Sesenta por ciento de los argentinos tiene sangre india, y los comechingones, una raza prehispánica, tenía rasgos caucásicos y los cabellos rojizos. Sobrevivieron a la Conquista haciéndose pasar por blancos, agazapados en su ADN. Esto y más nos cuenta el autor de esta crónica.
Halcón azul
Lo más llamativo del Cacique Halcón Azul es su alta estatura: casi dos metros. Luego impresiona, con idéntica intensidad, el verde de sus ojos. Su barba es poblada y un tanto rojiza. La piel, caucásica como la de un siberiano, hace que le quede un poco extraña la indumentaria india con la que marcha por Avenida de Mayo. Cualquiera diría que se trata de un cooperante noruego haciendo alardes de indigenismo en el marco del bicentenario argentino. O de un porteño de origen eslavo al que súbitamente lo atacó la culpa histórica por la campaña del desierto.
Documental
Extendí mi estadía en Argentina gracias al dinero que me fue suministrado por el millonario Gastón Giannuzzi para realizar un documental sobre nuevas expresiones indígenas en el continente. Lo que don Gastón quería producir era algo vendible, pero que al mismo tiempo beneficiara a las comunidades. Algo pop con conciencia social, tal como dicta la tendencia. Asumí la dirección del proyecto a pesar de mi escasa experiencia en el área audiovisual, puesto que necesitaba tener una nueva fuente de ingresos para poder disfrutar un par de meses más de Buenos Aires. Después del descalabro económico y emocional que padecí (debido a causas más bien místicas) a finales de 2009, las cosas se me habían complicado bastante. Digamos que la realización del documental me salvó. Sí, no exagero. Para el momento de los festejos de mayo de 2010 yo ya había realizado mis entrevistas con Delfín Quishpe y Wendy Sulka, en Ecuador y en Perú, quienes me habían dejado muy sorprendido desde diversos puntos de vista. El proyecto no sólo me estaba dando para comer, además me estimulaba sobremanera y me permitía surcar América del Sur de ida y vuelta.
Marcha indígena
Por primera vez en dos siglos (o quizás más) miles de indios argentinos atravesaron el país para concluir su larga caminata frente a la Casa Rosada de Buenos Aires. Miembros de por lo menos treinta comunidades originarias se aposentaron en el corazón de la gran ciudad para exigir la restitución de tierras ancestrales y la refundación del país como un Estado multicultural. Miles de coyas, mapuches, guaraníes, tobas y comechingones, entre otros, aprovecharon los fastos del bicentenario de la independencia patria para pedir su inclusión en los planes gubernamentales y en la agenda nacional. Como era de esperarse, aproveché esta concentración para entrevistar a la mayoría de personajes significativos de las comunidades indianas. Mi intención era salirme del guión habitual y no cuestionarlos tanto alrededor de las reivindicaciones políticas e históricas, sino más en términos de sus sueños, deseos y fantasías más recurrentes. Uno de los líderes espirituales de la etnia toba me confesó que tenía constantes alucinaciones en las que se veía conduciendo un auto Jaguar negro sobre una carretera en llamas. Me hizo prometer no mostrarle jamás a nadie la parte en que me relataba su interpretación de esta visión, pues ello lo dejaría indefenso frente a las ingobernables fuerzas del destino. Otra de las entrevistadas dignas de mencionar en esta crónica es una abuela guaraní de ciento cuarenta años, quien sonreía de forma muy tierna al hablar y que me confesó un constante flujo de sueños húmedos con los que venía condimentando su más que espléndida vida sexual desde siempre.
