La obra literaria y la obra arquitectónica están ligadas al espacio, el espacio que se crea al sumergirse en la lectura, el espacio que se crea al ingresar en el espacio construido, así como la interpretación que se hace de ambos.
Hacer presente la ausencia, hacer presente lo ausente.
—Paul Ricoeur
El espacio como ente infinito e inconmensurable se encuentra de cierto modo presente en todas partesy posee en su haber una gran cantidad de denominaciones, concepciones y usos. En la música, en las matemáticas, en la física, en la astronomía, en la arquitectura y en la literatura. Existen varias enunciaciones de diccionario, que pueden aumentar nuestro léxico y nuestra cultura, pero todas nos llevan básicamente a lo mismo: el espacio es el vacío intangible que existe entre dos o más objetos tangibles, objetos que pueden ser bidimensionales, tridimensionales o también imaginarios.
Sin embargo, una definición de este tipo no es lo suficientemente justa para describirlo, es demasiado breve y simple porque el espacio, ente intangible, es percibido por cada ser de forma individual según su entorno, contexto, historia e incluso cultura.
El espacio también tiene una relación directa con el tiempo, que nos lleva y nos trae; se concibe un espacio y un tiempo determinados para ponernos en contexto de las cosas y las circunstancias de algo o de alguien: como cuando entramos a un edificio antiguo: en él encontramos un ritmo distinto al espacio y al tiempo que vivimos hoy. Es como bajar la velocidad, hacer una pausa, nos conecta con otro lugar y otra época, nos transporta.
En la escritura —por ejemplo— el espacio funciona de diversas formas, entre los símbolos que componen una palabra no hay espacio; estos símbolos, llamados caracteres, conforman palabras, y la relación entre caracteres —el interletrado— y palabras, a su vez, conforma ideas y conceptos. La variación del espacio es distinta de caracter a palabra, de palabra a párrafo, ya que son entidades separadas y de esta manera se concibe o se construye la lectura y su significado.
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Si no se respetaran estos códigos entre las palabras y los párrafos no se entendería el significado; existe el espacio en los caracteres para diferenciar y entender. Cuando pasamos de un párrafo a otro esas pausas nos ayudan a entender las ideas plasmadas en un papel, las cuales son imágenes que se forman en nuestra mente según nuestra percepción, nuestro pasado, nuestro presente y de cierta manera lo que imaginamos del futuro.
Sin embargo, no estamos hablando del espacio en su justa dimensión. El espacio en la escritura va mucho más allá de los caracteres o las palabras y el espacio entre ellas. Mucho más allá de la gramática y la semántica. Los caracteres son símbolos que traen a la luz otros significados hasta ahora —tal vez— desconocidos por el lector; la literatura crea espacios mucho más profundos, que pueden ser sombríos o iluminados, mucho más que el simple hilo conductor de las palabras; las imágenes que se crean y se desarrollan en la mente de quien lee cuando sus ojos enfocan estos caracteres y los significados que resultan del trabajo mental se procesan y hacen que a su vez se conviertan en sensaciones y emociones.
Lo fugaz y lo eterno
Cuando leemos un texto literario, más allá de entender las palabras, concebimos las ideas, las imágenes, y, parafraseando a Bachelard en su Poética del espacio: “la creación —literaria— se produce sobre el hilo tenue de la frase, en la vida efímera de una expresión”.
Cuando hablamos de lo efímero también hablamos del espacio, ahora de un espacio temporal, algo que puede ser fugaz, transitorio y breve. Una expresión que tiene una vida efímera —como dice Bachelard— es una imagen implantada en nuestra mente por el autor de un texto literario, “que se va conectando con otras para formar una trama, que forma una historia con los acontecimientos” (Ricoeur, 2012). Y cuando este conjunto de palabras que se entretejen llega a nosotros en forma de imágenes y nos toca se vuelve atemporal, pero sin este cúmulo de representaciones formadas por palabras el relato o el texto sería estéril, simple y transitorio.
