Maiakovski punk es un formidable monumento a los ancestros y a los autores heterodoxos; un libro omniscio donde un lector “supranacional” como Domínguez Michael, crítico nigromante, nos comparte su “devoción por la independencia del intelectual”, “la imaginación oracular del historiador” y “la libertad del hereje”.
“El que practica la nigromancia conoce los medios más adecuados para llamar a determinados difuntos, sometiéndolos a su voluntad y obteniendo respuestas precisas, después de lo cual devuelve otra vez los espíritus al sepulcro.” La cita anterior es de un manual de magia y brujería editado en Milán en 1966. Viene a cuento por Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI (México, Taurus, 2022, 648 pp.), el libro más reciente del crítico literario Christopher Domínguez Michael (Ciudad de México, 1962), obra que nos permite dialogar con los muertos en un plano exotérico.
Libro voluminoso, conformado por más de cien ensayos, reseñas y artículos publicados en revistas literarias y suplementos culturales de la Ciudad de México entre 2005 y 2022, Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI está dividido en cuatro grandes apartados (“Invocaciones”, “Maîtres à penser, todavía”, “Lenguas vivas y lenguas muertas de América Latina” y “Novedades antiguas”). Aunque la numeración de sus páginas es defectuosa, celebro que la obra incluya un índice onomástico.
Dicho sea de paso, el nuevo título (el libro, con otro nombre, se publicó primero en Chile) me parece mejor que el anterior: Ateos, esnobs y otras ruinas (Santiago, Ediciones Universidad Diego Portales, 2020), resultaba demasiado parecido a Vegetarianos, imperialistas y otras plagas (G. K. Chesterton, Madrid, Ediciones Encuentro, 2019). Por otro lado, la nueva portada es un acierto: en este viejo óleo del siglo XVII, obra del pintor italiano Angelo Caroselli (1585–1652), podemos observar a una nigromante horrorizada ante la aparición de un demonio invocado; “en primer plano, un cráneo descansa sobre brasas ardientes, al lado de un libro abierto que muestra varios símbolos mágicos” (The Leiden Collection Catalogue, Nueva York, 2020).
En todo caso, si un cuadro de Hans Baldung Grieg (Eva, la serpiente y la muerte) le sirvió a Mario Praz (1896–1982) para ilustrar el contenido de alguno de sus libros (El pacto con la serpiente, México, FCE, 1988, pp. 7–8), me parece que la pintura de Caroselli (La nigromante) ilustra de manera ejemplar varios de los temas centrales en el libro de Domínguez Michael, como son la superstición, el horror —a la herencia, por ejemplo— y la muerte en el mundo posmoderno.
Para Domínguez Michael, dicho en pocas palabras, la posmodernidad es una “criatura lovecraftiana por lo que tiene de ‘no euclidiana’” (p. 425), definición no muy alejada de la esbozada por Timothy Leary (1920–1996) para explicar la contracultura: “La contracultura es la cresta en movimiento de una ola […], la región no lineal en la que el equilibrio y la simetría han dado paso a una complejidad tan intensa que a la vista parece un caos” (Carlos Martínez Rentería, La cresta de la ola. Reinvenciones y digresiones de la Contracultura en México, 2009, p.9. El énfasis en cursivas es mío).
Por tal motivo, contra la supuesta simetría de lo apolíneo y lo dionisiaco —los dos sexos del espíritu, según Nietzsche, entre los que se encuentra el vástago helenístico— o lo clásico y lo romántico —“dicotomías habituales, hijas de la pereza aunque a veces irreductibles” (p.528)—, Domínguez Michael propone el uso de categorías estéticas nuevas, con suerte más útiles para describir los claroscuros de una época compleja.
Ejercicio de innovación retrógrada, su nueva clasificación, “excéntrica y heterodoxa” (p.530), se sustenta en algunas vetustas etiquetas de la contracultura —yippies, punks, hippies y otras que Domínguez Michael utiliza desde los años ochenta (“Máscaras del espíritu”, en Memorias del festival música verbal e imagen. La generación de fin de siglo, México, 1985. SEP/CREA, México, 1986, pp. 21–26)— y también, con “una pizca de espíritu aristocrático” (La sabiduría sin promesa, Lumen, México, 2009, p.215), en ciertas categorías vigentes durante “El siglo de Luis XIV”, lo que me parece un logrado homenaje a Voltaire, “el gran ilustrado” (p.442).
