Oscuras premoniciones y abominables parásitos siguen persiguiendo al italiano protagonista de este viaje en el sur mexicano. Después de librarse de una garrapata y rechazar la ofrenda de una niña indígena, ahora enfrenta nuevas visiones angélicas y lidia con Susana, su mística compañera de desventura, para llegar por fin a su destino: Simojovel, pueblo del ámbar.
La náusea me revolvió las tripas cuando la camioneta trepaba con afán de locomotora por una larga pendiente. Silbaba y echaba una humareda caliginosa por el escape, enrareciendo el paisaje límpido de la sierra chiapaneca. En la cabina de manejo apenas se podía hablar por el martilleo metálico de chatarra y el chirrido de mecánica agonizante. “¿No escuchaste unos golpes?”, creí entender que me preguntaba Lucas, entre un bufido del motor y un chancletazo del amortiguador.
—¿Qué? —contesté, incrédulo: ¡si casi no oigo lo que pienso por el ruidajo que hay acá!
Lucas se volteó e intentó descifrar mi asombro. “No eso”, dijo luego, soltando una carcajada condescendiente, confundiendo mi malestar con una ingenua preocupación por el traqueteo del Ford. “Son unos golpes pausados, como si alguien estuviera… tocando”. Frenó en seco. “¡Susana!”, exclamamos al mismo tiempo, acordándonos de que nuestra compañera de viaje estaba descansando, encerrada en la cabina trasera. Paramos y bajamos de un salto. Desde afuera los golpes se escuchaban nítidos, aderezados por una serie de improperios. No habíamos acabado de abrir la bardita de la cajuela cuando ella salió disparada, casi atropellándonos, hacia el borde de la calle, tapándose la boca con ambas manos. Allí se quedó doblada por las arcadas, si bien no podía expulsar nada. Era la cuarta o quinta vez que le pasaba desde que habíamos salido de Pueblo Nuevo, una de ellas justo en medio de la explanada retacada de vehículos del Ejército donde el día anterior habíamos extraviado el camino.
Ahora parecía que íbamos por el rumbo correcto, en dirección a Simojovel, pueblo del ámbar. Pese a esto, yo seguía turbado por las continuas ganas de vomitar, que extrañamente hacían eco a las de Susana. En un primer momento pensé que serían las curvas o el zangoloteo de la desmadrada camioneta. Pero no. Sentía más bien en el estómago un fastidio, un gusanito que me roía las carnes y se convertía en un manojo de espinas que me laceraba las entrañas a medida que avanzábamos en nuestra desatinada aventura. Acababa de librarme de la garrapata y al parecer otro parásito me estaba chupando de nuevo la savia, despertando una funesta aunque sana duda sobre lo que seguía asegurándome Susana: “No hay ningún riesgo. Cómo crees. Un montón de gente me dijo que se podía venir aquí a comprar ámbar. ¡Y súper barato!” Y esa gente vino alguna vez hasta aquí, le rebatía yo. “Claro hombre. Bueno, no sé. De todas formas, no hay bronca. Confía en mí”. Era justamente el problema, que no confiaba para nada en esa chilanga soberbia. Y el gusanito me decía que algo de razón debía tener.
Al igual que la víspera, y los dos días anteriores desde que habíamos superado el cañón del Sumidero para vagar a la deriva en la boscosa sierra, las únicas formas de vida con las que nos cruzamos en el camino habían sido Hummers cargadas de malencarados y bien armados militares.
“Necesito tomar agua”, resonó la voz de ultratumba de Susana al reincorporarse. Hacía tres horas que habíamos salido de Pueblo Nuevo sin encontrar otro conglomerado de casas que pudiera merecer los mismos apelativos: el de pueblo y, menos aún, el de nuevo. No teníamos nada para comer, y la última botella de agua habíamos tenido que vaciarla en el radiador para evitar que el Ford nos dejara literalmente en medio de la nada. Al igual que la víspera, y los dos días anteriores desde que habíamos superado el cañón del Sumidero para vagar a la deriva en la boscosa sierra, las únicas formas de vida con las que nos cruzamos en el camino habían sido Hummers cargadas de malencarados y bien armados militares.
Después de serpentear por la selva umbría, ahora la carretera corría en vilo entre abruptos acantilados y barrancos de los que no se veía el fondo. Era una raya casi imperceptible en la Guía Roji, que zigzagueaba en dirección noreste, hacia la frontera con Campeche, costeando del lado izquierdo una zona rocosa y áspera que, creí interpretar en el mapa, eran las laderas del volcán Chichonal. Subimos otra vez a la camioneta. Yo iba en medio de los dos pichoncitos que, para variar, acababan de pelear y no se dirigían la palabra. Susana debía de sentirse mal de verdad, porque hacía rato que no me acuciaba con alguna de sus sentencias escatológicas ni se interesaba por sus uñas. Con la cabeza recargada en la ventanilla semiabierta escrutaba con mirada vacía la vacuidad que nos rodeaba.