Como lectores, hacemos huérfana a la obra literaria. Maurice Blanchot, en El espacio literario, propone cómo todas estas expresiones se convierten en imágenes, en las que el lector y el escritor comienzan una conversación y un diálogo, un espacio que envuelve al lector, al texto y al escritor; una batalla ardua, una lucha profunda donde el lector es el espectador pero al mismo tiempo el actor, como sumergirse en las profundidades del océano donde nuestra mente es la escafandra.
Asimismo, la lectura es un llamado tácito que el hombre sólo oye respondiendo. “La lectura de un texto convierte o lo transforma en una obra más allá de quien lo creó, de la experiencia expresada en él” (Blanchot, 1955). Porque quien lee no es quien escribe, quien lee encuentra un espacio iluminado y oscuro al mismo tiempo, donde palabras e imágenes se funden entre texto y lector, entre lector y autor, y este espacio es único, pero también se genera un ambiente reproducido por el lector, porque cada vez que leemos —según el autor— es la primera vez y es la única.
Esto nos recuerda a Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, de cierta manera —al menos para mí, dada mi formación en arquitectura— es imposible no pensar en la obra de arte arquitectónica, la cual vive y existe gracias al espacio. Benjamin habla del arte y la forma en que, en la época del surgimiento de las vanguardias, fue perdiendo su aura, pero al mismo tiempo el hecho de tener la experiencia del arte en cualquiera de sus manifestaciones, una y otra, vez hace que, aunque sea replicable, se vuelva a vivir de una forma diferente.
Por lo tanto, el espacio que habitamos, caminamos y vivimos se penetra una y otra vez de forma distinta. El tránsito entre el refugio y el desplazamiento, o entre los límites tangibles o intangibles de una edificación en su interior.
La percepción y la materia
En nuestra época, en la que todo —o casi todo— se absorbe de manera visual, hemos olvidado el resto de los sentidos. Según Lucien Lefebvre, “En el siglo XVI no se veía primero: se oía y se olía, se olfateaba el aire y se captaban los sentidos” (Lefebvre, 1965). En este siglo el “ojo” o lo “visual” se superpone a todos los demás sentidos, gracias a la tecnología y a los estímulos visuales, los cuales viajan a velocidades vertiginosas; obtenemos lo que “queremos” en cuestión de segundos.
El sentido de la vista se ha posicionado sobre todos los demás sentidos, es una de las capacidades sensoriales de los seres humanos y, para los que cuentan con él, es el sentido primordial. “De la vista nace el amor”, se dice en términos coloquiales, o como dice Sartori:
… el hecho de ver prevalece sobre el hecho de hablar, en el sentido de que la voz del medio, o de un hablante, es secundaria, está en función de la imagen, comenta la imagen y, como consecuencia, el telespectador es más un animal vidente que un animal simbólico. Para él las cosas representadas en imágenes cuentan y pesan más que las cosas dichas con palabras (Sartori, 1998).
En la arquitectura, como en la literatura, la vista es el primero de los sentidos que capta el objeto, y puede ser tanto por su belleza o por su fealdad. ¿Por qué una obra arquitectónica debe ser llamativa? ¿Por qué el título de un libro debe también contar con esta cualidad? ¿Cuáles son las características en temporalidad o espacialidad que hacen que una obra literaria o arquitectónica sea bella o fea? ¿O es lo que nos hace sentir lo que le da esas características? ¿O es que es necesaria la fealdad para entender nuestra concepción del mundo?
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Ahora bien, ¿qué sucede con los demás sentidos? Una vez que miramos un objeto arquitectónico que nos llama la atención o el título de una obra literaria procedemos a entrar en él, literal o metafóricamente.
La obra literaria y la obra arquitectónica están ligadas al espacio, el espacio que se crea al sumergirse en la lectura, el espacio que se crea al ingresar en el espacio construido, así como la interpretación que se hace de ambos. En la obra literaria la manera de leer y de encontrar esta revelación de la que habla Blanchot es “inevitable, imprevisible […] evoca la parte divina de la creación”. Y desde el punto de vista de la obra arquitectónica, parafraseando a Ricoeur: la manera de leer estos espacios a partir de nuestra manera de habitar, de ser. Dos lecturas diferentes pero iguales porque dependen de quien las habita, de quien las lee, una vez más, de su pasado, su presente y lo que imagina del futuro, en pocas palabras, su esencia.