De tal suerte, por ejemplo, Kathy Acker (1947–1997) le parece a Domínguez Michael “la reina de la literatura punk” (p.72). Y, de manera similar, Enrique Vila–Matas (Barcelona, 1948) le parece un “rey” (p.531), es decir, un clásico “del que se puede desertar, pero a quien no cabe derrocar” (La sabiduría sin promesa, p.49).
Si un esnob, como anota William Thackeray, es “aquel que mezquinamente admira cosas mezquinas”, Domínguez Michael no duda en anotar que Neruda —comunista militante y admirador del genocida Stalin— fue “en el fondo un esnob, como lo son todos los revolucionarios”. Esnobs fueron también los miembros de Tel Quel —personajes como Philipe Sollers y Julia Kristeva—, maoístas admiradores del Gran Timonel Mao Zedong.
De cualquier manera, vale la pena aclarar, el libro de Domínguez Michael no pretende postular “una clasificación» rigurosa (p.358), sino cierta taxonomía personal esbozada con “paciencia de entomólogo” (p.549).
Por otra parte, si un esnob, como anota William Thackeray, es “aquel que mezquinamente admira cosas mezquinas” (p.248), Domínguez Michael no duda en anotar que Neruda —comunista militante y admirador del genocida Stalin— fue “en el fondo un esnob, como lo son todos los revolucionarios” (p.410). Esnobs fueron también los miembros de Tel Quel —personajes como Philipe Sollers y Julia Kristeva—, maoístas admiradores del Gran Timonel Mao Zedong: poeta deleznable, líder del “régimen cuantitativamente más genocida en la historia de la humanidad” (p.42) y destructor de buena parte de la civilización china.
Para Domínguez Michael, por citar otro caso, los punks son “fervorosos individualistas”; “emprendedores y empresarios de sí mismos” (p.443), mientras que hippie es todo aquel “enemigo de la sociedad de consumo” (p.281), como el yippie —“jipi radical” (p.413)— Nicanor Parra (1914–2018). Ahora bien, si el punk es un “rebelde sin causa” o “como se decía en México, un azotado, un atacado, un gandalla” (p.471), punk fue el pésimo poeta soviético Vladímir Maiakovski (1893–1930), cuyo suicidio fue calificado como un “acto de soberbia individualista” (“La boca abierta de Maiakovski”, 2022).
En mi opinión, anoto al paso, punks podrían ser considerados todos los jóvenes entre los quince y los treinta años, pues —según José Ortega y Gasset— en esta edad el ser humano atraviesa “la etapa formidablemente egoísta de la vida”: el “joven vive para sí […] No crea cosas, no se preocupa de lo colectivo. Juega a crear cosas […] y juega a preocuparse de lo colectivo” con gran frenesí, “mas, en verdad, todo ello es pretexto para ocuparse de sí mismo y para que se ocupen de él” (Obras completas, Tomo V, Revista de Occidente, España, 1964, p.47). Lo digo sin olvidar que, para Fabián Casas (Buenos Aires, 1965), “Sid Vicious y el punk entero iniciaron la recaída europea en el fascismo” (p.417).
Por lo demás, si los paganos son eternos, como parecía sospechar el poeta renacentista Pietro Aretino (1492–1556), Domínguez Michael no deja de notar que lo romántico “no corresponde a una época determinada entre los siglos XVIII y XIX, sino es un carácter intrahistórico” (p.422). Dicho de otra manera: todas las épocas tienen sus clásicos y sus románticos; sus ateos y sus esnobs; sus hippies y sus punks.
En este sentido, si no entiendo mal, libros como La sabiduría sin promesa y Maiakovski punk… están destinados, sobre todo, a mostrar los diferentes caracteres intrahistóricos que conforman el mosaico espiritual de nuestra civilización.
Con todo, en el libro de Domínguez Michael no abundan las grandes figuras del presente siglo, sino que proliferan los actores secundarios y ruinosos de otras épocas, lo que transmite cierta atmósfera du déclinisme. De cualquier manera, José Ortega y Gasset, ese “Voltaire español” (p.116), sin duda hubiera rechazado clasificar lo que va del siglo XXI como una época de transición o, lo que es peor, de decadencia. En palabras del filósofo madrileño, “transición es todo en la historia hasta el punto de que puede definirse la historia como la ciencia de la transición. Decadencia es un diagnóstico parcial, cuando no es un insulto que dedicamos a una Edad. En las épocas llamadas de decadencia algo decae, pero otras cosas germinan” (Obras completas, Tomo VI, Revista de Occidente, España, 1964, pp. 378–379).
