto a partir del atentado a las Torres Gemelas. Por suerte, ciertos cineastas, como Solondz, vienen advirtiendo con sus historias en celuloide lo que ebulle tenebrosamente fuera de los fotogramas.
Estados Unidos, la supuesta patria de la familia, de la libertad, de la justicia, de la seguridad, es, en realidad, y según la mirada desafectada y lúcida de Solondz, una gran olla a presión cuyo caldo está fétido desde el inicio mismo de la cocción.
Ambos filmes son profundamente estadounidenses y narran episodios cotidianos del “país de las des-maravillas”. Solondz posa el objetivo de la cámara donde otros lo evitan, el suyo es casi un espéculo introducido en las zonas más incómodas y delicadas del sentir de ese país. En sus películas el American dream of life está en estado de coma pero nadie parece haberse dado cuenta o es más cómodo no admitirlo.
Podríamos ver los filmes de Solondz como guantes dados vuelta, el reverso de las comedias plásticas y lavacerebros de los años cincuenta. La contracara de aquellas películas de la adorable, edulcorada, blonda y políticamente correctísima Doris Day, con sus casitas limpias y ordenadas como el alma de los buenos americanos que eran y que querían hacernos creer que eran.
Se cayeron los eslóganes y se hizo irreparable la comodidad de los lugares comunes. Solondz les muestra a sus compatriotas —y a nosotros también— que no están seguros en casa, ¡ni siquiera con papá! Corazón adentro hay desierto, desiertos, los mismos a los que llevan sus bombas y masacres.
En Felicidad (1998) y Cosas que no se olvidan (2001), a pesar de ser películas estéticamente modernas, subyace un algo tribal, un algo bestial que tiñe la atmósfera de ambas y las vuelve siniestras. Y esto es así no porque Solondz sea un genio, él no inventa nada nuevo, simplemente pone en escena el horror de lo real sin mediaciones, el afloramiento de lo terrible cuando agrieta la aparente calma de la cotidianeidad. Ese contraste de lo indecible o la impunidad a secas ineludiblemente sacude a la mirada del espectador.
Podríamos ver los filmes de Solondz como guantes dados vuelta, el reverso de las comedias plásticas y lavacerebros de los años cincuenta. La contracara de aquellas películas de la adorable, edulcorada, blonda y políticamente correctísima Doris Day, con sus casitas limpias y ordenadas como el alma de los buenos americanos que eran y que querían hacernos creer que eran.
En la superficie de Felicidad (que se llevó por votación unánime el Premio de la Crítica Internacional en el Festival de Cannes de 1998) todos los personajes sonríen, gastan mucho dinero, tienen flores en sus jardines… pero, epa, entonces ¡sí comparten la idiosincracia de nuestra benemérita Doris Day! No, no… atención, no todo es lo que aparenta ser, cuidado con los dientes blancos y brillantes del papá psiquiatra de la película.
¿Quiénes conforman la galería de caracteres que Solondz maneja en Felicidad? Deberíamos decir: pedófilos comunes y silvestres, masturbadores telefónicos y compulsivos, vecinas obesas que descuartizan al portero que intenta violarlas, niños desesperados por tener su primera eyaculación, etc. Ellos son la pequeña fauna citadina que actúa como muestra representativa de un modo de ser-en-el-mundo. En esta película nadie es demasiado raro ni demasiado perverso porque todos son alguien: un marido, una vecina, un padre, una compañera, un colega y así podría continuar enumerando gente “normal” —regresa la eterna cuestión sobre ¿qué es la normalidad?— con sus miserias y oscuridades abismales.
Según el propio cineasta, sus personajes no son monstruos sino “personas reales que lidian con la soledad, el aislamiento y la alienación como todos nosotros, y que a veces atraviesan situaciones hilarantes. No usé nada que no apareciera todos los días en los medios: las celebridades cuentan cómo fueron abusadas, los talk-shows y los documentales discuten sobre los problemas de los chicos que matan o que son violados. Yo sólo recorté, grabé y armé un show deslumbrante. No creo que haya que andar repitiendo ‘Violar está mal’, como si eso estuviera en discusión. Lo interesante es explorar las mentes que cometen esos crímenes y entender cómo sufren exactamente”.
Las dos historias en que formalmente se divide Cosas que no se olvidan (Fiction y Non fiction) narran las relaciones entre estudiantes y profesores y entre padres e hijos. La búsqueda del éxito personal y la fama son claves en ambas partes del filme. Pero además del mandato de triunfar tan marcado a fuego por la sociedad estadounidense del individualismo y del exitismo a ultranza, hay otros “ismos” que afloran de un modo furioso en esta película: el sexismo y el racismo. Una de las escenas más impactantes explora el sexo y la raza entre una estudiante y un profesor negro desde el menosprecio del género y desde el complejo de inferioridad exacerbado que no hacen más que engendrar mayores grados de violencia.
En este filme, la manipulación está a la orden del día en los diferentes niveles del relato y los adolescentes deben (tienen que) ser todos hijos de Princeton o Harvard o cualquiera de las cunas académicas que según el estilo norteamericano generan hombres de bien. Si para ello hay que hacerles puré el cerebro a los jóvenes no importa, el Tío Sam vale cualquier sacrificio (y cualquier crimen).
Cómo hacemos los espectadores para transformar esta sociedad de poderes hegemónica, de grandes manipulaciones, de supuestos liderazgos que nos sojuzgan, en una en la que no seamos los marginados, los negados, los maltratados, los alienados, los enloquecidos… Ahhh… ésa es otra historia y Solondz no nos la cuenta, pero sabemos que uno de los caminos posibles va en el sentido de la descolonización del pensamiento y de perderle el miedo a los cucos internos y externos.
Insisto, Solondz no es un “artista” pero sí es honesto, mordaz y tiene una capacidad de autocrítica —como ciudadano oriundo de la sociedad a la que disecciona— inmensamente profunda. Recordarlo en estos días de vértigo y paranoia no es poca cosa. ®