Un censo de hoteles y no lugares, una larga interpelación y al mismo tiempo un curioso exergo, notas al margen y rodeos que casi siempre cobran más peso que el texto mismo que pretenden comentar. La extraña pesquisa que en pos de sí mismo hizo el escritor mexicano.
El sueño revela la realidad.
Éste es el horror de la vida,
lo terrorífico del arte.
—Kafka
En Calle de dirección única Walter Benjamin, quien nunca pisó nuestro país, consigna un sueño al que tituló “Embajada mexicana” y que transcurre así:
Soñé que estaba en México, como miembro de una expedición exploradora. Tras haber atravesado una selva de copas elevadas, llegábamos a un sistema de cuevas superficiales en la montaña, donde desde los tiempos de los primeros misioneros se había conservado hasta hoy una orden cuyos hermanos continuaban con la tarea de conversión de los nativos. En una inmensa gruta central, con techo de punta gótica, tenía lugar un servicio religioso según el rito más antiguo. Nos acercábamos y podíamos ver su apogeo: un sacerdote elevó un fetiche mexicano hacia un busto de madera de Dios Padre, expuesto a gran altura sobre la pared de la caverna. En ese momento la cabeza de Dios se movió, negando tres veces de derecha a izquierda.
Sergio González Rodríguez, al igual que el autor alemán, no desestimó los territorios de lo onírico como una clave para pensar y entender los avatares del presente o el más remoto pasado. En cada uno de sus libros el extrañamiento operó como una cadena intertextual, un hilo de Ariadna con el cual atravesar lo mismo los abismos que los fulgores de la realidad. Una especie de puente o camino entre la razón y el misterio.
Fallecido el 3 de abril de 2017, el juicio unánime ha erigido en él a uno de nuestros grandes lectores, un conversador de los destellos de nuestra literatura y de las insondables simas que horadan nuestro tiempo actual. En resumen, Serge —como lo llamaban sus amigos— fue uno de nuestros últimos polígrafos, pero antes de su fin a los 64 años legó una obra vasta y poliédrica: la investigación periodística (El robo del siglo, Huesos en el desierto, Los 43 de Iguala) y su entrecruce con el ensayo (Campo de guerra, El hombre sin cabeza, El mal de origen) y el asedio sobre lo literario (El centauro en el paisaje), la novela juvenil (El artista adolescente que confundía el mundo con un cómic), la novela (La noche oculta, el triángulo imperfecto) además de su incansable labor como crítico y la siempre pertinente necesidad de una escritura omnidireccional, híbrida.
Músico, cronista, narrador, periodista, como dijo de él Javier García Galiano, “investigador del mal y los bajos fondos”, García Rodríguez (Ciudad de México, n. 26 de enero de 1950) fue dueño de una inteligencia, una voluntad escritural y una agudeza donde desdobló una especie de mirada “fuera” de la propia escritura; sólo así fue capaz de concebir y terminar un libro como el que dejó en imprenta a meses de su prematura muerte.
A la manera de Walter Benjamin, decíamos, Teoría novelada de mí mismo (Random House, 2017) ensaya una suerte de escritura bastarda y digresiva: el apunte reflexivo que enfila sus rumbos hacia la conjetura de la evocación familiar o el jirón del sueño. La cita erudita contrapuesta al azar de la desmemoria o la ambigua evocación de los objetos y personas que poblaron el universo vital: una suerte de tapiz entretejido por la literatura, la vida, la amistad, la música, los hallazgos, accidentes y pretensiones de la creación, las coincidencias, las lecturas y las veleidades que fueron conformando la propia identidad. Una especie de rizoma textual.
Desde el principio de su extraño libro el también personaje de Bolaño en la también póstuma 2666 toma posición:
Cualquier persona que se dedica o quiere dedicarse al uso de las palabras puede intuir aquellas que identificará como palabras–clave en su vida se vinculan a su origen como operador de la letra. A ellas les ha otorgado, en forma consciente o inconsciente, tal estatuto a lo largo del tiempo.
