Desde que vivo en el Detritus Federal, paraíso de vochos e infierno de automovilistas, de marchas diarias, de obras perpetuas y hundimientos inesperados, pienso en mi querido y viejo Volkswagen 85 para confirmar que pese a las bondades de su paso por mi vida, ese primer y único carro fue para mí una iniciación pero quizá también una clausura.
Mi primer y único carro, hasta la fecha, ha sido un Volkswagen blanco, usado, del año 1985. A pesar de haberme costado la risible cantidad de ocho mil pesos, tuve que ahorrar durante seis meses para reunir apenas cinco mil y pedir prestados los tres mil restantes para poder aspirar a comprarlo. El aviso en el periódico era parco en la descripción y contundente en el precio. Lo escueto del anuncio, sin embargo, contrastaba con la elocuencia del carro en sí. Me encontraba sometido por el furor y no me importó su ruinoso estado oculto de mala manera por algunos empastes, la evidente decrepitud de su chasís, el cansado motor de arterias inservibles, las llantas lisas y delgadas como la suela de los zapatos de un trotamundos venido a menos. Cuando lo vi me enamoré porque de alguna extraña forma estaba seguro de que aquel héroe de viejas batallas, aquel derruido vagabundo podía enseñarme muchas cosas. Y así fue.
El desatino de la compra era evidente hasta para un ciego. Pero el precario orgullo de comprar mi primer carro era mayor que cualquiera de esas sutilezas bizantinas que todo mundo me señalaba como defectos mecánicos. Sí, ocho mil pesos para otros era menos de lo que pagaban de mensualidad de sus flamantes bólidos, ocho mil pesos podían reunirse en un mes, una semana, quizá hasta en unas cuantas horas por alguien más, pero ese ahorro para mí había significado medio año de penurias. Sí, eran ocho mil pesos, pero nunca me había sentido más orgulloso de mí mismo como cuando me subí en ese destartalado y humilde cascarón de lámina.
Sé que es un tópico de la literatura y el cine, pero su recurrencia no invalida la magia que suscita, mucho menos los vuelos de la imaginación y el deseo de contar las historias que el pavimento resguarda. Pero todo aquel que haya tenido un carro sabrá que al subirse en él siempre surge un impulso desconocido de acelerar hasta el fondo y desaparecer en la oscuridad creciente de la noche. Es una imagen clásica, estereotipada pero encantadora y sugerente. La tentación siempre ha estado ahí. Es como un resquemor que se transmite desde la máquina acelerada hasta los brazos de quien conduce. Uno no puede negar que hay cierta magia en ese momento en el que uno mira por el retrovisor para dejar atrás su vida como antes la conocía.
El beligerante vocho es querido porque tiene un corazón sincero, su mecánica es aquella que dominaban los relojeros de antaño y no esa otra tecnología más precisa, barata pero impersonal de los relojes digitales.
Recorrer kilómetros durante horas, bajo el sol o la lluvia, mirar las estrellas bajo la oscuridad de una noche ajena a las ciudades es y ha sido un engañoso cobijo de la libertad que un carro puede ofrecer. El engaño es obvio en tanto los autos son máquinas cuyo albedrío está supeditado a los trazos y rutas ya marcados de antemano. La verdad es que son muy pocos los carros que pueden recorrer caminos no delineados por la mano del hombre. Si de vagar se trata, en ese caso, la caminata es por mucho superior a la conducción, se aprecia mejor el paisaje y se entabla una comunión más primitiva o esencial con uno mismo.
No obstante, el viaje sobre ruedas tiene un aire extravagante que lo ha hecho un lugar común, no en el sentido peyorativo habitual, sino en uno más primigenio que es el de referirse a algo a lo que se vuelve con frecuencia, a un espacio compartido en el que la facilidad de su realización no entra en pugna con el acuerdo tácito de tomar una salida para perderse en rumbos forasteros.
A la manera de Kerouac y compañía, soñé que mi vetusto vocho me llevaría a recorrer la mitad del país, así como de acumular infinitas aventuras literarias, pero nada más alejado de la realidad. Tres años estuve con él, y menos de la mitad de ese tiempo lo pude utilizar. Mi frustración aumentaba de manera proporcional a las reparaciones a las que lo tuve que someter, los cambios de piezas, la desesperación de quedar atorado en el tráfico en una avenida central justo en la hora de mayor locura, los ruidos ensordecedores, el humo constante. Mi lógica seguía aquella frase de Jorge Ibargüengoitia consignada en Instrucciones para vivir en México: “El taco sudado es el Volkswagen de los tacos: algo práctico, bueno y económico”. El problema es que había descuidado la enseñanza básica que todo comelón callejero tiene que asumir en algún momento, esto es, que los tacos, no importando lo baratos y sabrosos, también suelen generar terribles indigestiones.