Así pues, la obra literaria y arquitectónica se funden en muchas interpretaciones, sin embargo, convergen en un punto:
El momento en que lo que se glorifica en la obra es la obra, en que de algún modo ésta deja de haber sido creada y de referirse a alguien que la hizo para conjurar toda su esencia en el ser obra, comienzo y decisión inicial, ese momento que anula al autor es también aquel en que la obra se abre a sí misma, y en esta apertura, la lectura se origina (Blanchot, 1955).
Cuando hablamos de leer hablamos de entender, de conformar un espacio en donde caracteres, palabras, imágenes y sensaciones se vuelven uno con quien produce, es decir, con el autor y con quien reproduce la obra en su interior. Por eso Blanchot habla del diálogo entre el texto y el lector, en el que este último cuando hace una verdadera lectura no discute el texto, pero tampoco se somete ante él, sino que su interpretación emerge tanto de su propia lectura como de lo que el autor quiere decir, hace su propia versión, su exégesis.
Sin embargo, en la obra arquitectónica, además de leerla y entenderla también es posible olfatearla, tocarla, incluso escucharla. Estar —literalmente— en ella y dentro de ella. Encontrarnos en un espacio nos permite convertirlo en algo personal; no solamente la materialidad y la tectonicidad de un edificio lo hacen arquitectura, cuando nos adentramos en un espacio arquitectónico y lo vivimos —una iglesia, un museo, una biblioteca o la casa de nuestros abuelos— convertimos por medio de nuestros sentidos y nuestra imagen del mundo la sustancia en materia, palabras en conceptos, o bien la casa en el hogar.
Leer con los sentidos
La interpretación de una obra literaria, así como de una obra arquitectónica, puede ser la síntesis que se origina en esta profunda lucha entre quien lee y quien escribe. “Lo vuelve hacia el espacio que, al residir en él, hace que la lectura se convierta en la cercanía, en la aceptación maravillada de la generosidad de la obra” (Blanchot, 1955). En la apropiación de ella.
Al leer hacemos nuestras las imágenes y las palabras dentro de esta atmósfera que se va formando mientras nos sumergimos en la lectura; las recreamos, las visualizamos, las escuchamos y las sentimos. Lo mismo sucede con la obra arquitectónica cuando la apreciamos y la interpretamos, de forma que olvidamos al autor haciendo nuestros los espacios, las texturas, los vanos y los macizos. Olvidamos al autor y la hacemos propia, utilizando todos nuestros sentidos: la domesticamos.
Al habitar un espacio y domesticarlo estamos apropiándonos de su olor, de sus colores, sus texturas y sus ambientes. Entrar en una obra arquitectónica es adentrarnos en una escultura y pasear en ella a escala real, y si tenemos la oportunidad de hacerlo a diario, esto se convierte en un espacio conocido, amigable y apreciado.
Juhanni Pallasmaa, en su libro de ensayos Habitar, afirma que “el habitar se entiende habitualmente en relación con el espacio, como una forma de domesticar o controlar el espacio”. Porque cuando lo habitamos de forma recurrente éste se vuelve propio, le impregnamos nuestro olor, nuestros colores, nuestras costumbres, nuestras tradiciones y nuestra forma de ver el mundo.
La obra arquitectónica y la obra literaria son únicas, pero se presentan por primera vez y se reproducen de diferente manera cada vez que se leen y que se habitan. Como intérpretes críticos, metabolizamos estos espacios en muy diversas formas —así como diversos somos— y por eso el espacio literario y el espacio arquitectónico son eternos y a la vez efímeros. Eternos, porque una vez creados existirán para siempre —tal vez no físicamente— pero sí en la memoria de quien los habitó o los leyó. Y efímeros, porque al leerlos y releerlos son reinventados y reconocidos de una forma distinta, única, como la primera vez.
Por todo esto, un libro que no se lee es un espacio que no se habita. ®