González Rodríguez hizo una especie de autopsia anticipada a las nociones y obsesiones que fueron rigiendo su vida, traza un mapa de derroteros sentimentales e intelectuales, va a la cacería de ecos y minucias, de resonancias, habla con sus propios fantasmas, interroga al sueño y al pasado, atisba entre las grietas del futuro, conjetura al silencio agazapado entre las palabras:
¿En qué creo? Entre otras cosas, en la alteridad radical entrevista en lecturas, sueños, imágenes, fantasmas, intervenciones. O en el estudio del trance entre la grafía y la agrafía; entre el deseo y el sueño e indefectible siempre, frente a cada uno de nosotros, la realidad.
Volver a leer, volver a ver
Saldo, revisión, recapitulación, una de las palabras y acciones más consistentes en la tentativa de González Rodríguez fue la de la relectura: una especie de lucha contra el olvido, una conciencia del límite humano y la fuerza terrible del tiempo con su vértigo y su disolución. Como estrategia de entendimiento —de la realidad, de las lecturas, de los seres amados o esenciales— había siempre que “volver a leer”:
¿Relectura de qué? De lo vivido, de lo escrito, de lo registrado ante los sueños, las imágenes y los fantasmas: la alteridad que nos contempla y a la que intentamos escrutar. Y escribir asimismo para evitar quizás el olvido, para conocer lo invisible que impulsa nuestros actos: la verdad trascendental.
Asimismo, la música fue otro universo donde el autor buscó y alcanzó el culmen de lo vital. En el grupo de rock Enigma, junto con su hermano Pablo, a principios de los setenta, en la escena underground, el magisterio del bajo eléctrico fue para el autor de Huesos en el desierto una suerte de búsqueda, perplejidad y desfase:
La intersección de la letra y la música de rock en mi formación ha sido una puerta de entrada al deseo de experimentar el vaivén entre lo visible y lo invisible, al descentramiento y la búsqueda de lo anómalo, lo heterogéneo y la huida de la unilateralidad.
La dimensión espectral
Sin embargo, quiero aventurar que el tono esencial de este libro es el del extrañamiento y que su tema central es una especie de tentativa de abordaje hacia esa dimensión borrosa de la disolución de todo origen, de toda huella, ese paso por la existencia que nos va desgastando, volviendo otros, una suerte de metamorfosis que deja siempre tras de sí una estela, la huella de esa misma presencia en los lugares donde ésta habitó o viajó, donde leyó o amó; lugares y tránsitos, momentos, años, algo que el propio autor identifica como “el devenir fantasmal de las personas”. A contrapelo, establece los libros como una suerte de oráculo y asidero, así como en Inception —el filme de Nolan que comenta varias veces—, títulos que fueron un tótem o una referencia de peso a través de este borroso tránsito hacia la amnesia y la desaparición; González Rodríguez reconoce como lecturas esenciales, más que formativas, formas originarias de una impronta indeleble: títulos tan disímbolos como La virgen de los cristeros, El Aleph, El retorno de los brujos, Pinocho…
El retorno de los brujos, de Jacques Bergier y Louis Pauwels, un compendio de literatura, mitos, esoterismo, relatos fantásticos, misterios y divulgación científica. Un libro que es muchos en uno solo y que desde la portada significaba un dispositivo inagotable para la curiosidad, al plantear más preguntas que respuestas. Nada en sus páginas está dado: todo es incierto. Su parte proteica me ha acompañado siempre.
Y el persistente título de un libro soñado: El vapor rosado en el jardín sereno.
Pero el sueño involucra también el campo minado de las pesadillas. La pesadilla real y la soñada, que en nuestro país, desde hace algunos sexenios, se convirtieron en una misma.
Una noche soñé que unos sujetos desconocidos, con los que yo iba a bordo en un coche por un camino o avenida oscura, me traicionaban (eso pensé en el sueño): el coche se detuvo y uno de ellos que estaba en la parte delantera del coche me amenazó con un arma de fuego. La impresión de la escena onírica fue sobrecogedora. Me desperté de inmediato, abrumado de miedo. Semanas después, la escena se replicó en la realidad cuando iba a bordo de un taxi. Lo interesante del episodio reside menos en el cariz premonitorio y específico, innegable y atroz, que en su conexión con lo indecible. Una huella en mí, remota e inconsciente, hizo resonar el contacto de mi ser con una amenaza primigenia, la cual se exteriorizó de súbito. ¿Convoqué yo lo aciago, o lo aciago me atrajo?