La rusticidad de aquel vocho, sin embargo, no era óbice para desalentar su heroicidad, el estoicismo a toda prueba ante lo que le presentara el clima o la geografía. En temporadas de lluvia hacía agua por todas sus hendiduras, pero mientras autos de modelos recientes encallaban en medio de la avenida, mi orgulloso acorazado salía indemne de los ríos de agua mugrosa. Cuando alguna pieza fallaba se podía arreglar a lo McGiver, pues siempre bastaban algunos metros de cable, desarmador, martillo y algún pedazo de plastiloka para triunfar frente a los embates de la existencia. Con él, pues, aprendí que muchos problemas se pueden resolver de formas distintas, lo importante es no perder la esperanza y hacerse experto en la improvisación.
Cualquiera, me dijo alguna vez un experto en volks, cualquiera que de niño pudiera armar y desarmar figuras con legos es capaz de arreglar un Volkwagen. Ahí radica uno de sus encantos más prístinos. El beligerante vocho es querido porque tiene un corazón sincero, su mecánica es aquella que dominaban los relojeros de antaño y no esa otra tecnología más precisa, barata pero impersonal de los relojes digitales. En la constitución básica de un carro de esta estirpe uno puede encontrar sentido a muchas cosas porque recupera esa potencia primitiva de hacer las cosas con las manos y ensuciarse en ese trance. Este tiempo en el que las cosas son para ser sustituidas al menor fallo y en el que uno no comprende el funcionamiento de los objetos que nos rodean —¿alguien se ha puesto a pensar cómo funciona el microondas, el iPod o las computadoras y darse cuenta de que el mundo se ha vuelto más fácil pero menos transparente?— hacer reparaciones a un vocho concilia tímidamente esa necesidad por entrar en contacto directo con el mundo, comprenderlo e interactuar con él.
Woman receiving Beetle, el título de esa fotografía parte de toda una serie con el sugerente nombre de Auto-Erotic, es también una metáfora de cómo me sentía yo dentro de mi destartalado coche de juguete en relación con el mundo de las responsabilidades.
Aquel épico VW 85 era, pese a sus notables deficiencias, un objeto con el que entraba imaginariamente en aquella idílica fotografía tomada por Hemult Newton para promocionar la llegada del nuevo Beetle, ese supuesto heredero del eficaz vástago del Reich alemán. En la diapositiva observamos un par de piernas femeninas enfundadas en la suave caricia del nylon negro. Las extremidades son delgadas, lo suficientemente finas incluso para pensar que sean de un maniquí, detalle que despierta las volutas de la imaginación y a la vez lanza un guiño sensual para el voyeur o el fetichista. Entre ambas piernas se abre un espacio en el que triunfante, eficaz e intrépido se lanza un pequeño bólido de color blanco.
La sensualidad de la imagen es fuerte por la traslación simbólica habitual del carro al falo y viceversa. Siempre pensé que frente a los despampanantes últimomodelos y autos musculosos que denunciaban más una carencia que confirmar una presunción, poseer y disfrutar de un ágil escarabajo era el festejo de estar cómodo con la naturaleza a la vez que satisfecho por sus bondades. No era necesario presumir lo inexistente, sino gozar la plenitud de lo propio.
Woman receiving Beetle, el título de esa fotografía parte de toda una serie con el sugerente nombre de Auto-Erotic, es también una metáfora de cómo me sentía yo dentro de mi destartalado coche de juguete en relación con el mundo de las responsabilidades. Precisamente porque en él aprendí a manejar, porque tuve que saber cómo lidiar con una desastrosa relación que me exigía atenciones con demasiada frecuencia, porque invertí tanto esfuerzo como dinero, porque a pesar de su fidelidad a mí su caprichoso comportamiento me podía dejar tirado en cualquier lugar me di cuenta de que tener un carro, a veces, es tan difícil como tener una relación fija y ésa, sin duda, es una agobiante responsabilidad. El reino implacable de las exigencias se abrió de repente para mí en todo su intimidante esplendor. Por tal motivo, cuando veo aquella foto suspiro con melancolía pero también con cierto alivio. Porque si algo he aprendido a lo largo de los años es a hacer todo lo posible para evitar que la sociedad haga de mí un hombre responsable.
Desde que vivo en el Detritus Federal, paraíso de vochos e infierno de automovilistas, de marchas diarias, de obras perpetuas y hundimientos inesperados, pienso en mi querido y viejo Volkswagen 85 para confirmar que pese a las bondades de su paso por mi vida, ese primer y único carro fue para mí una iniciación pero quizá también una clausura. No sé qué tan pronto vuelva a manejar de nuevo y en qué condiciones motrices, pero lo cierto es que aquella máquina me enseñó grandes lecciones de la vida. Una de ellas se resume en lo que un viejo amigo me hizo ver como una disyuntiva de trascendente y crucial importancia: “Cuando iba a comprarme un carro pensé que tenía que decidir si manejaba o bebía. Gracias al cielo, tomé la mejor decisión. Salud”. ®