El anuncio de nuevas negociaciones de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC ha generado un estado de euforia colectiva. Desde gobernantes que fracasaron en intentos anteriores hasta neófitos dirigentes políticos creen ver una luz al final del túnel.
De entrada, se comprende a la perfección que el sentido de la intensa actividad terrorista de la guerrilla no era otro que el de crear un estado de necesidad de la paz. El anuncio de conversaciones cae como un bálsamo para los espíritus agobiados por el recrudecimiento de sus ataques. En este caso la economía emocional señala que el deseo obnubila a la razón: claro que es mejor la paz que la guerra. ¿Habrá quién se atreva a decir lo contrario?
Diez años y medio atrás, luego del más osado y arriesgado experimento de negociación que fracasó gracias a las pretensiones de las FARC de tomarse el poder total por la vía de las armas y de haber usado y abusado de la amplia zona de despeje otorgada por el Estado colombiano para fortalecer su proyecto militarista y su fe en el camino de las armas, el gobierno de Santos se atreve a explorar de nuevo. Desde febrero de este año, según se dice en el Acuerdo de inicio de conversaciones, se venían adelantando contactos en medio del más discreto silencio y reserva. Muchos ya lo sabíamos o lo intuíamos, pues cuando el río suena piedras lleva. Hasta ahí no había mayor problema. Nadie puede oponerse, en sano juicio, a que se insista en la búsqueda de la paz. Es un deber constitucional, es un imperativo ético, es el anhelo que más desvela a los colombianos.
El problema no consiste pues en que se haya tomado la iniciativa y mucho menos en que ésta haya dado lugar a la formalización y a la revelación de los contactos y al anuncio del comienzo de las negociaciones. El asunto se torna problemático y de difícil digestión es cuando nos enteramos de los términos y condiciones pactados. Ni siquiera se puede uno quejar porque se opte negociar con una guerrilla calificada nacional e internacionalmente como terrorista y que sobrevive gracias al narcotráfico. La política está constituida por hechos y éste sí que es uno de ésos y bien contundente. En adelante hay que partir, para cualquier comentario o análisis, con el hecho de que estamos en presencia de unas conversaciones de paz entre el gobierno colombiano y las FARC.
El Acuerdo contiene principios metodológicos que no ameritan mayores objeciones, excepto que contempla la invitación a la mesa principal a investigadores y personalidades que puedan hacer aportes al proceso. Ya veremos desfilar hacia Oslo y a La Habana a una larga lista de lagartos y pazólogos de Colombia y de todo el mundo que creerán que van a ser escuchados con atención y se tomarán fotos al estilo del Caguán con los negociadores. Ya han surgido “voceros” de la sociedad civil que piden un puesto en la mesa. Así pues, no faltará el show mediático que alimentará la expectativa de la opinión pública. También se estipula una Agenda de seis puntos con 27 subtemas que abarcan lo social, lo político, lo económico y lo jurídico, o sea, todo. En esta ocasión se iniciará con el tema de “política de desarrollo agrario integral”, que a su vez contempla cinco subtemas relacionados con la propiedad, el uso y los planes de desarrollo para el agro. El segundo punto se refiere a “Participación política” y debe resolver el problema de qué puede esperar una guerrilla desmovilizada, con sus expectativas de participar en las elecciones, etc. El tercer punto es el relativo al fin del conflicto y contiene siete subtemas. El cuarto punto está dedicado a “la solución al problema de las drogas ilícitas”, nada más y nada menos que el problema de la gasolina del conflicto armado. El quinto trata sobre las “víctimas” con dos subtemas: derechos humanos y verdad; el último tema está referido a la “Implementación, verificación y refrendación” de los acuerdos. Un principio taxativo e inapelable se incluye al final “Nada está acordado hasta que todo esté acordado” que a su vez se corresponde con uno de los acuerdos justificantes que estipula que las negociaciones serán “directas e ininterrumpidas … con el fin de alcanzar un Acuerdo Final para la terminación del conflicto … y una paz estable y duradera”.