Al doblar una curva, aparecieron del lado derecho de la calle unos montones de piedras que tenían desde el tamaño de un huevo al de un buey. Más allá del pedregal se entreveía una cornisa de ridículas casitas, incrustadas en el alud que se precipitaba a pico hacia el abismo. Estaban enquistadas unas con otras, y parecía como si hubieran rodado cuesta abajo desde la cima de la sierra, rebotando de cantil en cantil, hasta colocarse de milagro en esta pequeña franja de tierra que sobresalía del flanco de la montaña. Y como habían aterrizado, así habían quedado.
Era, a pesar de todo, un poblado. Se llamaba El Bosque, aun si no se podían divisar en las cercanías ni senderos ni árboles ni plantas. Pura roca y sol abrazador. Paramos el vehículo a unos metros de la primera casa, una choza con paredes de tablas y techo de cinc. Acompañé a Susana hasta la cortina variopinta que hacía las veces de puerta, y llamamos. No tuvimos ninguna respuesta. En la fila de casas no se percibía el más nimio ruido o movimiento. Daba la impresión de que las piedras fueran las únicas habitantes de ese lugar desolado.
Por fin, después de algunos minutos de espera, detrás de la cortina asomó por un instante la cara de una mujer: pequeña, tan morena y arrugada que parecía una ciruela pasa; se retrajo enseguida, como la cabeza de una tortuga en su cascarrón. Pero no se fue, permaneció en el umbral, protegida por las tinieblas; lo único que resaltaba en la menuda y parda figura eran dos medias lunas blancuzcas donde supuse debían estar los ojos, y a su alrededor unos sutiles reflejos níveos se perdían en la penumbra. Inesperados, como si procedieran del fondo del barranco, un par de colmillos amarillentos despuntaron junto con unos sonidos inconexos e incomprensibles. Luego las medias lunas desaparecieron y reaparecieron, a intermitencia, por algunos segundos, hasta quedarse de nuevo fijas en nosotros.
“Señora, por favor”, irrumpió lastimosa la voz de Susana, “Me-si-en-to-mal”, imploró escandiendo bien las sílabas, “Vómito…”, y con las manos describía unos arcos invisibles que salían de su boca, “Agua…”, y se llevaba un hipotético vaso a la cara inclinada hacia atrás, “Agua, por favor”.
“Estoy vieja, no pendeja”, la interrumpió la anciana, luciendo otra vez sus dos dientes solitarios con una mueca que no entendí si era de sarcasmo o de resentimiento. “Pásale, m’ija, aquí hay toda el agua que quieras”.
Cuando Susana desapareció detrás de la tela multicolor, me regresé hacia el Ford. Lucas estaba recargado en el cofre, ensimismado, y su pie derecho jugueteaba con unas piedritas.
Ahora sí que la cagaste…
Callá, boludo.
Como quieras. Esto no va a cambiar las cosas.
¿Qué cosas? ¿De qué mierda estás hablando?
Lo sabes bien. Allá tú.
La puta que te parió.
“Estoy vieja, no pendeja”, la interrumpió la anciana, luciendo otra vez sus dos dientes solitarios con una mueca que no entendí si era de sarcasmo o de resentimiento. “Pásale, m’ija, aquí hay toda el agua que quieras”.
En lugar de todo esto, me acerqué y nomás le dije: “¿Quieres un cigarro?” Lucas no era de muchas palabras, y yo sabía que con él era mejor no meterse en asuntos privados. Aceptó el Camel sin levantar la vista de su pie que seguía molestando las piedritas. Fumamos en silencio. El tabaco me despertó otra vez el asco. Tiré la bachicha y me acerqué a la orilla de la carretera, a la altura de un recodo que se adentraba en el azul indefinido del cielo. Un montículo de piedras se erguía como flotando en el aire diáfano. Lo escalé y desde la cima logré otear en el remoto fondo del precipicio unos hilos argénteos que zigzagueaban entre las hondonadas sombrías. Desvié la mirada, mareado. En derredor no se veía huella de civilización, excepto la escuálida parte trasera de la docena de casas, en la que se podía percibir la tenacidad con que los habitantes del bosque habían escarbado la montaña para clavarle sus moradas: un complejo andamiaje de palos las sostenían al filo del vacío, con la misma volatilidad de unos trapos colgados en un tendedero. Más que ingenioso se me hizo morboso: ¿por qué tanto trabajo para construir un poblado en este punto absurdo e impracticable? ¿Con qué oscuro propósito? Se me ocurrió que su precariedad, la conciencia de vivir al borde del abismo, ayudaba esta gente a llevar una existencia más tranquila, más segura: sabían que en cualquier momento la tierra podía tragárselos para siempre.
