Uno de los principios y propósitos de la modernidad ha sido la secularización de la vida pública, lo cual ha implicado el derrocamiento del integrismo. Es decir, la ilustración refutó con razones la creencia en fundamentos ultraterrenos para explicar, justificar y legitimar el orden estamental establecido y las relaciones entre gobernantes y gobernados. En lugar de estos fundamentos instauró la democracia como voluntad de la mayoría de una ciudadanía expresada mediante procedimientos electorales.
La secularización derrocó la idea de que el fundamento de la forma de gobierno y la soberanía procede de dios, a la vez que implicó la instauración de gobiernos laicos y la abolición de los fueros religiosos. Conforme se ha aceptado en las sociedades plurales (modernas) la idea de que las realidades temporales no obedecen a explicaciones teológicas, que hay libertad de cultos y diversas asociaciones religiosas a las que libremente se puede o no afiliarse, las jerarquías religiosas han perdido legitimidad el monopolio de la autoridad moral y se ha debilitado su influencia en las decisiones que atañen a la moral pública.
Sin embargo, el proyecto de modernidad no ha podido cumplirse cabalmente porque la razón ilustrada no ha bastado para que las formas de gobierno republicanas (incluyendo a las monarquías constitucionales) y las sociedades políticamente así organizadas convivan bajo los principios modernos de libertad, igualdad y fraternidad o sus versiones posmodernas: diversidad, equidad y tolerancia. Tampoco el laicismo y el progreso científico han sido suficientes para erradicar la creencia en dios o, al menos, la afiliación a asociaciones religiosas. Dios murió, al estilo de Nietzsche, pero las iglesias, las supersticiones y la religiosidad popular, no.
Además, a la secularización ha seguido la solicitud de instituir nuevas autoridades morales no confesionales —laicas, pues— que puedan ser reconocidas por todos los ciudadanos cualquiera que sea su condición. Al reconocimiento de la necesidad de una moral laica se ha dado respuesta con la elaboración de códigos deontológicos, así como de éticas pragmáticas, éticas consensuales y éticas de situación, especies de catecismos sin religión para ser buenos ciudadanos, así como en un fundamento jurídico de origen convencional, es decir, en acuerdos convenidos por los Estados nación y al seno de cada uno de ellos, único fundamento factible o viable en sociedades plurales y entre Estados diversos, que son los derechos humanos.
Sin embargo, la institución del ombudsman es el reconocimiento de una anomalía del sistema: hay intereses de grupo e individuales que impiden el cumplimiento cabal de lo que se debe a cada persona en cuanto a sus derechos legalmente reconocidos, puesto que el orden instituido también responde a esos intereses. Es como en la película de Matrix: El Elegido también es parte del sistema; el aparente redentor es, en realidad, una pieza más. Así también, el ombudsman es el resultado de la incapacidad del Estado para hacer cumplir cabalmente las leyes que le mandan a sus funcionarios y servidores públicos respetar y promover los derechos humanos. El dilema es el siguiente: hacemos funcionar bien a las instituciones del Estado o aceptamos que es irremediable su imperfección y la tendencia al abuso de las autoridades, para lo cual erigimos a un depositario del poder espiritual laico frente al poder temporal político en la figura del ombudsman.
Los vicios que quisieron ser erradicados por la modernidad al abolir los fueros de las jerarquías religiosas, militares y monárquicas, son ahora prolijeados por quienes gozan ahora de este privilegio para la excepción ante la ley: legisladores, funcionarios públicos del más alto nivel y los ombudsman. A su situación de excepción para estar sobre la ley, en clara violación al derecho a la igualdad en agravio de todos los que no gozamos de fuero, los ombudsman suman esta cualidad a la de su proclamación legal como autoridades morales. ®