Así, en la premura por ganarse la foto de la paz se tira por el abismo el derecho internacional humanitario y el articulado de la CPI que estipula que los incursos en delitos de lesa humanidad, crímenes de guerra y genocidio no podrán ser objeto de amnistías, y que sepamos, es sólo con amnistía que los comandantes guerrilleros podrían llegar al Congreso.
Buenas intenciones hay puesto que se habla del objetivo de llegar a un acuerdo definitivo de paz. Pero ese tipo de retórica siempre está presente en todo documento de negociación de paz en conflictos internos o internacionales. Así, al referirnos a los aspectos espinosos de este acuerdo se debe respetar el derecho de opinar con algún recelo, escepticismo y desconfianza ya que no es la primera vez que en Colombia tienen lugar iniciativas de paz, sino que con esta guerrilla, en especial, se han vivido experiencias frustrantes. Precisamente nos debemos retrotraer a la fallida negociación en el periodo 1999-2002 bajo la administración de Pastrana. La ruptura de los diálogos del Caguán se produjo por un conjunto de circunstancias propiciadas por las FARC: utilización de la zona de despeje para fortalecerse militarmente, para proseguir con los secuestros y esconderlos en ella, para avanzar hacia la toma total del poder por la vía armada y haber utilizado la zona de distensión como trampolín hacia ese objetivo final. La opción de guerra que hubo de adoptar el Estado colombiano tuvo en la guerrilla su principal instigador; no es como afirman ciertos analistas de izquierda y otros de su periferia que le achacan toda la responsabilidad al Estado y al gobierno siguiente.
Durante más de ocho años, bajo el mandato de Uribe Vélez, el Estado colombiano realizó un considerable esfuerzo económico, político y militar para torcer el rumbo que traía el conflicto. La Fuerza Pública, con la política de Seguridad Democrática, alcanzó un cambio drástico en la correlación de fuerzas. Este esfuerzo que implicó la triplicación del número de efectivos de la Fuerza Pública, la modernización del armamento, la adquisición de costosos aviones y equipos, dio como resultado la quiebra de la voluntad de poder y de triunfo de esa guerrilla. Dentro de la lógica de todo conflicto armado la correlación de fuerzas es insumo importante para hacerla valer en contactos exploratorios como también en el inicio formal de conversaciones de paz. Eso no es militarismo ni guerrerismo ni deseo de aplazar la paz y prolongar la guerra, como aducen ciertos sectores del gobierno y de la opinión ilustrada; es totalmente legítimo hacer valer el inmenso esfuerzo que hizo la sociedad colombiana. Lo contrario es suponer, angelicalmente, que se combate para lograr un empate o para evitar la derrota. ¿Cómo se lograría este cobro de cuentas en la mesa? Pues con un par de exigencias que tampoco revelan prepotencia ni humillación por parte del Estado hacia la guerrilla: cese de fuego y acciones terroristas, cuestión elemental, y reconocimiento de que el camino de la lucha armada está cerrado y que por tanto procede negociar los términos de la desmovilización y entrega de las armas a cambio de medidas de justicia transicional. No hacer estas exigencias equivalía a echar por la borda la ofensiva legítima del Estado.
El segundo punto crítico de estos contactos y acuerdos es que el Estado colombiano reconoce, sin empezar a negociar, una representatividad a la guerrilla que no tiene fundamento ni asidero. ¿Por qué razón hay que discutir con ellos el problema agrario nacional? ¿Acaso ellos representan al campesinado pobre del país? La euforia es tan desproporcionada que sin empezar la negociación altos funcionarios del Estado, como el fiscal general y los presidentes de las dos cámaras del Congreso de la República, los transmutados Roy Barreras y Augusto Posada, ya salieron a ofrecer cargos de representación popular en el Congreso a los comandantes de las FARC, al decir, casi al unísono “preferimos a Timochenko de compañero en el Congreso a que esté echando tiros en el monte”. Más grave aún, Barreras puso en duda la acción militar legítima del Estado al afirmar que tanta bala echada en el pasado por el gobierno no había servido para nada, como quien dice, el debilitamiento de las guerrillas es o una falsedad o una mentira o no valió la pena.