Estaba cavilando sobre esto cuando Susana volvió como un trueno.
“Vámonos ya”, nos gritó, con brío renovado, y de un brinco subió a la camioneta estirando sus shorts apretados. ¿Qué le habrá dado la viejita?, pensé. “La señora me dijo que falta poco para llegar a Simojovel. Una media hora, más o menos”.
“¿Y le preguntaste dónde está la demás gente?”, la interrogué, sorteando sus piernas desnudas y trigueñas para instalarme en el asiento del medio.
“Ah, dice que debemos tener cuidado, porque hay una celebración. Ha de ser una de esas tontas fiestecitas autóctonas”, me respondió ella, con su displicencia de antropóloga sibilina. Funestos presagios. El gusanito clavó sus garras en mi estómago, pero no dije nada. Lucas giró la llave, la camioneta lanzó un chillido metálico y arrancó penosamente. Al superar la casita de la anciana me percaté de que la cortina estaba ladeada. En la penumbra distinguí las pequeñas medias lunas y los hilos plateados, lejanos, recónditos, y me invadió el mismo vértigo que había experimentado al observar los reflejos del río en el fondo del barranco.
* * *
Topamos con los diablos a la salida del pueblo. Al doblar un peñasco que obstruya parcialmente el camino, nos encontramos rodeados de improviso por un tumulto de tambores y excitación. Cuerpos desnudos hasta la cintura, de piel morena que se entreveía apenas entre un velo de tatuajes, se contorsionaban como poseídos, presa de un frenesí místico. Eran todos hombres, con torsos ascéticos y menudos, cuyas caras estaban cubiertas por máscaras terroríficas: hocicos colmilludos y cárdenos, grandes ojos amarillos y amenazantes, contornados por pelucas ásperas y teñidas de rojo o bermejo. En cuanto se enteraron de la intromisión forastera, rodearon la camioneta, que avanzaba despacio, trepándose como podían y metiendo sus brazos en la cabina para pedir monedas o agarrar lo que había al alcance de la mano. Sus bramidos de hienas famélicas eran intercalados por palabras imperscrutables, amplificadas y distorsionadas por el hueco interno de las máscaras.
Al doblar un peñasco que obstruya parcialmente el camino, nos encontramos rodeados de improviso por un tumulto de tambores y excitación. Cuerpos desnudos hasta la cintura, de piel morena que se entreveía apenas entre un velo de tatuajes, se contorsionaban como poseídos, presa de un frenesí místico.
El pánico cundió en el vehículo. Susana se puso verde y empezó a gritar y en balde intentó subir el vidrio de su lado, que estaba descompuesto y había que jalarlo con fuerza. Lucas, por su parte, se esforzaba por esquivar los manifestantes que se cruzaban brincando como gatos monteses frente y arriba del coche, al mismo tiempo que se defendía de las garras ávidas que le aferraban los brazos y le jaloneaban la playera. “No te pares, por ningún motivo”, le grité, mientras del lado del conductor distribuía cigarros y del otro ayudaba a Susana a cerrar el vidrio. “Dame tu cajetilla”, le pedí a Lucas, cuando se me terminaron los Camel. “Ayúdeme”, berreó Susana, “Se me rompió una uña”, y aulló como loca. “Ni lo pienses”, me riñó Lucas. “Chinguen a su madre”, los increpé yo, no sé si más indignado por la avaricia de uno o la vanidad de la otra.