Es sabido del reiterado secuestro y la tortura a la que fuera sometido González Rodríguez a raíz de su investigación para Huesos en el desierto, sobre el martirio plural de las mujeres en Ciudad Juárez, exploración que amplió en libros terribles como El hombre sin cabeza y Campo de guerra. Las secuelas físicas y psíquicas quedaron para siempre en el autor: “En el momento de mi secuestro se abrió una grieta en mi vida que continua allí, inexorable, y me sobrevivirá”.
Esta reverberación fluctuante entre la realidad y el mundo inconsciente siempre persiguió a González Rodríguez, volcándolo a una escritura de una estilo totalmente benjaminiano, quien en 1916 esbozó al respecto:
El lenguaje del sueño no está en las palabras, sino debajo de ellas. En él las palabras son productos accidentales del sentido, el cual se encuentra en la continuidad sin palabras de un flujo. El sentido se esconde dentro el lenguaje de los sueños a la manera en que lo hace una figura dentro de un dibujo misterioso.
Se trataba de un hombre como un sabueso, siempre en pos de las claves, capaz de urdir si no un orden, sí una tentativa de entendimiento, y ante el horror nacional, una demoledora autocrítica:
El medio literario, por ejemplo, padece un trauma frente a la historia del presente en el país. Un ámbito que estaba allí, pero era secundario frente a los atractivos etéreos y volátiles del espectáculo y el alto consumo, casi ajenos al mundo real. Se tenía a la metáfora como código supremo de la literatura. De pronto, algo terrible, concreto, telúrico, se reveló de cuerpo entero: le he llamado la Grieta. La pesadilla vasta encarnada en la vida cotidiana.
Teoría novelada de mí mismo es una especie de territorio extraño, un vasto limbo donde su propio autor conjetura, dialoga e interroga. Una conversación con Steiner, Benjamin, Agamben, Rulfo, Kafka, Quignard, Juan Gabriel, Marc Augé… Un diario de viajes, interrelaciones, conjeturas y pasmos:
El bajo eléctrico emite un rango de frecuencia fundamental de 41–300 KHz y armónica de 1–7 KHz, y se ejecuta para indicar el marco de armonía, marcar el tiempo o pulso rítmico. Su ondulación acústica penetra lo terrestre y vibra a través de edificios y cuerpos orgánicos. Tan directo como subrepticio. ¿Está allí la raíz de mi patrón de pensar y estilo literario, hecho de asertos, acentos, pausas, resonancias, titubeos, deslizamientos (glissandi) que recaen en lo humano o en el misterio? Todo deseo termina en una pregunta.
Un tesauro de observación, agotamiento de la escritura y campo de disgresión:
Gatos: gatos que duermen y ven el mundo desde la punta de un árbol; gatos que dialogan a maullidos y sonidos guturales a punto de las palabras; gatos cuyos ojos alumbran la escritura de sus amos en la oscuridad; gatos que observan a los amantes desnudos; gatos que acompañan a las niñas en su despertar sexual; gatos que juegan con la madeja del mundo reducido a su escala: gatos que reinventan cada noche un método distinto de evadir la vigilancia de los humanos.
Un censo de hoteles y no lugares, una larga interpelación y al mismo tiempo un curioso exergo, notas al margen y rodeos que casi siempre cobran más peso que el texto mismo que pretenden comentar. Pero sobre todo, Teoría novelada de mí mismo es la extraña pesquisa que en pos de sí mismo hizo el escritor mexicano, aun después de vivo, aun antes de muerto:
Yo sólo quiero referir la absoluta enormidad del devenir fantasma. Todo estamos destinados a ser fantasmas. Para quienes nos conocen o nos conocieron. En esto consiste nuestra verdadera condición humana. Yo hablo de otra cosa: soy un detective del devenir fantasmal de las personas. ®