Así, en la premura por ganarse la foto de la paz se tira por el abismo el derecho internacional humanitario y el articulado de la CPI que estipula que los incursos en delitos de lesa humanidad, crímenes de guerra y genocidio no podrán ser objeto de amnistías, y que sepamos, es sólo con amnistía que los comandantes guerrilleros podrían llegar al Congreso.
Negociar en medio del conflicto, como ocurrió en la experiencia del Caguán, supondrá el incremento de los atentados y de la ferocidad de las guerrillas como instrumento de presión para que en la mesa se les otorguen sus exigencias. El gobierno no tiene ninguna certeza de salir airoso en su objetivo de poner fin al conflicto, sólo unas vagas intensiones firmadas más con el afán de satisfacer al público que por compromiso creíble. Una grave equivocación del gobierno es haber firmado que se negociará ininterrumpidamente hasta lograr un acuerdo final y que sólo habrá acuerdo cuando haya acuerdo sobre todo, puesto que le entrega a la guerrilla la facultad de prolongar indefinidamente el conflicto ya que nada la obligará parcialmente, ningún acuerdo de cese al fuego ni demostraciones de buena voluntad. Asimismo, podrá realizar graves atentados, secuestrar personalidades, asesinar a opositores y críticos, arrasar pueblos con sus “tatucos” y el gobierno tendrá que aguantar porque si se para de la mesa, si interrumpe la negociación, quedará mal ante el mundo y ante la opinión. Es la imposición de la fatídica combinación de todas las formas de lucha.
La guerrilla farciana ha ganado con este acuerdo la principal de sus batallas, la guerra política y jurídica que adelantó con sus aliados, con sus amigos, con sus cuadros empotrados en las organizaciones sociales, con sus dobles militantes, con el apoyo del coro de progres y de los buenistas y con el paradigma que muchos académicos y activistas impusieron en el sentido de que el conflicto armado en Colombia tiene raíces sociales en las injusticias y en la exclusión, es decir, que tiene causas objetivas. De manera increíble lograron dar vuelta a la situación, ahora lo que veremos es muchos soldados a la cárcel y muchos guerrilleros en las corporaciones públicas.
Ahora entendemos que la polémica ley marco para la paz y otras reformas puestas en marcha por el gobierno santista tenían el sentido y la pretensión de allanar el camino de una negociación en la que el Estado, en vez de exigir condiciones, en vez de hacer valer su superioridad militar, moral y política, acogió las de la guerrilla. Que el gobierno llega a la mesa en condiciones desventajosas se deduce del hecho de que mientras se legislaba creando condiciones para satisfacer a los comandantes guerrilleros, sus escuadras se dedicaron a lanzar ataques indiscriminados y crueles, arrasaron los pueblos del Cauca y trataron de asesinar al exministro Fernando Londoño.
El gobierno de Santos sólo gana una pequeña concesión a manera de premio de consolación: hacer la negociación en el exterior sin zonas de despeje; éstas le serán exigidas más adelante cuando maduren las condiciones. ¿Por qué entonces, si el Estado tenía la iniciativa, si la guerrilla estaba a la defensiva, si había sufrido grandes bajas y profundo debilitamiento, por qué diablos el Estado colombiano renunció a hacer exigencias más fuertes a la guerrilla? ¿Torpeza política, vanidades, sueños de gloria y grandeza, reelección de Santos, Nobel de la paz, confianza en que llegó el momento de la paz? ¿Y por qué la guerrilla, debilitada, accede a negociar? ¿Cansancio con la guerra, pérdida de perspectivas, presiones de los gobiernos de Cuba y Venezuela, dilación del conflicto? Las respuestas se convierten a su vez en nuevas preguntas. Hay cosas que sólo con el tiempo podremos respondernos. Por ahora, pesan más las dudas que los motivos de celebración.