Saqué unas moneditas y empecé a aventarlas lo más lejos posible del Ford. Con la mano libre estaba intentando de nuevo subir el vidrio del pasajero cuando ¡tonf!, de repente escuché un golpe que sacudió la camioneta. Alcé la vista y, debajo de su máscara levantada hasta la frente, alcancé a ver los ojos desorbitados y ausentes del diablo que había chocado con el faro derecho. “Ya valimos madre”. No sé si alguien lo dijo, o si el silencio súbito al interior del vehículo se llenó con el pensamiento común de los tres. Sólo sé que el gusano me desgarró el estómago, y un escalofrío helado recorrió mi columna vertebral y se salió por el esfínter, ya calentito. “No te pares”, le grité otra vez a Lucas, “nos van a linchar”, y junté valor para atisbar en el espejo lateral, aterrorizado por la certeza de que vería el cuerpo tumbado en el piso, agonizante en medio de un charco de sangre. Pero no. El diablo había proseguido su marcha hechizada, firme, sin ni siquiera darse cuenta de que había chocado contra nosotros. “Acelera”, le ordené a Lucas, con un timbre de seguridad recuperado en la voz. “Sácanos de este muladar”. El Ford arrancó sobre la grava que cubría la calle. Al aumentar la velocidad los últimos diablos se descolgaron de la camioneta. Quedaban unos pocos en el camino, pero en cuanto el motor emitió un chirrido de dragón mecánico y echó un eructo fumoso por el escape, se lanzaron hacia el borde de la carretera y dejaron la vía libre.
Permanecimos en silencio unos minutos eternos, hasta que el gusanito pareció descolgarse de mis tripas, y otro escalofrío siguió el recorrido del anterior.
“¿Quién se echó un pedo?”, dijo entonces Susana, escandalizada, dejando por un instante de conmiserarse por la ruptura de su uña.
“Mejor cállate y sigue llorando por tu garfio”, exploté yo, cerrándole la boca, “y tú, pinche codo argentino, dame un cigarro”.
Fumé ensimismado. A cada jalada sentía el gusano crecer otra vez en la panza, como si se alimentara del humo del tabaco. ¿No será la garrapata que se metió por el escroto y me está subiendo hasta el cerebro? No sabía qué pensar. La única certeza que tenía era que los parásitos son de mal agüero y, sobre todo, que estaban íntimamente relacionados con Susana. Y eso, quizá, era lo peor.
* * *
—¿Qué tienes?—, me preguntó Susana, intempestivamente, con el usual timbre de adivina que me alarmó de inmediato.
Sabía que no había forma de eludir su curiosidad voraz y, también, una certera aunque odiosa intuición que tenía para adivinar —o mejor, provocar— las angustias ajenas. Opté por decirle la verdad.
—Me duele el estómago. Siento como un espumarajo sólido y ardiente que se me sube hasta la garganta.
—¿No te acuerdas lo que nos contó tu amigo Carlos en San Cristóbal?
—¿Vas a empezar otra vez?
—Bueno, parece que no te fue suficiente con la garrapata.
—Claro que fue suficiente. Y es suficiente también de tus premoniciones. Creo que tienes mal de ojo.
—Ja ja ja ja. Qué crédulo. Ja ja ja.
—Bruja infame. ¿Por qué no me callé?
—Ja ja ja. Acuérdate lo que dijo…
Me acordaba. Me refugié en el sopor del recuerdo. Después de semanas con un ardor insoportable en las tripas Carlos fue con un medico. Le recetó unas medicinas asquerosas y le dijo: “No te preocupes. Es algo normal aquí”. Algo normal. Si es normal tener náuseas todos los días, no lograr cagar, doblarse por los dolores estomacales y sentir que un alienígena te crece en las entrañas… Pero lo menos normal es acaso lo que contó después: “Un día, como si nada, me sentí mejor”. ¿Mejor? “Estaba aliviado y me dieron ganas de ir al baño. Me senté en la taza y, casi sin esfuerzo, empecé a sacar todo suavemente, fluía de maravilla”. ¿Y qué más? “Fluía y fluía. Después de cinco minutos seguía fluyendo. A los diez fluía y fluía. Entonces me preocupé”. ¿Por qué, qué pasó? “Continué empujando, aun si no hacía falta. Pensé que se me estaban saliendo los intestinos. Y a un cierto punto, todo terminó”. ¿Todo terminó? ¿Todo qué? “Me levanté y miré en el excusado, y casi vomito: había cagado una lombriz de medio metro de largo. Una cosa asquerosa, y hasta tenía cara de…”.
“Me levanté y miré en el excusado, y casi vomito: había cagado una lombriz de medio metro de largo. Una cosa asquerosa, y hasta tenía cara de…”.
—¿De qué? —le pregunté, desbordado ya por la ansiedad.
—Tenía cara de tu amiga Susana.
Abrí los ojos, gritando de espanto.
“¿Qué te pasa? Tranquilo. Estabas soñando”. Volteé hacia esa voz, y eché otro alarido viendo a Susana con antenas y el cuerpo anillado.
