Para nosotros, que no creemos que un mundo nuevo esté esperándonos a la vuelta de ninguna “revolución”, nuestra única opción es exigir que el Estado laico y democrático haga cumplir la ley, que proteja las libertades individuales y que haga respetar los derechos humanos
No es de extrañar que la muerte de un ser vivo provoque un shock en las personas que la presencian, ni que éste sea aún más profundo si lo que se presencia es la muerte de un ser humano.
Efectivamente, es cuando contemplamos un cuerpo sin vida que nos damos cuenta con mayor nitidez de todo lo que significa la vida. Éste se nos presenta como una huella en la arena, un símbolo de todo aquello que tuvo lugar en él y desapareció. Un cuerpo sin vida nos convierte en testigos mudos de algo que sobrecoge universalmente: con la muerte nos damos cuenta de que es mucho lo que se va cuando se va la vida, como diría el filósofo Fuentes Ortega.
También es cierto que la vida misma es ya un enorme misterio cuya complejidad no deja descansar a la humanidad de su angustia por explicárselo, pero éste puede llegar a ser digerido por el común de los mortales e incluso pasar inadvertido la mayor parte de sus días. Sin embargo, cuando se topa con la muerte, ese misterio se hace presente de una forma ineludible hasta para el más simple de los humanos, y se levanta ante él como símbolo de su íntima proximidad con el resto de los hombres. En realidad, la muerte que nos une es algo que todavía no hemos sabido formular sino, quizás, tan sólo desde el arte.
No es de extrañar que las disciplinas que estudian los orígenes del hombre marquen un antes y un después en la historia del homo sapiens en el momento en que éste empieza a enterrar a sus muertos. El enterramiento no es otra cosa que la respuesta simbólica del hombre ante la inconmensurabilidad de la muerte, y la tradicionalización de esta práctica señala el momento en el que la colectividad ha tomado conciencia del misterio. Esta conciencia es la que hace germinar en el cuerpo animal del hombre a un ser también cultural.
No es de extrañar que las disciplinas que estudian los orígenes del hombre marquen un antes y un después en la historia del homo sapiens en el momento en que éste empieza a enterrar a sus muertos.
Por eso, me son humanos los que piden perdón a la tierra antes de cortar el árbol o antes de matar un ternero e incluso los que claman en contra de la eutanasia. Aunque no pueda conciliar con ellos, me son humanos porque yo también he sentido esa perplejidad inicial ante lo misterioso de la vida y de la muerte, que es el origen de los sistemas de creencias. Es a partir de esa perplejidad como el hombre concluye que la vida no le pertenece: “Mientras la muerte no pueda explicarse —y superarse—, la vida no es nuestra y, si no es nuestra, es porque es sagrada (de Dios), por lo que no tenemos potestad sobre ella”.
Cuando una colectividad comparte esta lectura simbólica sobre la vida, la única guerra que puede estar justificada en su tradición es aquella que se ejerce con una finalidad práctica inmediata e imprescindible para la preservación de la colectividad misma: en este marco tienen lugar, por ejemplo, las guerras por la defensa de la tierra de comunidades agrícolas autosuficientes, en las que defender la tierra es lo mismo que defender la vida.
Frente a esta concepción mítica sobre la vida como un don sagrado (a veces estimada “desde fuera”por la izquierda y a veces sostenida “desde dentro”por la derecha), existe una postura moderna de la que todos los no-religiosos somos, en alguna medida, partícipes. Ésta es consecuencia de una explicación mecánica del cuerpo, de herencia cartesiana, que lo concibe como la suma de sus partes, y cuya vida explica, meramente, añadiendo a aquéllas un correcto funcionamiento biológico. Para los herederos de esta concepción cada cuerpo es dueño de sí mismo y su subjetividad es autorreferencial; no hay nada que tenga potestad sobre su vida por encima de sí mismo y la muerte se explica por el deterioro biológico.