Lo que sucede es que en Colombia hay quienes piensan todavía que las guerrillas son superiores moralmente a los paramilitares. Por eso no se ruborizan cuando plantean que se otorgue a las guerrillas beneficios que a gritos se opusieron les fueran concedidos a los jefes paramilitares. De donde ser favorable o cercano o amigo de las guerrillas o de que éstas sean reconocidas políticamente, está bien, es inn.
Lo que se viene para Colombia no será fácil de asimilar y de manejar. Veremos una presencia agresiva de movimientos enmascarados en lo social apoyando los puntos de vista de los negociadores de la guerrilla, hablando de reforma agraria, de salud, de educación, etc. Como en el Caguán, harán un largo pliego de peticiones para “rehacer la nación” o “refundar el Estado y la democracia”. Y a quienes se atrevan a criticar les lloverán rayos y centellas desde muchos flancos, para acallarlos, para estigmatizarlos, como ya empezaron a hacerlo algunos exguerrilleros amnistiados y columnistas embriagado(a)s por la palabra “paz”, a cualquier precio, así sea el de tener a los comandantes farcianos en el Congreso y con Nobel de paz en el pecho; como quien dice, valió la pena tanto crimen de guerra, tantos secuestros de diez, doce y catorce años, tantos bombazos a poblaciones inermes y el reclutamiento de menores. No se hablará de pedir perdón, de reparar a las víctimas pues las de ellos son lógica consecuencia del conflicto. La verdad es la condena de la Fuerza Pública, el hundimiento de la seguridad democrática, ese embeleco autoritario que los tuvo al borde de la derrota.
La presencia de los gobiernos de Cuba y Venezuela, aunque comprensible inicialmente como factores de presión a las guerrillas para que aceptaran diálogos de paz, no deja de ser preocupante ya que históricamente tanto el régimen castrista como el chavista han sido solidarios con las guerrillas colombianas, les han ofrecido apoyo logístico, refugio y hasta preparación militar. No hay garantías de objetividad e imparcialidad como para darles el estatus que se les concedió.
Por último, es desdeñable el esfuerzo de algunos funcionarios y columnistas por defender este Acuerdo refutando a sus críticos con el argumento de que es algo similar a la negociación del Estado con el paramilitarismo en el gobierno de Uribe. La comparación no cabe porque los paramilitares declararon su voluntad de dejar armas y de desmovilizarse antes de instalar la mesa de negociaciones; segundo, porque con ellos no se negoció la agenda nacional; tercero, porque ni sus bases ni sus jefes recibieron reconocimiento político, ninguno de ellos es congresista, sus amigos y aliados incrustados en el Estado están presos, han confesado muchas verdades jurídicas, y sus comandantes fueron extraditados y están condenados en cárceles estadounidenses. De modo que no hay punto de comparación. Lo que sucede es que en Colombia hay quienes piensan todavía que las guerrillas son superiores moralmente a los paramilitares. Por eso no se ruborizan cuando plantean que se otorgue a las guerrillas beneficios que a gritos se opusieron les fueran concedidos a los jefes paramilitares. De donde ser favorable o cercano o amigo de las guerrillas o de que éstas sean reconocidas políticamente, está bien, es inn. El doble rasero jurídico y moral que se está imponiendo lo pone a uno pensativo acerca de por qué no se mueven las investigaciones por farcpolítica. En todo caso, los que siembran de espinas el sendero de la paz no somos los que abogamos por el triunfo de la institucionalidad sino los que piensan que el terror merece mucho más que la aplicación de la justicia transicional. ®
—Medellín, 1 de septiembre de 2012