Fue sólo un momento. Intenté calmarme. Tomé un sorbo de agua de la botella que le había dado la señora y le robé de fumar a Lucas, pero no pude encender: el cigarro me temblaba en los labios como un diapasón. Estaba pálido y sudado hasta en los calzones. Mis acompañantes me veían de reojo, entre difidentes y preocupados, como si fuera yo el bicho raro de mi pesadilla. De pronto, no sé si se pueda decir “oportunamente”, algo desvió la atención de mi cara mustia. “Ya llegamos”, dijo con júbilo Susana. “Ya lo sabía”, murmuré yo. Lucas, como siempre, no dijo nada. “¿Vieron?, se lo había dicho. ¡Llegamos!”, repitió otra vez Susana. “Lo sabía”, volví a murmurar yo. “Te advertí”, dijo el gusanito desde adentro, en su alfabeto morse de punzadas y rasguños.
Un enorme letrero de tablas de madera nos recibió con una inscripción manuscrita que, a grandes rasgos —se borra un poco en mi memoria, pues pasaron varios años— decía que en Simojovel no querían al gobierno, al Ejército mexicano y a las multinacionales extranjeras. Menuda bienvenida. Pase por los militares y el gobierno, pero esa parte de “extranjeros”, debido a mis rasgos muy poco autóctonos sobre todo en un pueblo indígena de Chiapas, me tenía algo preocupado. Y no sólo a mí.
—Bien, ¿y ahora? —le pregunté a Susana.
—Ahora qué. Vamos a buscar las minas —contestó ella, con voz incierta. El tono intimidatorio del letrero había mellado su habitual seguridad.
Superamos las primeras casas y nos dirigimos hacia el centro del pueblo. Este descansaba en una planicie que se extendía entre el omnipresente barranco y la cadena montañosa. La vegetación era lozana, y pese a la altura (debíamos de rebasar de por mucho los 2 mil metros), presentaba ese peculiar mestizaje tropical, una explosión cromática de todos los verdes posibles, donde bosques de pinos y encinos se mezclan a palmeras de todo tamaño e hileras de platanares y mangos. Las casas eran las típicas construcciones que se pueden apreciar en muchos lugares serranos: abundancia de maderas, en las barandas de los balcones, en puertas y ventanas, en las vigas y los postes que sostenían los techos de tejas, de dos alas, y los muros de ladrillo encalados. Con la particularidad, muy mexicana, de que las paredes externas estaban pintadas con colores chocantes y llamativos: amarillo canario, rojo amapola, amatista, naranja mate, decorados aquí y allá por un mural, o estropeados por una publicidad de Corona, Coca Cola, o de algún partido político. Pero lo primero que percibí, como una remembranza de mi infancia que se entrometiera por la nariz, fue el olor tan característico, inconfundible, de los pueblos de montaña: el olor a leña quemada.
Llegamos a la plaza. Era el mediodía y racimos de mujeres encapotadas en sus huipiles se resguardaban del calor sofocante sentadas en el piso, a la sombra de los portales o de los árboles que rodeaban al quiosco. Del lado opuesto de la pequeña iglesia colonial, algunos viejitos fumaban en la puerta de lo que parecía una cantina.
Nos acercamos a un grupito y preguntamos si alguien sabía indicarnos dónde comprar ámbar. Las señoras, algunas con pequeños bebés en el regazo, se miraron entre ellas, inmutables, sin contestarnos. Al final una movió la cabeza en sentido negativo, y recuperaron sus posturas monumentales sin hacer caso a nuestra presencia indagadora. Después de esos días que había pasado en la sierra del norte de Chiapas, ya no me asombraba que esa gente prefiriera encerrarse en su silencio en lugar de hablar. Era como si su geografía interior reflejara la de sus tierras: agreste, ríspida, inhóspita.
Fuimos a la cantina, donde unos hombres de botas y sombreros vaqueros nos dijeron que si queríamos ámbar, podíamos comprarlo con los artesanos que abrían sus puestos en la plaza a las seis de la tarde. Ése era el motivo por el cual nadie, en apariencia, sabía dónde estaban las minas.
De cara al barranco, en los cerros que se alzaban sobre los techos de las bajas casas, se percibían signos evidentes de la obra saqueadora del hombre: deforestación, paredes de piedra erosionada y escarbada, callecitas que se empinaban enloquecidas por los salvajes cantiles.
Pero mis compañeros querían comprarla directamente del “productor”. Así que decidimos dejar la plaza para buscar suerte en las afueras. De cara al barranco, en los cerros que se alzaban sobre los techos de las bajas casas, se percibían signos evidentes de la obra saqueadora del hombre: deforestación, paredes de piedra erosionada y escarbada, callecitas que se empinaban enloquecidas por los salvajes cantiles.