Punto y aparte, si bien Maiakovski punk… guarda cierto parecido con El siglo de Luis XIV (pp. 442, 453), sobre todo por el uso del “siglo como clave temporal de la historia” (La sabiduría sin promesa, p.9), me parece también que la obra de Domínguez Michael comparte algún vínculo familiar con el Diccionario infernal de Jacques Collin de Plancy (1794–1881), catálogo secular de los personajes, libros, hechos, adivinaciones, prodigios, mitos, supersticiones e imposturas vigentes en el imaginario colectivo a principios del siglo XIX.
El libro de Domínguez Michael incluye comentarios sobre profetas, magos, brujos (como Jacques Derrida, dioses, fantasmas, alquimistas, taumaturgos (p.359) y oscurantistas, sin excluir a personajes como Edward Said (aquel inventor de la moderna superstición orientalista que “militó en una organización terrorista que se propuso, hasta 1988, la destrucción de la democracia israelí”) o Mario Vargas Llosa.
En todo caso, si el Diccionario infernal incluye, por ejemplo, entradas sobre visionarios, magos, demonios, fantasmas y personajes como Marat (“el monstruo que irrumpió entre nosotros en 1793 y que sin duda era un demonio encarnado, probablemente el demonio de la matanza; al menos estaba poseído por él, y era prusiano. Cuando murió, fue adorado en París”) y Voltaire (“Madame de Staël y otras cabezas sensatas lo sitúan entre los demonios encarnados”), el libro de Domínguez Michael incluye comentarios sobre profetas (p.569), magos (p.530), brujos (como Jacques Derrida, p.599), dioses (pp. 337, 530), fantasmas (p.390), alquimistas (p.403), taumaturgos (p.359) y oscurantistas (p.361), sin excluir a personajes como Edward Said (aquel inventor de la moderna superstición orientalista que “militó en una organización terrorista que se propuso, hasta 1988, la destrucción de la democracia israelí”) o Mario Vargas Llosa (escritor demonizado, a mi juicio, por las nuevas sectas ideológicas de izquierda, defensoras de un totalitarismo pseudoigualitario).
Dicho sea de paso, si en La sabiduría sin promesa. Vidas y letras del siglo XX (México, Lumen, 2009) Domínguez Michael se ocupó de la Gran Bestia decimonónica y vigesímica, el mago Aleister Crowley (1875–1947), en este nuevo libro no deja de mencionar, ufano, sus tratos con el cineasta, escritor y psicomago Alejandro Jodorowsky (1929), gran taumaturgo (p.548) vigesímico y veintiúnico (p.416), a quien compara con el conde Alessandro di Cagliostro, gran genio y charlatán dieciochesco (La sabiduría sin promesa, p.124).
Empero, menos una demonología que una teratología —como Los raros de Rubén Darío—, Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI es un trabajo en el que Domínguez Michael nos presenta, sobre todo, “a sus héroes románticos, a sus rebeldes autistas, a sus solitarios autodestructivos” (p.424).
Así, entre los espíritus invocados por Domínguez Michael se encuentran Pascale Casanova (1959–2018), Robert Lowell (1917–1977), Carlos Monsiváis (1938–2010), Carlo Coccioli (1920–2003), Sergio González Rodríguez (1950–2017), Jordi García Bergua (1959–1979), Leszek Kolakowski (1927–2009), Leslie Stephen (1832–1904), Eduard Limónov (1943–2020) y Simon Leys (1935–2014). También la “extraterrestre” Christa Wolf (p.85), el “escritor–profeta” Aleksandr Solzhenitsyn (p.69) y el famélico y endemoniado mago Antonin Artaud (p.96).
Como si fuera poco, en el libro también aparecen personajes horripilantes como el primer Barthes (p.361) y escritores capaces de espantarnos, como Peter Handke, defensor del criminal de guerra Milošević (pp. 305-308), un ejemplo, entre muchos otros, de que el siglo XXI no está exento de escritores “enamorados de bufones y asesinos” (p.455), como los cuadros de Millet no están libres de “campesinos burlescos y brutales” (p.550).
