El Eternauta es una cápsula lingüística y política que estalla desde la pantalla al mundo. Y estalla en un momento en que la producción local es una trinchera: con un cine argentino vapuleado, un Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales desfinanciado y una narrativa oficial que denuesta ‘lo nuestro’.

A principios de los noventa en mi ciudad, Colón, provincia de Buenos Aires, llegó la televisión por cable. La novedad no era sólo técnica: era también simbólica. Se cableaba el cuadrado urbano, se abandonaban las antenas, se recibían señales nuevas, pero lo esencial pasaba en la esquina de calle 48 y 21.
Los propietarios de Televisión Comunitaria habían colocado una cámara fija que solamente mostraba la calle. La gente pasaba, saludaba, hacía señas, llevaba carteles. El experimento sirvió para comprobar algo: si el canal funcionaba. No importaba qué se mostraba. Importaba que existía. Que había un ojo viendo, un testigo en marcha. Con El Eternauta la sensación para la audiencia argentina es similar: buscarse en la imagen. Reconocerse.
La serie estrenada por Netflix el 30 de abril de 2025 activa esa señal. Desde los trenes celestes y blancos hasta la entrada a Capital, pasando por los guiños lingüísticos imposibles de traducir. ¿Cómo se dice “trucho” en coreano? ¿Cómo se explica un gesto de barrio, una manera de mirar en una mesa de truco? ¡Yaselargoya!
El Eternauta es una cápsula lingüística y política que estalla desde la pantalla al mundo. Y estalla en un momento en que la producción local es una trinchera: con un cine argentino vapuleado, un Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) desfinanciado y una narrativa oficial que denuesta ‘lo nuestro’.
El Eternauta habla argentino. No neutro. No doblado. No adaptado. Habla como se vive, con las palabras que usamos cuando no estamos actuando. Y ahí está la patriada. En una lengua que no quiere complacer al mercado global sino ser fiel a su origen.
Desde el punto de vista narrativo El Eternauta llegó con fuerza: tercera serie más vista a escala global en Netflix, con un 92% de aprobación de la crítica en Rotten Tomatoes y un 97% del público. Sin cifras específicas, pero con una posición que rivaliza con los estrenos de Pedro Páramo en México y Senna en Brasil. Una victoria inesperada para un héroe improbable. Y para un país que discute, otra vez, si está bien contar su historia con su propio idioma.
Porque El Eternauta habla argentino. No neutro. No doblado. No adaptado. Habla como se vive, con las palabras que usamos cuando no estamos actuando. Y ahí está la patriada. En una lengua que no quiere complacer al mercado global sino ser fiel a su origen. Lo dijo alguien en redes sociales con lucidez: “En El Eternauta la gente es manipulada para combatir a su propio pueblo en favor de una invasión exterior. Nada de lo que escribió Oesterheld es ciencia ficción”.
La serie, que reversiona la obra original de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, también impulsa un nuevo interés por la historieta. Aunque no hay datos concretos, se sabe que las librerías aumentaron las consultas y que algunos usuarios de redes comentaron que se agotaron las reediciones. El texto que no llegaba a los pueblos en los noventa ahora circula por el mundo. Y con eso, el eco de una Argentina contada desde sus márgenes.
La historieta, leída en sus orígenes como una aventura de matiné, un western criollo o una subcultura del kiosco, ahora ocupa el centro. Con Darín como Juan Salvo, convertido en excombatiente de Malvinas, la figura del héroe toma una densidad nueva. Ya no es sólo el padre de familia: es el que ya combatió una vez. El que no quiere volver a perder. Elena, la esposa que ahora es exesposa, crece en la trama. Clara, la hija, ya no es Martita: es adolescente, es el futuro. Los personajes nuevos como Omar, Inga y Pecas no traicionan el espíritu: lo expanden.
Yo conocí El Eternauta en 1997, cuando me mudé a Buenos Aires. Conseguí la historieta en un local de usados sobre avenida Corrientes. Me costó leerlo. Me gustó leerlo. Vivía cerca del Ministro Carranza, última estación de subte en ese entonces. La misma que aparece en el episodio de llegada a la Capital. Y entendí que la geografía no era decorado. Era la esencia. La ciudad no es escenario: es protagonista.
La obra nació política. No partidaria, sino política en su sentido más hondo: una visión del mundo, de la solidaridad, del ‘enemigo’ común. La política no es una camiseta que se cambia cada cuatro años. Es la mirada sobre lo que nos pasa cuando llueve veneno y hay que salir a luchar con lo que hay.
Hay una trampa en querer despolitizar El Eternauta. Es como querer despolitizar la carta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar. La obra nació política. No partidaria, sino política en su sentido más hondo: una visión del mundo, de la solidaridad, del ‘enemigo’ común. La política no es una camiseta que se cambia cada cuatro años. Es la mirada sobre lo que nos pasa cuando llueve veneno y hay que salir a luchar con lo que hay. Cuando la nieve no es meteorológica sino simbólica.

Que un hombre de sesenta años sea nuestro superhéroe también dice algo. En un tiempo cuando todo tiene que ser joven, rápido, viral, aparece Darín. No es influencer, ni youtuber, ni trapero. Es un actor de cuando la televisión era en blanco y negro. De cuando las viñetas eran el cine que no teníamos. Y su voz, su rostro, sus silencios, dicen más que mil efectos especiales.
“¡Lo viejo funciona!”, exclama el ingeniero electrónico Favalli cuando descubre que únicamente la tecnología moderna quedó anulada. Van al volante de una Estanciera fabricada por Industrias Kaiser Argentina (IKA), y se comunican con radiotransmisores tan anacrónicos como la llegada de la televisión por cable a Colón en los noventa.
El Eternauta no es una serie más. Es una afirmación. Una respuesta. Un gesto. Una colección de preguntas. Como aquellos transeúntes en las tardecitas de Colón que pasaban frente a la cámara del canal local y saludaban. No importaba si alguien lo veía. Importaba decir: estoy acá. Existo. Y hablo con mi voz, aunque a veces no la tenga. ®