Hicimos otros intentos —la verdad muy pocos, en la calle no había casi nadie que desafiara la resolana— por el camino que nos llevaba hacia la parte superior del poblado; en vano: era como si las minas no existiesen, como si fueran un mundo subterráneo ajeno a la apacible vida en superficie. Seguramente nuestras apariencias no ayudaban en la investigación: una mujer poco vestida, con trencitas de color, que casi cantando abrumaba a sus interlocutores con falsetes de “buena onda”, “manito” y otras jergas chilangas; un güero en shorts y chanclas, de barba y cabello largo, con un tonito que oscilaba entre italiano y brasileño, y un pelón cascarrabias que cuando hablaba parecía estar regañando y que ponía además todos los acentos al revés. Especímenes raros, sin duda, para ese lugar aislado y montañés.
Luego, Susana tuvo una iluminación. Vio pasar a unos niños con su uniforme de la primaria, se les acercó con paso decidido y les preguntó: “Hola, venimos a visitar a unos amigos que viven aquí. Me dijeron que su casa está cerca de las minas: ¿saben decirnos donde se encuentran?” Jugó con la ingenuidad de las criaturas. Sin pensarlo un instante, una chamaquita de largas trenzas con una mochila más grande que ella le indicó el camino que nos conduciría hasta nuestro objetivo. O mejor, hasta el objetivo de mis compañeros.
A medida que nos encaramábamos en los cerros, en cuyas estribaciones se percibía un bullicio de hormiguero, las casas iban raleando, convirtiéndose más bien en barracas. Llegando a la cima la calle terminaba en una terracería polvorienta, a lo largo de la cual se extendía una ristra de talleres, de tablas de madera y láminas, incrustados en las rocas. “Llegamos”, dijo Susana, con un dejo de satisfacción. Se bajaron del coche, y mientras yo estaba por hacer lo mismo, Lucas me paró en seco: “No, vamos nosotros. Vos quedate aquí, a cuidar el coche”. Tuve ganas de partirle el hocico, pero en fin, a mí no me importaba un pito el ámbar. Me acomodé en el asiento, sacando la cajetilla de cigarros que acababa de comprar en una tienda. Estaba encendiendo uno cuando, para colmo, Susana tuvo la desfachatez de propinarme otra de sus odiosas previsiones: “Y cuidado con las niñas, eh. Ya viste que aquí las regalan”.
* * *
Fue como si la imagen me llamara. Estaba despatarrado en el asiento del Ford, aburrido, molesto, y con un pie recargado en la ventanilla de la puerta abierta. Algo, un murmullo, me hizo incorporar. Busqué con los ojos soñolientos esa suerte de trepidación sonora, o lo que hubiera sido, y vi la imagen: era aparentemente normal. Una niña que caminaba por la terracería, alejándose del punto donde yo estaba. La seguí con la mirada hasta que dobló una esquina. Me quedé inquieto.
Un no sé qué de indescifrable había en aquella imagen que me llamaba la atención, como un imperceptible detalle en color perdido al fondo de una escena en blanco y negro. Me esforcé por recordar a la niña, examiné el paisaje que me rodeaba y escarbé en la memoria fotográfica de los últimos días. Entonces el detalle se materializó muy claro en mi mente, como una súbita revelación: la niña tenía una minifalda y una sucinta blusa de tiritas. No sólo eso. Su forma de vestir, de caminar, de mover la cabeza, chocaban estridentemente con el entorno. Su peculiaridad había golpeado con fuerza mis sentidos anquilosados y anclados a la monotonía de estas comunidades de la sierra chiapaneca. Se me despertó un irracional deseo de volverla a ver, aun si el gusano, agobiando mis vísceras parecía aconsejarme lo contrario.
La niña tenía una minifalda y una sucinta blusa de tiritas. No sólo eso. Su forma de vestir, de caminar, de mover la cabeza, chocaban estridentemente con el entorno. Su peculiaridad había golpeado con fuerza mis sentidos anquilosados y anclados a la monotonía de estas comunidades de la sierra chiapaneca.
Mi curiosidad no tuvo que esperar mucho tiempo. Otra vez esa especie de murmullo, una vibración más que un sonido. Otra vez busqué con mirada angustiada a mi alrededor y otra vez la vi, frente a mí. Quise hacer algo, llamar, gritar, perseguirla, pero no atiné a hacer nada, mi cuerpo no reaccionó. La que reaccionó fue ella. De repente se paró y se quedó en medio de la calle, indecisa, llevándose una mano a la mejilla en actitud reflexiva. Después volteó y empezó a caminar sin titubeos hacia el Ford. Yo estaba como aturdido, embelesado.