No obstante, si bien Domínguez Michael considera que “el destino último de toda la literatura” es “hablar con los muertos” (p.559), defiende también el derecho de los vivos para ejercer la crítica y la blasfemia (p.564). Por eso, acaso, le interesa escuchar el debate civilizado entre quienes habitan las antípodas del pensamiento (por ejemplo, entre Michel Houellebecq y Bernard–Henri Lévy, hombres de tradiciones “a la vez hermanas y enemigas”), pues civilización no significa para él consenso, sino diferendo inteligente y libertad de crítica (p.252).
Por lo demás, en su faceta de crítico literario, Domínguez Michael practica con pasión el examen “fresco, irreverente, a veces irrespetuoso” (p.439) de los autores y obras del presente y del pasado.
Ahora bien, ya que “no se puede hablar impersonalmente de nadie” (según Enrique Lihn, citado en la página 315), Domínguez Michael procede a retratar a cada uno de los autores estudiados sin ocultarnos “su villanía y su nobleza” (p.166).
En este punto, a diferencia de los profeteóricos universitarios —derrideanos y foucaultianos— que se ocuparon de predicar en el siglo XX la muerte del autor, según la moda teórica en boga, Domínguez Michael prefirió establecer, contra todo esoterismo académico —en el sentido que le daban Heidegger (p.97) y Ambrose Bierce al término—, el estrecho de Bering que siempre conecta la vida de un autor con su obra.
Domínguez Michael es un nigromante experimentado en “el trato con los fantasmas” de la literatura. Sin embargo, no se olvida de los otros fantasmas de la historia: los asesinados “en Vietnam y en la antigua Camboya, en Santiago de Chile y en Buenos Aires, en el cuerno de África” y en otros tantos lugares, como la Unión Soviética y los Estados Unidos.
“Biografía espiritual” (p.511) de una época, Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI es un libro que intenta practicar “el arte de entender el presente” (p.443) “con animación y apetito y sin miedo” (p.532). En todo caso, me parece un libro para contemplar mejor —con asombro dickensiano (La sabiduría sin promesa, p.49)— las erupciones de barbarie que de manera constante amenazan con oscurecer los cielos, ya de por sí grises, de nuestra civilización —desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York hasta la invasión rusa a Ucrania en 2022.
Devoto de la historia —esa “musa de la muerte”, como la llamó Gonzalo Rojas—, Domínguez Michael es un nigromante experimentado en “el trato con los fantasmas” de la literatura. Sin embargo, no se olvida de los otros fantasmas de la historia: los asesinados “en Vietnam y en la antigua Camboya, en Santiago de Chile y en Buenos Aires, en el cuerno de África” y en otros tantos lugares, como la Unión Soviética (p.71) y los Estados Unidos (p.25). Ante semejante triunfo de la muerte, justificado y celebrado “en uno u otro lado” por los bárbaros que se creen civilizados, Domínguez Michael nos recuerda el arrepentimiento del polígrafo argentino Óscar del Barco, quien conmocionó a sus contemporáneos recordándoles la validez de un mandamiento, “no matarás” (p.268), consciente de que “el derecho a matar envenenó el alma de los militantes revolucionarios” (p.270). Resumo de otra forma: si “la muerte” —es decir, la historia— “es el problema decisivo” (p.102), Domínguez Michael ha hecho de la reflexión sobre la “barbarie histórica” (p.353) una constante en su obra.
En términos generales, Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI me parece un notable compendio de crítica literaria, política y moral; un robusto diccionario infernal y un grimorio exotérico para invocar a los muertos. Además, un amuleto para mantener a los vivos a salvo del “embrujo de la fama” y de los “fuegos, fatuos o quemantes, de la vanidad literaria” (p.61).
En este sentido, el libro es también un vademécum en el que Domínguez Michael reflexiona sobre las enfermedades del cuerpo y del espíritu (p.145). Por ejemplo, le parece —sintetizo en pocas palabras— que la crítica es el bezoar que sirve para inmunizar al cuerpo intelectual de “la enfermedad totalitaria” (pp. 104–105).
Finalmente, atalaya del “pensamiento crítico” (p.77), Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI es un formidable monumento a los ancestros y a los autores heterodoxos (pp. 76–78); un libro omniscio donde un lector “supranacional” (p.122) como Domínguez Michael, crítico nigromante, nos comparte su “devoción por la independencia del intelectual”, “la imaginación oracular del historiador” y “la libertad del hereje”. ®