Las colectividades que comparten esta lectura mecánica sobre la vida hace tiempo dejaron de ser comunidades para convertirse en sociedades organizadas en torno a los Estados. En ellas, la guerra y la violencia ya no sólo aparecen bajo la justificación de un fin práctico inmediato (que también), sino que además lo hacen bajo otros dos tipos de fines, bajo otras dos nuevas formas: la primera es aquella que se lleva a cabo para lograr un mundo nuevo, la guerra “revolucionaria” cuya meta no es inmediata, sino posterior, metafísica; la segunda es la violencia estética, el polo opuesto a la anterior, aquella que tiene su fin en sí misma y que, de hecho, cuenta con obras en todas las “artes” de la actualidad. Detrás de ambos tipos de guerra y de violencia subyace una concepción del cuerpo vivo propia de la Modernidad, que lo conceptualiza a la manera de un aparato biológico exento de toda carga simbólica y, por ello, susceptible de ser un mero medio para otros fines, un medio sustituible y prostituible.
Desde su nacimiento y cada vez más, el Estado también ha sido, al mismo tiempo, el esclavo más servil del dinero, por lo que la aplicación o no de sus leyes ha estado y está supeditada a los intereses del mercado.
La Modernidad, al despojarnos de toda lectura simbólica del mundo, ha barrido también los límites míticos que las colectividades se ponían a sí mismas en el ejercicio de la guerra o la violencia. Los Estados, entonces, tuvieron que suplir ese papel y fungir como aparato mediador de los conflictos sociales con base en el derecho (que se supone consuetudinario): consecuencia de ese intento son, por ejemplo, los derechos humanos. Sin embargo, desde su nacimiento y cada vez más, el Estado también ha sido, al mismo tiempo, el esclavo más servil del dinero, por lo que la aplicación o no de sus leyes ha estado y está supeditada a los intereses del mercado (Fuentes Ortega).
Bien es verdad que para nosotros, los que estamos ya huérfanos de religión, los que no creemos en la bondad natural de los hombres o, por lo menos, no queremos confiar totalmente en ella la suerte de nuestras vidas (y, por tanto, tampoco la de nuestros prójimos); para nosotros, que tampoco creemos que un mundo nuevo esté esperándonos a la vuelta de ninguna “revolución”, nuestra única opción es exigir que el Estado laico y democrático haga cumplir la ley, que proteja las libertades individuales y que haga respetar los derechos humanos, a ser posible, no sólo cuando al mercado le convenga.
Pero a la vigilancia de la ley que exijo como ciudadana moderna añado, como poeta, una exigencia primitiva y simbólica: que se acabe ya esa cosa terrible y obscena que es quitar la vida de los otros; que no vendamos nuestra vida a los ejércitos; que dejemos de utilizar el “arte” para prostituir los cuerpos humanos, la sangre o la violencia como si fueran el único bastión de su comercio; que la cínica creencia de que la vida puede ser conceptualmente agotada por la ciencia deje de ser condición sine qua non de la intelectualidad; que, cuando no sea posible la paz, la guerra no se banalice, y que, cuando no sea posible la vida, al menos la muerte no se tome a la ligera.
Como dijimos, los sistemas de creencias institucionalizados tienen su origen en la perplejidad del hombre ante ese enorme misterio que es la vida; pero el hecho de que nos liberemos completamente del sometimiento, público y privado, de las libertades individuales a la religión, no nos obliga a dar la espalda a tal perplejidad: “La espiritualidad es un instinto”, como diría García de la Torre Raboso. Una vez arrebatado a las instituciones religiosas el monopolio de la interpretación simbólica del mundo y el poder absoluto sobre este “instinto” nuestro tan humano, podemos recrear una lectura propia de la vida y de la muerte como lo hicieron los primeros hombres y como lo hacen los poetas, y devolverle al cuerpo humano lo que de simbólico hay en él.
El cuerpo vivo es mucho más que un mero cuerpo funcionando correctamente. Pero, ¿en qué consiste el añadido? Eso que el hombre ha llamado “alma” es algo más que el pulso, e incluso algo más que el pulso y el habla, y mucho más que estas dos y los sueños de cientos de noches, y un timbre particular de voz, un tono de la piel, un tipo de humor, un hábito, un afecto, un rostro, unos gestos, una obsesión, una forma de caminar, un talento, una habilidad. El cuerpo vivo del ser humano es, incluso, mucho más que todo esto: el es lugar de la posibilidad infinita, de la máxima apertura a “lo otro de sí”; por eso, quitar la vida no es cualquier cosa, sino, de alguna manera, cercenar la infinitud. ®