—Hola —dijo cuando se me acercó —me llamo Soraya. ¿Y tú?
—¿Yo? —respondí estúpidamente, pues no había nadie a la vista en un radio de un kilómetro. Me quedé observándola: tenía un corte de cabello de bailarina de cabaret francés de los años cincuenta, los ojos levemente bizcos, que daban a su joven rostro una expresión angélica y al mismo tiempo pícara, y un cuerpo menudo pero muy desarrollado para la edad que demostraban su sonrisa inocente y los hoyuelos que ésta formaba en las comisuras de sus labios. Carnosos, por cierto. Aparentaba unos quince años, máximo.
—Tengo doce —espetó ella, como si me hubiera leído en el pensamiento. Contra mi voluntad, no pude no pensar en la advertencia de Susana, al tiempo que una algarabía de punzadas me agrietó el estómago. Bien, otra vez los dos tenían razón, pensé.
—Me llamo Roberto… Y tengo 26 años —fue lo único que logré decir.
—Ja ja ja, no te preocupes, nomás estamos platicando —me confortó ella, intuyendo mi turbamiento. No era para menos.
Me encontraba en un lugar aislado en presencia de una Lolita en plena regla. Y con esa mirada bizca de Venus, que le confería la belleza incorpórea de una diosa, el movimiento cadencioso de las caderas que le hacía revolotear la faldita alrededor de los muslos torneados, los senos pujantes debajo de la blusa ligera, con los pezones horadando el espacio… todo en ella prometía futuras maravillas. Futuras, me dije, e intenté recobrar una postura natural.
Seguimos platicando y me contó que no era de allí —ah, no me equivocaba—, que vivía en Tuxtla Gutiérrez, pero que sus papás la habían mandado aquí con su abuela porque era demasiado traviesa para su edad y para alejarla de la ciudad —ah, no me equivocaba— y que en el pueblo se aburría hasta la muerte, que nadie la entendía, que todos se burlaban de ella por como vestía y actuaba, que los chavos de allí eran unos torpes campesinos que pensaban que era una “fácil” y una “rara” —y tampoco en esto me equivocaba.
Siempre lo mismo: en cuanto a mujeres, los hombres jóvenes son unos idiotas disfuncionales. Demasiado concentrados en presumir quién la tiene más grande y quién es el más machín, para demostrarlo en la práctica. En realidad, el problema no es la juventud, pensé: los hombres razonan con el pito toda la vida.
Las evidencias no tardaron en manifestarse. Al fondo de la calle apareció un grupo de niños que empezaron a increpar a Soraya, gritándole de todo: Puta, te vamos a quemar como a una bruja, perra, le decimos a tu abuela que te coges a todo mundo, y cosas por el estilo. Ella no se inmutó. Levantó el dedo medio en dirección de la bandada y después me dijo: “Ves, son unos imbéciles. Pero no me van a hacer nada. No tienen los huevos suficientes”.
Al fondo de la calle apareció un grupo de niños que empezaron a increpar a Soraya, gritándole de todo: Puta, te vamos a quemar como a una bruja, perra, le decimos a tu abuela que te coges a todo mundo, y cosas por el estilo.
Sólo entonces me di cuenta de que no había abierto del todo la puerta del coche, y que estaba platicando y viendo a Soraya a través del marco de la ventanilla, como a una imagen en la televisión. Eso aumentó mi aturdimiento. “Ya me tengo que ir”, dijo ella, expectante. Pero como yo no hacía nada sorteó la puerta y se irguió en la puntas de sus bailarinas rojas para acercar su cara a la mía. Le tendí la mejilla, y un espasmo culpable —acaso cobarde— me estremeció cuando sus labios se estamparon en los míos, un poco ladeados. Quedé idiotizado, observándola de reojo, mientras se alejaba con pasitos rápidos y ligeros. No pude descifrar si satisfecha o decepcionada.
* * *
Así me encontraron mis compañeros. “Y esa cara: ¿viste a un fantasma?”, me dijo Susana.
—Peor: te vi a ti —le contesté.
Haciendo caso omiso de mi comentario, los dos me enseñaron entusiastas los kilos de ámbar que habían comprado a precios increíbles. Piezas raras, con insectos y plantas en su interior, piedras de todos colores que centellaban como sus ojos ávidos y farisaicos. Me contaron de los tipos que se las vendieron: una ralea de europeos y gringos que, me dije, debían de haber abandonado alguna lúgubre ciudad del norte o una primitiva granja del interior de Estados Unidos para buscar fortuna y emociones en estas tierras exterminadas. En el sur dorado.