Una comechingona
Mi interés por este grupo étnico comenzó a partir de la relación que sostuve con una hermosa bailarina cordobesa de la danza del vientre. La conocí en el Centro Cultural de la Cooperación Española en la Avenida Corrientes, justo después de un espectáculo. Hicimos contacto visual y listo. Justo era la temporada en que se gestaba una revolución profunda de mis deseos, virando desde mi antigua predilección por las rubias hacia un deleite superlativo por las morenas. Resulta obvio que este viraje fue ocasionado en buena medida por lo que llegué a llamar “el descalabro místico”. El último año nuevo me habían destrozado el corazón como a una quinceañera y me quedé condicionado en onda chihuahua pavloviano. Me era imposible mirar a una rubia sin sentir una especie de calambre de electricidad recorriendo mi espalda. Muy doloroso, sobre todo si tomamos en cuenta la alta densidad de rubias (falsas y verdaderas) que hay por estos rumbos. Hasta que se apareció Lucía en mi vida y me sacó de encima el embrujo. Con ella todo avanzó por las sendas de la curación. Al perderme en los linderos de su piel canela mi espíritu atravesó un umbral que me hizo alcanzar el éxtasis del renacimiento. Me volvía loco su aroma, un olor que jamás había sentido y que me era imposible relacionar con ninguna esencia de mi pasado. Le pregunté y me dijo que su perfume había sido creado por sus ancestros comechingones, con el jugo de una planta llamada “suico”. Este dato me sorprendió un poco. Aunque Lucía era morena, sus rasgos estaban muy lejos de lo que uno imaginaría como “indígena”. Pero lo había dicho con total claridad, así: “Mis ancestros comechingones”, notando que yo la miraba con gesto de incredulidad desde mi lado de la cama. Entonces, para disipar mis dudas, la bailarina acercó su laptop y abrió la página de Wikipedia en donde se explica que las múltiples similitudes fisiotípicas entre comechingones y europeos (tupida barba, piel caucasoide, alta estatura, ojos verdes) hicieron que ambas poblaciones se confundieran y mezclaran con bastante facilidad, llegando al punto en que era indiscernible decidir quién venía de dónde.
Comechingones insepultos
El cacique Halcón Azul me confesó frente a la cámara que su verdadero nombre era Juan Carlos Santucci y que su padre se consideró siempre un italiano de cepa, a pesar de haber nacido en la provincia de Córdoba. Según el cacique, esto es una práctica muy común en este país. El asunto me llamó la atención, puesto que mis amigos guatemaltecos con apellidos italianos, alemanes o franceses jamás osarían usar el gentilicio de sus padres o abuelos. Creo que ni siquiera aquellos que tienen la doble nacionalidad lo hacen. De acuerdo con Halcón Azul, el proclamado origen italiano de su padre llegó a convertirse en algo similar a un misterio para él: un aspecto oscurecido de su psique. Esto le provocó una consistente angustia durante toda la infancia. Por alguna razón no se sentía italiano y, a lo mejor, ni siquiera argentino. Su aspecto le permitía socializar de forma natural en un entorno de mayoría blanca, pero esto no le bastó nunca para sentirse parte. Tuvo que llegar el día de su revelador encuentro con el Hada del Champaqui, quien lo hizo hombre entre sus piernas al mismo tiempo que le explicaba su verdadero origen a las orillas de una laguna del Valle de Calamuchita. A lo largo de un lapso que llegó a rozar la calidad de sempiterno, el Hada le relató a Juan Carlos la historia milenaria del pueblo comechingón, las batallas ganadas y las guerras perdidas. Las rutas de los diversos linajes y de cómo hicieron para esconderse al interior del ADN de los realistas españoles y de los colonos europeos que irían llegando durante los últimos siglos.
Fanáticos de Goddard
A don Gastón Giannuzzi lo embarqué como inversionista para el documental gracias a los buenos servicios de mi amigo Rafael Toriz, un ensayista mexicano que entra y sale de Buenos Aires como Pedro por su casa. Lo que hacíamos era organizar pantagruélicas borracheras en mi apartamento de la calle Tacuarí, a la altura de Hipólito Irigoyen. Durante estas refriegas nos gustaba que cayera una especie de nieve mágica adentro de nuestros organismos. Nos acompañaban diversidad de escritores y artistas porteños, todos muy versados en Goddard y en las ideas de Vattimo, Agamben y Zizek. El más abierto a conocimientos de origen prehispánico y el más activo, o dicharachero, de todos ellos era don Gastón. Hablábamos y hablábamos durante horas, acerca de libros, filosofías y tendencias estéticas. Le gustaba citar un famoso reportaje de Clarín donde se descubría que 60% de los argentinos tendría sangre indígena. Disfrutábamos mucho conversar a los gritos y ponernos apodos. Al mexicano le decíamos “MefisToriz”. A un psicoanalista lacaniano lo llamábamos “Chuch”. El señor Giannuzzi realmente gozaba con mi capacidad para relacionar pasajes del Popol Wuj con escenas de películas de Aronofsky o con la movida electrónica alemana de los años setenta. También le intrigaba, con especial punción, la profunda lectura que Borges hiciera de los mitos mesoamericanos, evidenciada en su cuento “La escritura del Dios”. Discutíamos noches enteras hasta el amanecer. Entre tanta cosa, lo que más llegaría a maravillar a don Gastón fue mi relato de la morocha argentina que resultó ser una bailarina comechingona de la danza del vientre. A partir de esa noche se comenzó a declarar “comechingón honorario”. Reía con todos los dientes al decirlo. Desopilante. ®