Yo los escuchaba sin interés, enclaustrado en mí mismo como uno de esos fósiles en sus piedras, intentando dilucidar si el encuentro efímero y fugaz con Soraya había sido real o fruto de mi férvida imaginación. Con todas las cosas paradójicas que me habían pasado durante ese viaje, vivía en un estado de perenne estupor, al límite entre la vela y el sueño. La realidad se convertía seguido en alucinación, y viceversa, tan acopladas entre ellas, horrísonas, y tan impregnadas por la misma lobreguez, que me costaba trabajo distinguir una de la otra.
Mis acompañantes decidieron ir a una tienda a comprar unas caguamas para festejar. Yo no tenía nada que festejar, pero me tomé dos, casi sin respirar, atragantándome, bajo la mirada sorprendida de Lucas y Susana. Ésta intentó dar un trago de la botella que le pasó su novio y lo escupió de inmediato. Se quedó doblada por las arcadas. “Yo tendré un gusano solitario en la panza”, me dije para mis adentros, ya medio borracho, “pero tú en la tuya tienes un pequeño monstruo parecido a ti, del que no podrás deshacerte tan fácilmente, como yo del mío con una simple cagada”.
Me sentí aliviado por este pensamiento. De tanto acuciarme con sus premoniciones sobre parásitos, Susana había engendrado uno en sus entrañas, en contra de su voluntad. Y la de Lucas. Yo lo sabía. Esta vez sus esfuerzos para vomitar no suscitaron en mí el menor fastidio. Lo había logrado. ¡¿Cómo no lo había entendido antes!?: el gusano ERA Susana —o, cuanto menos, su alter ego— y de un solo golpe me había librado de los dos. Solamente me quedaba una reminiscencia de sus influjos maléficos, parecida al regusto amargo de la chela caliente en mi boca: el recuerdo de la niña de doce años.
Sabía que no era tan sencillo: las premoniciones de Susana tarde o temprano tendrían consecuencias palpables, lo había comprobado varias veces a lo largo de nuestra travesía por el sur de México. Y esto me preocupaba. Además, había que superar otro obstáculo: los diablos del Bosque, ya que debíamos pasar por allí para regresar a San Cristóbal de las Casas, y no teníamos la mínima intención de quedarnos a dormir en Simojovel.
En el cielo sobrevivía un tenue reverbero del día moribundo, pero en medio de las montañas reinaba la oscuridad. Me tomé otra caguama, esperando que los vapores del alcohol me infundieran valentía. Pero no. Me subí a la camioneta y me hundí de inmediato en un torpor etílico. Ni me di cuenta de cuándo arrancó. Al cabo de un tiempo, que podría haber sido un par de minutos o un día entero, redobles de tambores y una salva de gritos infernales se amontonaron en mi cabeza. Hocicos colmilludos empezaron a merodearme, blandiendo antorchas, lanzas y otros artefactos bélicos. Por mi sorpresa, los diablos no me agredieron. Como respondiendo a una llamada oculta, se lanzaron endemoniados alrededor de lo que parecía una hoguera. Las llamas lamían los pies menudos de una mujer, morenos, atados a un palo. No, Susana, esta vez no me vas a engañar. Es solamente una alucinación. Es inútil que te inmoles para hacerme sentir culpable.
Las llamas lamían los pies menudos de una mujer, morenos, atados a un palo. No, Susana, esta vez no me vas a engañar. Es solamente una alucinación. Es inútil que te inmoles para hacerme sentir culpable.
Recorrí las piernas, de los tobillos hasta las pantorrillas, y de éstas a los muslos. Vi la faldita. Una telaraña amordazó mi garganta. Quería gritar, pero los hilos enredaban mis palabras, apagándolas, dejando salir unos sonidos enrevesados, contrahechos. Me forcé para seguir mirando. El fuego estaba carcomiendo la blusa, los senos en ciernes, los hoyuelos en las mejillas. Lo último que vi fueron los ojos bizcos, de una belleza triste, inquisitiva, que me miraban con conmiseración y odio. Una diosa morena. Diosa del amor y prostituta sagrada. La dualidad del estrabismo de Venus: Sol y Luna; día y noche; Susana y el gusano. Por un lado amor y voluptuosidad, por el otro guerra y matanzas.
¿La habré condenado yo?, pensé. ¿Habría tenido que…? O… ¿Ella otra vez?
Sin aliento, sentí de nuevo que había sido derrotado. ®